La palabra «dignidad» ha estado bailando siglos y ocupa, como fetiche, las conversaciones cotidianas, los discursos de políticos y no políticos y últimamente ese saco sin fondo o nido de grillos que llamamos bioética. No deja de ser curioso que, desgastada de tanto utilizarla, casi nadie sepa dar una definición de lo que es la dignidad. Cae sobre nuestras cabezas desde un maravilloso lugar que es desconocido.
Por Javier Sádaba, filósofo y experto en bioética
Si se me permite, comenzaré por una anécdota personal que visibilice lo que estoy diciendo. Hablaba, dentro de un congreso de bioética, una persona con un halo de importancia más aparente que real y en su discurso hizo mención más de veinte veces a la palabra «dignidad». Al acabar le pregunté si podía definir con cierta concisión qué es lo que significa dignidad. Dicho de otra manera, que me diera una definición o miniexplicación. Se puso lívido, tartamudeó y poco más. Nada inusual.
Y es que el término «dignidad» es como una bola de billar que no encuentra nunca el agujero en el que encajar. Desde que Cicerón en De Officiis introdujo la palabra –por cierto, Cicerón también es el padre de los términos «religión» y «cultura»–, ha pasado de mano en mano o de doctrina a doctrina desbordándose en función de quién la usaba, pero siempre sin responder con claridad a cuál es su significado. Lo más que se ofrece es un conjunto de descripciones que se repiten con no poca arbitrariedad. O se la iguala a libertad e igualdad. O se dice, sin más, como es el caso de Pascal, que equivale a pensamiento. Hobbes, en el otro extremo, la reduce al precio que merecemos cada uno si se nos compra. Si entramos en las disputas jurídicas sobre el iusnaturalismo podemos acabar mareados, y si nos acogemos a la ultima ocurrencia de cualquier sedicente bioético podemos ver por todos partes minidignidades en fetos, moribundos, enfermos mentales y un sinfín de situaciones en las cuales puede encontrarse el ser humano. Parecería más correcto comenzar por saber cuál es el núcleo de lo humano y no por sus esquinas.
Desde que Cicerón introdujo la palabra «dignidad», esta ha pasado de mano en mano o de doctrina a doctrina, desbordándose en función de quién la usaba, pero sin responder con claridad a cuál es su significado
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