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F+ Martha Nussbaum, contra la ira

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F+ Nishida Kitarõ y el problemático paso del yo al mundo

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El texto presenta algunos de los aspectos centrales del análisis epistemológico y metafísico en la filosofía temprana de Nishida Kitarõ (1870-1945), para luego explorar cómo determinadas dificultades intrínsecas a su teoría de la conciencia y la subjetividad están íntimamente relacionadas con una serie de problemas de alcance ético y político. Al discutir la filosofía práctica que se deriva de la conceptualización del yo nishidiana, se contrasta hasta qué punto sostienen a un sujeto moderno replegado sobre sí, fortificado en su interioridad, distanciado del afuera-mundo. Así, en línea con la sospecha expresada por Adorno, se comprueba si es posible encontrar una función ideológica en la doctrina de la conciencia del filósofo japonés.

Por Montserrat Crespín Perales, Universidad Autónoma de Barcelona

La filosofía analítica y las diversas orientaciones continentales están reactivando un diálogo fructífero en torno a cuestiones sobre la subjetividad, la conciencia, la percepción, la personalidad, etc. El agotamiento de las corrientes postmodernas que dominaron el panorama filosófico más reciente quizás deriva, como expone Innerarity, de su imposibilidad de superación de los aspectos subsanables de la modernidad: conciencia, mundo y representación. Lejos de encarar y zanjar las cuestiones que la modernidad elevó, las interrogaciones se camuflaron en una «reedición de la modernidad», curvándose hacia aquello mismo de lo que querían huir. La reemergencia sin camuflaje de preguntas hasta hace poco condenadas al tribunal de apelación vuelve a llamar la atención sin necesariamente tamizarse con el filtro de la absolutización de lo cultural.

Incorporar a las actuales discusiones las aportaciones de Nishida Kitarõ (1870- 1945) es una necesidad que ya no puede ceder ante objeciones que se sigan empeñando en excluir aportaciones filosóficas no occidentales. Está en lo cierto James W. Heisig cuando afirma que la filosofía de Nishida fue y continúa siendo, de principio a fin, una filosofía de la mente. Ciertamente, sus ideas pueden nutrir y completar las actuales investigaciones filosóficas que se encaran desde la filosofía de la mente, la epistemología, la ontología, etc.

En primer lugar, este texto propone presentar algunos de los aspectos centrales del análisis epistemológico y metafísico en la filosofía temprana de Nishida, su alcance y sus limitaciones. Para ello se relacionará la noción central de su primer proyecto, a saber, la «experiencia pura», con el enfoque epistémico de la perspectiva de primera persona. A partir de ahí, se tratará de desvelar cómo se engendra un problema ético y político que está íntimamente conectado con las líneas maestras nishidianas sobre el experimentar y el conocer, pero que, en su ocultamiento, habitualmente suele pasar inadvertido.

Origen del problema

Este artículo continúa y retoma con una luz diferente algunas cuestiones que quedaron abiertas o que identifiqué mejor tras mi investigación sobre el período inicial de la trayectoria de Nishida Kitarõ, sin duda alguna una de las figuras centrales de la filosofía de Japón del siglo XX.

Conocer su pensamiento no solamente acerca a un conjunto de complejos problemas filosóficos. Además, aproxima a un sistema de pensamiento que dibuja a su vez un mapa útil para reseguir algunos de los acontecimientos intelectuales más significativos de la modernidad y contemporaneidad filosóficas en Japón. La vida y la obra del pensador señalizan la filosofía en y de Japón en el período que va desde la Era Meiji (1868-1912) a la Taishõ (1912-1926) y de ahí a la primera parte del período Shõwa (1926-1945).

En los hitos filosóficos del período 1868-1945, se pueden observar los pórticos y las transiciones que circulan sincrónica y asincrónicamente. Desde la fructífera ingenuidad con la que los intelectuales reformistas y pioneros de la filosofía moderna en el país adoptan y adaptan el espejismo de la Ilustración europea y su idea de progreso (Meiji) hasta pasar, de forma progresiva, pero a veces atonal para el lector europeo, a alimentar discursos filosóficos guiados por principios nacional-culturalistas (Taishõ y Shõwa).

Personal y filosóficamente, Nishida experimentará «en sí» y «con» esos vuelcos que quedan como muescas en sus obras. El lector puede asistir al proceso por el cual su pensamiento se amolda, reacciona o rechaza diferentes presupuestos filosóficos, sociales y políticos de un tiempo esencial para comprender el Japón del momento y de un mundo que se iba desgarrando al pasar del optimismo decadentista finisecular a la travesía descarnada de la primera mitad del siglo XX.

Conocer el pensamiento de Nishida Kitarõ (1870-1945) nos acerca a un conjunto de complejos problemas filosóficos y nos aproxima a un sistema de pensamiento que dibuja a su vez un mapa útil para reseguir algunos de los acontecimientos intelectuales más significativos de la modernidad y contemporaneidad filosóficas en Japón

La importancia filosófica de Nishida es incuestionable. Indiscutible en su época cuando, tanto los discípulos más apegados a sus ideas como los críticos, no dudaron en reconocer los muchos méritos de las sendas abiertas por sus planteamientos. Y sigue sin ponerse en entredicho entre los investigadores actuales.

Esa inapelable significación de la filosofía de Nishida es la que me llevó en su momento a estudiar en profundidad, aunque acotando el espacio temporal y las obras, su filosofía temprana, tratando de desentrañar del modo más claro posible la conceptualización de la subjetividad en su primer período (1911-1923). La que quiero avanzar aquí y dejar formulada es una línea de exploración expedita tras concluir aquel estudio.

La conceptualización de la subjetividad del primer Nishida, cuya estructura conceptual se va redefiniendo en torno a las nociones de experiencia pura, de autoconciencia y de voluntad, sigue el pasaje desde el carácter abierto de una subjetividad dirigida por el conocimiento y la acción hacia su lenta pero progresiva modificación, puesto que al sujeto se le suma y pre-designa origen y destino cultural, étnico y social.

Son los resultados obtenidos con el estudio de los presupuestos epistemológicos y ontológicos del primer Nishida los que guían hacia el problema en su edificio ético y político. Ellos posibilitan y hacen necesario preguntarse sobre la fundamentación ético-política que se yergue como un doble anexo a su teoría de la conciencia y la subjetividad. Como se tratará de mostrar, la dificultad de la tesis de la identidad de lo uno y lo múltiple no solamente es epistémica y metafísicamente problemática, sino que traslada su limitación a cuestiones valorativas.

Conviene, por tanto, explorar hasta qué punto la identidad epistémica y metafísica se traspasa, y en qué términos, a lo ético-político. Para ello se propone mostrar si existe una conexión entre el planteamiento epistemológico y metafísico que sirva para responder sobre lo cierto o incierto de su íntima correlación ética y política. Por tanto, si es el caso que, como expusiera Isaiah Berlin (1909-1997), las concepciones éticas, como la por él referida en torno a los dos sentidos, positivo y negativo, de libertad, se desprenden de la visión que se tenga de lo que constituye un yo. Y, si es así, qué filosofía práctica se desgaja a partir de la conceptualización del yo nishidiana.

Entre otras cosas, mostrando primero el perfil esencial de la conceptualización nishidiana sobre conciencia y subjetividad, se deberá cuestionar hasta qué punto la tesis de la identidad epistemológica y metafísica equivale a la identidad (identificación) entre individuo y sociedad-Estado, trastocándose con ello las fronteras del yo autónomo. Si así se demuestra, los resultados pueden servir como una evidencia más para rastrear qué es lo que ha impulsado históricamente los virajes desde las éticas de la autorrealización y de la libertad positiva (como autonomía) hacia discursos en los que el sujeto corre el riesgo de replegarse sobre sí en la fortificación de su interior, en la pura y esférica contemplación-de-sí. Esto es, si la respuesta sobre el conocimiento y la experiencia que marcan este momento inicial de la filosofía nishidiana convienen con un sujeto en el recinto, en su isla de conciencia.

En definitiva, se propone estudiar qué elementos pueden favorecer un distanciamiento del sujeto o arrastrarle hacia un paréntesis del juicio, encerrado en las paredes de su interioridad. Un sujeto que mira hacia el afuera-comunidad en el que vive, pero con el que mantiene distancia o extrañamiento.

De la filosofía de Nishida Kitarõ Conviene explorar hasta qué punto la identidad epistémica y metafísica se traspasa, y en qué términos, a lo ético y político

La experiencia-conciencia pura y el problema de lo uno y lo múltiple

Siguiendo un orden argumentativo que ayude a desocultar la interrogación ética y política antes descrita, conviene ahora presentar el núcleo esencial del originario planteamiento epistemológico y metafísico de Nishida.

Indagación del Bien, de Nishida Kitarõ (Gedisa).

El que posiblemente sea uno de los mejores lectores coetáneos e intérpretes críticos de la filosofía de Nishida, Tosaka Jun (1900-1945), describió en 1932 con precisión que la filosofía nishidiana era algo así como una espiral cuyo centro de preocupación era el constante «problema de la conciencia» (ishiki no mondai-意識の問題). Lo expresó del siguiente modo:

«Para muchos miembros del público lector, el problema intelectualmente más significativo en los relativamente antiguos escritos de Nishida es ‘el problema de la conciencia’ (incluso he escuchado esto mismo directamente del profesor [Nishida]). En primer lugar, se debe recordar que el problema constante en la filosofía de Nishida es este problema de la conciencia y que [su] filosofía no es sino una extensión de este problema. De esto se puede decir que es verdad para la ampliamente leída Estudio sobre el Bien, cuya esencia académica consistía en una teoría de la experiencia directa, mientras que no hace falta que se diga que sucedía lo mismo en el caso de Intuición y Reflexión en la Autoconciencia. Así pues, la filosofía de Nishida empieza a partir del problema de la conciencia».

Tosaka no yerra al describir la preocupación medular de Nishida que conviene también con un siglo XX filosófico que empezó y finalizó, en palabras de Crane, obsesionado con «el problema de la conciencia». Exponer, aunque sea aquí de manera esquemática, la génesis del problema de la conciencia y la perspectiva epistémica en la que se encuadra, además de ayudar a llegar a las preguntas planteadas en este artículo, situará su pensamiento en el entramado de la historia de las teorías filosóficas sobre la conciencia del siglo pasado.

Si se sigue la clasificación de Dilworth y Silverman en el ensayo en el que presentan, con un enfoque intercultural, el paradigma de-ontológico (de-ontological) del «yo», se pueden encontrar dos grandes conjuntos de teorías que responden de manera diferente a la pregunta sobre qué constituye el yo: la pro-ontológica y la antes indicada, deontológica. La que aquí interesa reseñar es esta última, porque tanto la conceptuación inicial del yo en Nishida así como, más claramente aún, su reformulación posterior se clasifican habitualmente desde ella. Según esta posición:

«[…] cada intento de «autoconocimiento» no va más allá de la presentación finita, contingente y provisional de la existencia humana, y resulta en una fragmentación del supuesto yo en sus componentes experienciales. […] La conciencia mantiene la organización y categorización de las funciones, pero no puede reunir o reintegrar la totalidad de los actos humanos bajo un solo principio de síntesis».

Tradicionalmente, Hume ejemplifica una de sus versiones fuertes. Como es conocido, el filósofo describiría la idea de «yo» o «mente» como una colección de percepciones diferentes que se van conectando. El «yo» no sería nada más que el resultado de nuestro «nombrar» o «representarnos» ese fluir de percepciones, aunque habitualmente se olvide la falta de referencialidad de la expresión.

La preocupación medula de Nishida Kitarõ es, como atestigua su discípulo Tosaka Jun (1900-1945) el «problema de la conciencia»

Recordar el enlace entre la perspectiva de-ontológica y la enmienda humeana a la idea singular, substancial, del «yo», sirve de patrón para entender parte de las críticas que Nishida realiza a las precondiciones de la epistemología y la metafísica modernas, empezando por situar el concepto de «experiencia pura» (junsui keiken-純粋経験) de su primer trabajo de relevancia, Estudio sobre el Bien (Zen no Kenkyu~) [善の研究] , de 1911. La filosofía nishidiana departe constantemente y con el paso de los años con la voluntad filosófica tras el concepto de «experiencia pura» y en una línea de continuidad temática, aunque, evidentemente, puliendo sin cesar las aristas de su primera etapa filosófica. Cualquier visión de conjunto del proyecto filosófico del filósofo japonés comienza, pues, considerando esta primera obra y esa noción central, «experiencia pura».

Habitualmente, la literatura académica ha escogido explicar la noción fijándose en las siguientes cuestiones. Por un lado, que el concepto sirve de herramienta filosófica para criticar y deslegitimar el dualismo cuerpo-mente o sujeto-objeto. En segundo lugar, es común encontrar estudios que, a partir de la filosofía comparada, explican el concepto nishidiano cotejándolo con el concepto análogo (aunque no con exacta equivalencia filosófica) de William James (1842-1910). Y, por último, otras interpretaciones prefieren presentar la noción como alusiva a la práctica del budismo zen de Nishida. Aquí se va a optar por ceñir la lectura desde el planteamiento epistémico resaltando sus implicaciones metafísicas, sin dar por sentado que el filósofo ofrece un sistema no-dual asintomático.

Como bien comenta Maraldo, la filosofía temprana de Nishida se puede leer como un proyecto que cuestiona algunos de los principios básicos de la epistemología moderna, entre los cuales estaría esa regla que describe la estructura del conocimiento como el proceso correctivo que se produce entre un sujeto cognitivo y un objeto de cognición. En otras palabras, la moderna teoría del conocimiento asume de suyo la asimetría entre sujeto y objeto, presente tanto en el realismo como en el idealismo epistemológicos.

Parece claro, a partir del proyecto cartesiano, pero más aún con el criticismo trascendental kantiano, que la epistemología se reconduce permanentemente a la mutua co-determinación del ser humano y el «mundo-humano». Es el reinado de la forma de pensar moderna que Welsch caracteriza como antrópica: en todo hay que partir del hombre y todo hay que remitirlo al hombre. El mundo es mundo humano.

A priori, la propuesta nishidiana podría verse como una puerta filosófica de superación de ese principio antrópico. De hecho, la intención filosófica de Nishida al pugnar por definir una experiencia que vaya más allá de las oposiciones (sujeto-objeto, hombre-mundo, cuerpo-mente, etc.) y proponer para ello la noción de «experiencia pura», sería su particular aportación para desanudar lo que también Welsch define como la «incongruencia» que se da entre hombre y mundo. Esto es, la falta de coherencia entre dos órdenes escindidos, el humano (res cogitans) y el mundano (res extensa).Refinar el significado de experiencia y experimentar sería el modo nishidiano de resolver el callejón al que conduce el principio antrópico. El puro y directo experimentar abriría el camino para conocer los hechos tales como estos son, según la famosa formulación con la que inicia su obra Estudio sobre el Bien:

«Experimentar significa conocer los hechos tales como estos son, conocer de conformidad con hechos renunciando por completo a las propias elaboraciones. Lo que normalmente llamamos experiencia está adulterado con alguna clase de pensamiento, de manera que al decir pura me refiero a la experiencia tal como ella es, sin el menor aditamento de deliberada distinción. Por ejemplo, el momento de ver un color o de oír un sonido es anterior, no solo al pensamiento de que el color o el sonido es el hecho de la actividad de un objeto exterior o de que uno lo está sintiendo, sino también anterior al juicio de lo que pueda ser el color o el sonido. En este sentido, la experiencia pura es idéntica a la experiencia directa. Cuando uno experimenta directamente su propio estado de conciencia, no existe todavía un sujeto o un objeto, de suerte que el conocer y su objeto están completamente unificados. Este es el tipo más refinado de experiencia».

Para Nishida, la «experiencia pura» y sus expresiones equivalentes, como «conocimiento directo» o «experiencia directa», entre otras, refieren a ese estado de la «experiencia tal como ella es, sin el menor aditamento de deliberada distinción». Lo que se denota con esa experiencia refinada es el estado perceptivo e intelectual más básico (el contenido constituyente mínimo de cualquier experiencia) que subyace y precede cualquier ulterior distinción cognitiva o deliberativa y que, a su vez, refiere al núcleo fundante de la realidad (su principio ontológico).

El concepto clave en la epistemología de Nishida es «experiencia pura». Con este concepto, el autor menta : «[la] experiencia tal como ella es, sin el menor aditamento de deliberada distinción»

La tesis epistemológica central en este planteamiento consiste en mostrar que la experiencia pura subyace y antecede a cualquier tipo de posterior juicio cognitivo. Es justo aquí donde se abre la posibilidad de interpretar el concepto de «experiencia pura» a partir de la perspectiva de primera persona, modo de presentar los estados conscientes que son experimentados por un sujeto.

Al igual que la perspectiva de primera persona, la experiencia pura de Nishida se caracteriza por ser privativa del sujeto que experimenta. Cada sujeto posee el privilegio epistémico respecto a esa posición interna. Y a pesar de que, desde el nivel epistemológico, la no-dualidad no parte de una subjetividad como entidad fija, sin embargo, necesita presuponer a un sujeto. Eso sucede también al releer la definición que aporta el filósofo japonés de experimentar como «conocer los hechos tales como estos son» sin la duplicación estructural del sujeto y objeto del juicio o la deliberación:

«Experimentar significa conocer los hechos tales como estos son, conocer de conformidad con hechos renunciando por completo a las propias [del sujeto] elaboraciones».

La ontología de primera persona de esta subjetividad se justifica más aún como equivalente del concepto de experiencia pura si se repasan sus características principales. Según exponen Northoff y Heinzel, la perspectiva de primera persona se caracteriza por dar lugar a una experiencia intra-subjetiva, esto es, privada y no accesible o contrastable públicamente. Mientras la experiencia es intra-subjetiva, se cierra el paso a cualquier tipo de re-conocimiento (discriminación, determinación) que particularizara el «estado mental» (o perceptivo) en cuestión. Precisamente por la intra-subjetividad, los estados mentales en la perspectiva de primera persona son trasparentes y homogéneos, lo que significa aquí que se está ante una pura «experiencia» o «sensación en bruto» (raw feeling), prístina, inmediata y directa. Esa inmediatez y esa sensación directa se corresponden con lo que en teoría del conocimiento se conceptúa como «realismo ingenuo», también al referir a la percepción como fuente de conocimiento. Es decir, la adecuación (aparentemente garantizada) entre lo que se experimenta y el «ser» de lo experimentado. Por eso, lo que experimentamos en esa estancia de la perspectiva de primera persona «pasa por ser verdad», pues no otra cosa se presenta que el contacto directo previo a cualquier ulterior proceso correctivo, representativo o causal, sobre qué particulariza y enmienda, evalúa, si es el caso, lo experimentado. Por último, los estados mentales permanecen en una intermisión temporal: puro ahora, puro «presente».

El concepto «experiencia pura» de Nishida encaja con las características de la ontología de primera persona: uno experimenta directamente el propio estado de conciencia que precede a cualquier re-cognición o reflexibilidad (conciencia pre-reflexiva); se trata también de una experiencia intra-subjetiva y, al referir a la idea central de excluir cualquier «aditamento de deliberada discriminación », se muestra con otras palabras que se está ante una «sensación en bruto» que, sin esa escisión judicativa, es transparente, directa y a la que no le son aplicables las valencias verdadero/falso. La experiencia pura ocurre como un evento o hecho desnudo —se vivencia antes de cualquier reflexión correctiva sobre la verdad o falsedad de la proposición sobre esta o aquella experiencia—. Temporalmente, es el contérmino del ahora de los datos de experiencia.

Exponer la experiencia pura a partir de este acercamiento epistémico muestra, como antes se indicaba, que la filosofía temprana de Nishida es representativa de posturas filosóficas todavía relevantes sobre la conciencia. Asimismo, la experiencia pura nishidiana guarda similitud con presupuestos de las teorías asociacionistas sobre la conciencia.

La experiencia pura ocurre como un evento o hecho desnudo —se vivencia antes de cualquier reflexión correctiva sobre la verdad o falsedad de la proposición sobre esta o aquella experiencia—. Temporalmente, es el contérmino del ahora de los datos de experiencia

El asociacionismo se funda con Hume y sus intentos por justificar un principio de conexión entre los diferentes pensamientos e ideas en la mente. Posteriormente, esta idea humeana se desarrollará en el asociacionismo psicológico de principios del siglo XX. Esta orientación conceptuará la conciencia como conciencia introspectiva para mostrar el camino del sujeto hacia su auto-comprensión.

Una de las consecuencias de las teorías asociacionistas está ejemplificada en el modo que emplea James para indicar que la conciencia, tras evaporarse la pura diafanidad, desaparece. Es el nombre de una no-entidad. Según lo explica, la «conciencia» refiere a una función en la experiencia que los pensamientos ejecutan: la del conocimiento. La conciencia se supone para poder explicar que las cosas son y son informadas, conocidas. Relegarla a la función de servir al conocimiento y solamente a esta es lo que Whitehead entendió como reto radical de la filosofía y un modo de trascender los dualismos epistemológicos y ontológicos modernos.

Tras el programa epistemológico cartesiano, y con la recentralización del ser humano con Kant, una parte importante de la filosofía se acorrala en las estructuras elementales duales (sujeto-mundo externo; sujeto-objeto; cuerpo-mente, etc.). Ni el realismo ni el idealismo parecen resolver del todo lo que no son sino intentos de «ensamblar» al ser humano y al mundo (dejando a la vista la oquedad remanente entre las dos piezas). Continuamente se produce el empeño, realista e idealista, por buscar el modo de superar la brecha o heterogeneidad entre «ser humano» y «mundo» que abarca todas las demás estructuras duales.

Se puede aceptar que Nishida, siguiendo algunos de los presupuestos del asociacionismo psicológico, busca subvertir la esencia del dualismo elemental. Negándolo, la conciencia no puede entenderse ya como una entidad, sino como una experiencia unificada que debería llevar, entre otras cosas, a restituir la importancia del cuerpo o de cualquier algo que represente la «alteridad» del cogito (objeto, mundo, etc.).

Sin embargo, si se revisa el concepto de «experiencia pura» nishidiano a la luz de su aspiración por superar el dualismo, lo que se encuentra no es exactamente un sistema no-dual que hubiera solventado el problema con éxito. Se puede sospechar que ante lo que se está es ante una estrategia reductiva monista. Un origen singular que tomará la forma de una identidad entre sujeto y objeto. Como con claridad explica James Drayton:

«Dada esta tesis [de la identidad Sujeto-Objeto], se ve claramente no solo en base a qué Nishida mantiene que la experiencia pura es la sola realidad, sino también en base a qué afirma que el principio que unifica la conciencia es idéntico al principio que unifica el Mundo. Dicho con otras palabras: desde la tesis de la identidad, Nishida concluye que la naturaleza esencial de la conciencia y la naturaleza esencial del mundo son una y la misma».

¿Es la tesis de la identidad epistémica y ontológica satisfactoria? ¿Puede justificar Nishida la presupuesta armonización? No es una tesis satisfactoria ni el filósofo japonés la puede justificar plenamente. Se produce un defecto epistemológico (y lógico), pues Nishida confunde la indistinguibilidad perceptiva sujeto-objeto con su identidad. De acuerdo con Drayton:

«[…] la ausencia de la distinción entre Sujeto-Objeto al nivel de la experiencia pura es también un defecto epistemológico. Desde la posición de la experiencia pura no podemos decir si se está ante un episodio puramente subjetivo o es indicativo del mundo a nuestro alrededor. Al nivel de la experiencia pura, nosotros, pensadores conscientes, no podemos decir
desde nuestra posición perceptiva si estamos teniendo una experiencia genuina o algo artificial. Sufrimos de la carencia del saber-cómo. Hay una distinción, pero no podemos decir si se aplica. Sin embargo, el argumento de Nishida necesita una afirmación metafísica más fuerte, esto es, que no hay ninguna distinción —ni siquiera en principio— entre Sujeto y Objeto; y esta asunción parece falsa
».

¿Por qué falsa? Básicamente porque Nishida no justifica lo suficiente cómo expande las determinaciones epistemológicas de la experiencia pura hacia sus conclusiones metafísicas. Dicho brevemente, su ecuación de la no-distinción epistemológica sujeto-objeto en la experiencia pura hacia la identidad ontológica de sujeto-objeto es cuestionable. Una cosa es plantear que dentro de la experiencia pura llegamos a, por ejemplo, un estado perceptivamente indiferenciado entre sujeto y objeto. Una conclusión completamente diferente es reducir la ontología solamente a condiciones epistemológicas, incluso si esto se presenta como experiencia pura/conciencia no-tética, pre-reflexiva o meramente funcional (de-ontológica o como no-yo). Tiene, pues, razón Drayton cuando afirma que el sistema de Nishida edificado sobre la experiencia pura hace difícil justificar la tesis de la identidad sujeto-objeto para defender el paso desde la experiencia pura al «Mundo» (o incluso, si se prefiere, mundo objetivo).

Drayton señala que la «ausencia de la distinción entre Sujeto-Objeto al nivel de la experiencia pura es también un defecto epistemológico. Desde la posición de la experiencia pura no podemos decir si se está ante un episodio puramente subjetivo o es indicativo del mundo a nuestro alrededor»

Cualquier lector que quiera indagar algo más en la cuestión puede encontrar en la obra de Nishida Intuición y Reflexión en la Autoconciencia [1917] los intentos (infructuosos según él mismo) por solucionar estos escollos y el conspicuo problema de lo uno y lo múltiple. Pero por ahora basta decir que, en el primer período de su filosofía, Nishida permanece atrapado entre el dualismo y el monismo, acorralado ante la imposibilidad de dar una comprensión clara y una solución al problema de lo uno y lo múltiple. Aparece una clara dificultad al justificar el salto desde la experiencia pura como función epistemológica a la experiencia pura como fundacionalismo metafísico. Y, en consecuencia, Nishida parece caer en las dificultades del modo moderno de pensar, que, pretendiendo llegar a los «hechos tales como estos son», se queda siempre en «como son para mí como conciencia».

Islas de conciencia: autorrealización y transhistoricidad

La exposición del punto de partida epistemológico y metafísico, la «experiencia pura», pero, sobre todo, la tesis de la identidad y el filosóficamente dañoso problema de lo uno y lo múltiple, conducen directamente a examinar en qué términos se puede confirmar o desmentir que la identidad epistémica y metafísica se traspasan a la dimensión ético-política o moral del yo deontologizado o pura experiencia/conciencia.

Para Heisig, en la obra de Nishida se encuentran lo que denomina como «equivalentes filosóficos» de la «iluminación» y el «no-yo» budistas. Subraya que, a pesar de lo significativo de la idea de autoconciencia interpretada desde la raigambre budista de un yo que despierta a su verdadera naturaleza como no-yo, Nishida no empleará términos fácilmente identificables con el budismo. Se mostrará ambiguo o demandará que el lector circunloquee para identificar esa distinción entre yo y no-yo. Así pues, si se mira hacia la noción de «experiencia pura», o la posterior «autoconciencia» con sus funciones dúplices (intuición y reflexión), o luego hacia la voluntad, todas ellas parecerían encubrir filosóficamente la iluminación budista y esa forma de máxima plenitud autoconsciente que pasa por des-substancializar el yo. Para el académico:

«Aquí [en Estudio sobre el Bien] tenemos el primer esbozo de lo que vendría a ser una filosofía del no-yo: una mente consciente reflejada sobre sí misma, intuyendo un estado anterior a asumir la postura de un sujeto que está frente a un mundo de objetos y recuperando su ‘verdadera personalidad’ a través del ‘olvidarse de sí mismo’. Ese tipo de estado es anterior no solamente en términos de procesos conscientes; es el estado prístino al que la mente retorna cuando es real y absolutamente auto-consciente».

Heisig también comenta con acierto los problemas del primer sistema no-dual de Nishida, formulando una muy precisa pregunta:

«Si la experiencia pura significa trascender la distinción entre sujeto y objeto que hace que la conciencia ordinaria sea posible, y si ser un sujeto cognoscente significa reflejar un mundo de objetos en el interior de uno mismo, entonces, ¿cómo puede uno conocerse a sí mismo sin convertirse uno mismo en objeto?».

El nudo de la cuestión que aflora a la vez que Nishida propone como concepto clave la «experiencia pura» es, sin duda, complejísimo, entrando en juego las dos dimensiones, intuición y reflexión, que posteriormente atribuirá a la autoconciencia. Así las cosas, al remitir a la dimensión consciente del individuo, por tanto, desde la mirada epistemológica, este no podrá permanecer en su constitución despersonalizada (la que se corresponde con la no-distinción sujeto objeto). Pero el paso de la no-distinción hacia la distinción con la reflexión pasa, obligadamente, por esa conciencia unitaria que se voltea sobre sí y, por ello, se divide en ese acto de mirar hacia sí. Por tanto, uno mismo solamente puede conocerse graciasba esa separación de sí: convertirse uno mismo en «objeto» de esa reflexión, lo que no quiere decir confundir nuevamente el aspecto epistémico con el ontológico —objetivarse para el pensamiento no es substantivarse uno como «objeto»—. No obstante, si se sigue que Nishida traspasa lo epistemológico a lo metafísico y, de ahí, traslada el fallo de su planteamiento epistémico hacia el ontológico, no hace sino confundir nuevamente los dos aspectos y caería en una «substancialización» (del individuo y del Mundo), que es de lo que precisamente quiere huir.

Para Heisig, en la obra de Nishida se encuentran lo que denomina como «equivalentes filosóficos» de la «iluminación» y el «no-yo» budista

Además de este punto, que requiere mayor estudio, lo que aquí interesa es dar paso al problema ético y político que puede desprenderse, precisamente, de la definición nishidiana de lo que constituye un yo. A continuación, se va a dar este paso interpretativo, atendiendo en primer lugar al anteriormente mencionado Tosaka Jun.

Tosaka es una de las voces menos conocidas de la constelación filosófica alrededor de la Escuela de Kioto, a pesar de que representa como pocos la «brillantemente dispersa diversidad» todavía por descubrir del movimiento filosófico. Sus textos estimulan la formulación de interrogaciones e interpretaciones, algunas de las cuales inciden directamente en tesis de Nishida.

Justamente en el documento esencial de 1932 que da nombre a lo que Tosaka presenta como «filosofía de la Escuela de Kioto», en la que incluye a Nishida junto a Tanabe Hajime (1885-1962) y Miki Kiyoshi (1897-1945), se encuentra una de las exposiciones más cabales sobre la significación de la filosofía de Nishida cuando este ya ha desplegado gran parte de sus temas esenciales. Tosaka, que muestra suficientemente que no se deja llevar por aserciones tendenciosas sobre la filosofía de Nishida, explicita allí lo que para él es una obligación moral impulsada, sin duda, por su ancorado marxismo. Se siente obligado a exponer críticamente el pensamiento de Nishida como ejemplar de la «filosofía burguesa idealista» (burujoa kannen tetsugaku-ブルジョア観念哲学).

No obstante, el lugar en el que desarrollará la crítica que en el texto de 1932 esboza es en La ideología japonesa (Nihon ideorogı˜ron) [日本イデオロギー論] [1935]. Allí expone los mecanismos que extravían el liberalismo cuando se trastoca en liberalismo moralista, al que llama «liberalismo cultural» (bunkateki jiyu˜shugi-文化的自由主 義).

Conforme a Tosaka, el liberalismo cultural es una forma moralmente «transmutada» del liberalismo:

«El liberalismo cultural tiene la mala costumbre de usar el liberalismo como una categoría moral [dõtokuteki hanchu˜-道徳 的範疇] para enmascarar su propio liberalismo como forma general a fin de suplantarla con el liberalismo moralista. El liberalismo cultural degenera en liberalismo moral. Ya no es un liberalismo de la cultura [bunka ni okeru jiyu˜shugi-文化に於け る自由主義], sino que más bien se trastoca en liberalismo culturalista [bunkashugiteki jiyu˜shugi-文化主義的自由主義]».

Lo que así describe es un mecanismo de decaimiento similar al que le acaece a la concepción del yo enraizada en la autonomía kantiana, a la filosofía de la subjetividad de Fichte y también al idealismo anglosajón. Por ejemplo, en la trastocada idea de autorrealización (self-realization), preconizada por autores como Thomas Hill Green (1836-1882) y presente en su obra Prolegómenos a la Ética (Prolegomena to Ethics), ampliamente difundida y leída en Japón. En palabras de Kawashima, Schäfer y Stolz, ese proceso de «moralización» del liberalismo y sus conceptos instaura el terreno para el idealismo y la conciencia religiosa como espacio privado de la libertad de conciencia que, no obstante, es inútil como refugio idealista de individuos apolíticos cuando entran en juego las conflictividades de la sociedad moderna capitalista.

Este es otro modo de describir cómo se resignifica la autorrealización individual para convertirse en asilo de los valores moral-culturales de la colectividad. La autoconsciencia del individuo o ese camino del sujeto que, parafraseando a Heisig, recupera su «verdadera personalidad» lo hace, en efecto, «olvidándose de sí mismo». Pero el individualismo entendido como la primacía moral de la persona frente a exigencias de cualquier tipo de colectividad social se ausenta también. En algunos casos, el individuo pasa a acatar un fin mayor que sí mismo —la nación—.

La ética y las «teorías políticas de la autorrealización » adoptadas por parte de los intelectuales y reformistas del Japón Meiji y transmitidas filosóficamente en el vehículo del idealismo se aceptaron, primeramente, en forma de concepto plenamente relacionado con el desarrollo del yo autónomo, de la individualidad. En parte por la vaguedad del concepto y por la transmutación «moral» del liberalismo, siguiendo a Tosaka, se abre el camino de su instrumentalización.

Se desvela la traslación desde las bases epistémicas y metafísicas de la identidad sujeto-objeto, que conforman la concepción nishidiana del yo de-ontologizado o pura experiencia/conciencia, hacia la ensambladura del ideal del «verdadero yo», que pasa a autoidentificar su realización personal con la suprapersonal —de la comunidad, el estado, la nación.

El proceso de transformación se explica mejor si, de acuerdo con la interpretación de Tosaka, se atiende a la descripción que aporta inmutable, lo no limitado ni sujeto al devenir ni a estructuras temporales teleológicas.

En este punto, lo que Marx criticara de la filosofía de Feuerbach, esto es, que este propusiera una idea del individuo humano como esfera aislada, abstraído del discurrir histórico, inmovilizado en la transhistoricidad del sentimiento religioso, es semejante a la conciencia de-ontologizada que se torna indiferente a medida que emprende su camino de autonegación autoemancipante. Volviendo a Tosaka:

«Para la filosofía de Nishida, la praxis es, como mucho, nada más que la simple acción ético-social. No se preocupa por si se relaciona o no con la materialidad intrínseca de la sociedad, con la producción o la política. La praxis no puede escapar de su carácter individual, personal, ético, e incluso si de la praxis se dice que es social, la sociedad en sí en la que el individuo nace y muere es, como mucho, una combinación étnica —es decir, ética-fraternal— de sus compañeros individuos. Como todo en esta filosofía tiene raíces individuales, personales, entonces absolutamente todo es, desde este punto de vista, praxis, y se vuelve imposible hacer cualquier distinción entre cosas respecto a si son prácticas o no. Por consiguiente, esta perspectiva finaliza negando la praxis. El trasfondo último que estimula esta negación de la praxis, esta filosofía individualista, es, claro, característica de su conciencia marcadamente religiosa».

Si, según la lectura de Marx, Feuerbach diluía lo humano en esencia religiosa, Tosaka ve en Nishida un proceso de disolución similar: una vida en sociedad del individuo que «designifica» la praxis traducida en misticismo. La praxis se transmuta en «trans-praxis» igual que la historia en transhistoria: una red de oquedades entre individuos abstractos. Una sociedad o colectividad concebida como «“género”, como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos».

Si, según la lectura de Marx, Feuerbach diluía lo humano en esencia religiosa, Tosaka ve en Nishida un proceso de disolución similar: una vida en sociedad del individuo que «designifica» la praxis traducida en misticismo

Nota final

Se propuso como objetivo principal explorar en qué términos la transmisión de la concepción del yo resultante del tratamiento epistemológico nishidiano del problema de la conciencia, errado al confundir identidad e indistinguibilidad entre sujeto y objeto, contagia el desacierto a la metafísica y de ahí al campo ético-político. En esta nota final ya es posible constatar que se ha cumplido con señalizar dónde se encuentra la dificultad: mostrar en qué punto el monismo fundacionalista, subyacente al camino de autorrealización plenamente consciente, se satisface junto a la autonegación del individuo, que queda al margen, en un repliegue de sí sobre sí, a salvo en su huida del mundo, del afuera del que se extraña.

Casi al mismo tiempo que Tosaka leía críticamente la filosofía nishidiana, Adorno advertía de la función ideológica de las doctrinas del inconsciente —para el caso que aquí ocupa, equivalente a la función ideológica de las doctrinas de la conciencia. Adorno entendía que la atención prestada por el individuo sobre sus fuerzas inconscientes tenía como consecuencia el repliegue del individuo sobre sí mismo y la desatención de las relaciones sociales, creyéndose autónomo (independiente) de las mismas y a salvo en su estancia vital privada e intraspasable. Berlin expresaría esta misma idea al describir la «retirada a la ciudadela interior». La huida del mundo en sus formas religiosas históricas más reconocibles —menciona a sabios budistas, ascetas, estoicos— enlaza con una igual de desasosegante transformación del sentido mismo del individuo autónomo:

«[…] la forma individualista del concepto de sabio racional que escapa a la fortaleza interior de su yo verdadero parece irrumpir cuando el mundo exterior se muestra excepcionalmente pobre, cruel e injusto».

Así pues, al plantearse la filosofía del no-yo y esa mente que se refleja sobre sí para llegar a su verdadera personalidad autonegándose, conviene no perder de vista el riesgo de la suplantación de esa forma individualista que, para llegar al máximo de autorrealización y de perfección personal, se encierra sobre sí y se autoenajena del mundo exterior. Otro notable filósofo japonés, Ichiwaka Hakugen (1902-1986), al ocuparse también de advertir sobre los peligros de algunos presupuestos de la filosofía de Nishida y de la cohabitación del zen en el zénit del nacionalismo cultural totalitario japonés, vio que el monismo de la experiencia pura y la incomunicabilidad que se compadece con la nodualidad pueden alojar como inquietante posibilidad la pasividad del individuo y su aquiescencia con el poder. Una ética del deber que se identifique con la autoridad que controla para no sentirse controlado:

«El problema es respecto a qué se debería hacer una vez se ha vaciado el ego. Una respuesta puede ser servir al ‘todo’. Pero, ¿qué es ese todo? En la mayoría de las sociedades modernas, a gran escala el hecho más dominante es el poder de la burocrática nación-estado».

Las filosofías de la conciencia y las teorías ético-políticas de la autorrealización que las colman necesitan leerse críticamente para evitar que se introduzca con ellas, en nombre de la ascensión al verdadero yo, un individuo refugiado, sí, pero aislado, relevado de su ética de la responsabilidad. La plena consciencia de sí está suspendida en su inercia si mantiene intocada la realidad social y su única acción responsable consiste en acomodarse a ella.

F+ La «Ciencia de la lógica» o de cómo poner en entredicho al absoluto

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La Ciencia de la lógica, centro cordial del sistema hegeliano, es entre otras cosas el paradójico lugar móvil de una interdicción del Absoluto como hipóstasis metafísica de una función lógica («Dios es el Absoluto») y de una inter-dictio de lo absoluto, casi un inteligir o «entre-leer» el sentido usual del término «absoluto»: un adjetivo calificativo que denota la plenitud articulada, la concreción de las determinaciones lógicas en su verdadero carácter infinito, e.d. cuando ellas han reflexionado en el sentido hegeliano, retornando así a ellas mismas en lo otro de ellas, como es el caso del saber, de la Idea y del Espíritu: cada uno de ellos, reverberando a su manera esa calificación única como «absoluto» (singulare tantum), mientras los sustantivos referentes son varios, como un caleidoscopio bañado en una y la misma luz.

Por Félix Duque, Universidad Autónoma de Madrid

Enciclopedia de las ciencias filosóficas, de G. W. F. Hegel (Abada editores).

Como es sabido, en el prólogo a la segunda edición de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1827), sentencia Hegel: «La historia de la filosofía es la historia del descubrimiento de los pensamientos sobre el Absoluto, que es su objeto». Creo que podía haber añadido: «Y esta historia ha llegado a su acabamiento (Vollendung)», entendido en el doble sentido que el término tiene en castellano y en alemán.

Por lo que respecta a tal historia, no menos sabida es la convicción de Hegel de que «hasta aquí ha llegado el Espíritu del Mundo, cada fase ha encontrado su forma propia en el verdadero sistema de la filosofía: nada se ha perdido, todos los principios se han conservado, en cuanto que la última filosofía es la totalidad de las formas. Esta idea concreta es el resultado de los esfuerzos del espíritu a lo largo de dos mil quinientos años del más serio de los trabajos, objetivarse a sí mismo, llegar a conocerse: Tantae molis erat, se ipsam cognoscere mentem».

En lo tocante al rendimiento de la filosofía, obsérvese que Hegel no habla de «descubrimientos», sino del descubrimiento: la historia —y menos, la de la filosofía— no es una sucesión de ocurrencias habidas en el tiempo, sino la integración en última instancia de las distintas concepciones del Absoluto (tenidas, en cambio, en cada caso por absolutas): como si se tratara de un caleidoscopio en el que, si movido, cada concepción pareciera contraponerse, ebria, a las demás; mientras que, en reposo, solo se diera una transparencia perfecta (el movimiento de esas figuras constituye justamente la historia de la filosofía; de su disolución y asunción [Aufhebung] en el reposo del pensamiento puro da cuenta cabal la filosofía especulativa: la Ciencia de la lógica).

Y en fin, por lo que respecta al absoluto mismo, cabe adelantar que, a pesar de las vacilaciones y oscilaciones del propio Hegel (a quien igualmente cabría aplicar en este caso eso de Tantae molis erat… descifrar el significado absoluto del Absoluto), esta noción —tan augusta como equívoca— quedará también ella asumida, degradada en algo que —al contrario de en alemán— nosotros podemos indicar incluso cambiando el género del artículo determinado: 1) en vez de determinar al absoluto como de género masculino (por la obvia identificación habitual del Absoluto con el Dios cristiano), cabe decir y escribir: 2) lo absoluto (desenmascarando así lo que al pronto parecía ser el fundamento incondicionado de la realidad para entenderlo más bien en su presentación inmediata y neutra: el resultado —como veremos— de la dialéctica de la relación esencial, haciendo justicia a cada una de sus caras y a su mutua inversión: unum et idem in utraque); y, en definitiva, es el propio Hegel el que «rebaja» el término a: 3) un adjetivo calificativo; y además, en la mayoría de los casos, para dotar al correspondiente sustantivo de un sentido abstracto, tenido por el entendimiento como algo inmediato y, por ende, con un significado al pronto evidente, pero que, al contrario, habrá de experimentar dialécticamente una negación determinada, al reflexionar sobre sí (sería el caso, por ejemplo, del inicio absoluto o la reflexión absoluta); solo en casos distinguidos, tras disolverse desde dentro la compacidad (Gediegenheit) de aquello que aparece al pronto como «concreto» —por estar a mano y ser inmediatamente entendible—, resulta en cambio articulada esa noción hasta hacerla brillar como siendo de verdad «concreta» (konkret, de cumcrescere: crecida conjuntamente); solo entonces cabe hablar de una calificación plena y cabal, en la que significado y referente, certeza subjetiva y verdad objetiva se dan de consuno en un nombre que deja de ser eso: un mero nombre, para expresar las esferas en las que el Absoluto queda literalmente en entredicho: el saber absoluto, la idea absoluta y el espíritu absoluto (no hay naturaleza absoluta, para Hegel, y ya veremos por qué; con todo, cabe adelantar por ahora que, sin la naturaleza, ninguna de las esferas mencionadas podría ser ni ser concebida: y es que aquí también —un nuevo anticipo— lo absoluto es realmente ab-solutum, absuelto de la naturaleza, pero no por estar separado de ella, sino por dominarla por el trabajo del espíritu y por concebirla —casi en sentido biológico— hasta el fondo: hasta su fondo lógico).

Para desbrozar un tanto este camino de descubrimiento quizá sea conveniente, acogiéndonos al dictamen hegeliano, acudir primero a la historia de la filosofía para dilucidar tentativamente qué sea eso del Absoluto (o de lo absoluto, más a ras de tierra). Seguramente la primera aparición de ese concepto (y por cierto, de manera grandiosa), bajo la denominación de ápeiron (lo ilimitado), se debe a Anaximandro, del cual se conserva, igualmente, el primer testimonio original de la filosofía, preservado por Simplicio, el cual concluye su exposición sobre ese arché con las palabras: «según la necesidad» (katà tò chreôn) como introducción al pasaje del milesio: «En efecto, estos [los seres] se hacen justicia y se dan retribución por su injusticia unos a otros, según el orden del tiempo». No es necesario forzar en demasía el texto para advertir (ciertamente, con ayuda de Simplicio) la dialéctica que le es inherente: viene primero introducido por la «necesidad» y concluye con el «orden del tiempo», de modo que ambos se copertenecen (como la historia de la filosofía y la filosofía especulativa, en Hegel); en segundo lugar, la «injusticia» se paga haciendo «justicia», restableciendo así el origen. Sabemos además que Anaximandro defendía la existencia sucesiva de los kósmoi, cada uno de ellos surgiendo del ápeiron y volviendo al fin a él, innumerables veces (una doctrina que, a través igualmente de Heráclito, desemboca en la doctrina estoica de la ekpýrosis y la apokatástasis). El Pseudo-Plutarco recoge además una idea sobre la relación entre los entes, cuya «injusticia» consistiría en creerse individuos, independientes pues del ápeiron, y el modo en que aquellos se distinguen de este: «Decía Anaximandro que en la generación de este cosmos [presente] se había separado (apokrithénai) del [ser] eterno (el ápeiron, F.D.) un generador del calor y del frío» (DK 12 A 10; cf. DK 12 A 14). El verbo remite a apókrisis («separación de algo respecto a algo»): es por esa separación por la que los seres han de pagar recíproca retribución, quedando al fondo lo eterno, ab-suelto de aquello que se separa de él y ha de retornar a él. No es extraño entonces que —como antes hiciera Sexto Empírico— Hegel entienda a ese ser eterno como la materia: «la determinación del principio como la totalidad infinita estriba en que, aquí, la esencia absoluta no es algo simple, sino una universalidad que equivale a la negación de o infinito. […] la materia, considerada como algo infinito, consiste en el movimiento que pone las determinidades y en que desaparecen, a su vez, las escisiones (Entzweiungen). En esto debe verse el verdadero ser infinito, y no en la ausencia negativa de límites». Pero ese movimiento corre el peligro de ser visto como dándose en una superficie que en nada afecta al absoluto. En efecto, si se trata de una separación (apókrisis) o segregación, el ápeiron se queda entonces al fondo, indiferente a la misma: él mismo se convierte así en ab-solutum, en absuelto de toda mancha y contaminación con los seres que nacen y perecen.

Esta noción del Absoluto absuelto aparece por vez primera en el pensamiento estoico (y en la crítica de este por los escépticos) con el término apólyton: literalmente, lo «des-vinculado», y por ende ab-soluto. Pero no por ser algo indeterminado e infinito, como el ápeiron, sino al contrario: por habérselas solo consigo mismo, estableciendo su propia circunscripción, y descansando dentro de los límites por ellas mismas establecido. De este modo se produce una suerte de «rebelión» de los seres finitos: ser susceptible de definición es ya ser apólytos, ab-soluto, con independencia de las relaciones que tengan con los demás entes. Un paso más allá, y este ab-soluto, circunscrito y atenido a su propia diferencia específica, es designado ya como siendo «de suyo» (kath’autó).

Desde luego, el responsable de esta «individualización» del ab-soluto, con olvido de la cosmogónica noción del Absoluto indiferenciado, fundamento común de todos los seres, es Aristóteles. Él es quien hace del individuo (tóde ti) la «primera sustancia» (prṓte ousía), marcado, definido en su sustrato o subjectum (hypokeímenon) por su especie (eîdos) o «sustancia segunda» (deutéra ousía). Ciertamente, existe una gradación de las sustancias: desde las asýntheta («no compuestas») a la prṓte ousía kath’exochén: el dios, absolutamente absuelto de todo otro ser, aunque todos los seres tiendan (consciente o inconscientemente) eróticamente a él, en cuanto fin último. Pero, en cualquier caso, desaparece la idea (cosmogónica, o de sabor oriental, como indica Hegel al hablar de Anaximandro) de un fundamento absoluto de todo ente. Es verdad que la naturaleza (physis) y el cielo (ouranòs) dependen de ese principio (arché). Pero me permito señalar que, en el Estagirita, el cielo es toto caelo distinto de la naturaleza.

En este respecto, santo Tomás seguirá literalmente a Aristóteles, al entender a Dios como Absolutum, secundum quod in se est. Solo que, de nuevo, me permito recordar algo evidente, a saber: santo Tomás era un teólogo cristiano, y por ello no podía olvidar al Deus Trinitas, ni tampoco la perichóresis en que se entregan recíprocamente las tres Personas. Y por tanto, a la ousía kath’autè ha de convenirle aquello que los estoicos negaban, a saber: que un ser, sin dejar de ser de suyo (kath’autò, in se), esté también en relación a algo (prós ti). Santo Tomás formula el problema en la Summa contra gentes (IV, 10) de esta guisa: Relatio igitur illa per quam pater et filius distinguuntur, oportet quod habeat aliquod absolutum in quo fundetur. Ahora bien, eso absoluto no puede ser la esencia divina, porque entonces serían uno en ella, al igual que «Sócrates y Platón no son un hombre, aunque sean uno en la humanidad (unum in humanitate)». Pero tampoco pueden basarse en las meras relaciones mutuas, porque entonces cada relativum dependería a suo correlativo, y entonces ninguno de ellos sería verdadero Dios.

Un indicio de solución se apunta, claro está, al inicio del Evangelio de san Juan. Y aunque santo Tomás no leía griego, sino que había de conformarse con el texto de la Vulgata, no deja de ser admirable la interpretación del Aquinate. El texto reza así: «En archêi ễn ho lógos, kaì ho lógos ễn pròs tòn theón, kaì theòs ễn ho lógos». Literalmente: «En el principio era el verbo, y el verbo era [estaba] referido al dios, y dios era el verbo». San Jerónimo vierte apud Deum, con lo que apenas puede evitarse la idea de que el Verbo estaba en Dios, o peor: que estaba «cabe» Dios, «junto con» o «a su lado» (con lo que las dos Personas se convierten en dos dioses). A pesar de que, obviamente, el Aquinate sigue esa versión, logra resolver el problema de la generatio in divinis mediante la noción de Verbum interius (no sin una mirada retrospectiva al libro «Lambda» de la Metafísica aristotélica): «Como en Dios —argumenta— son una sola cosa esencialmente el inteligente, el inteligir y la idea entendida (intelligens, intelligere, et intentio intellecta), o sea, el Verbo […], solo queda lugar para una distinción de relación, según la cual el Verbo viene referido a quien lo concibe, como a aquél del cual procede (Verbum refertur ad concipientem ut a quo est)». Y para evitar malentendidos (por ejemplo, que el Padre fuera a la vez el fundamento de la relación y uno de los relativos), interpreta el difícil pasaje «como si dijera: Este Verbo, que dije era Dios, es distinto de algún modo de Dios, que lo pronuncia (a Deo dicente), de modo que así pudiera decir que estaba referido a Dios (apud Deum esse.

De todas formas, por sutil que fuera esta interpretación, parece claro que no podía satisfacer el enfoque de Schelling o de Hegel sobre el o lo absoluto. En primer lugar, porque santo Tomás no conecta en este lugar —ni desde luego, tenía por qué hacerlo— el verbum interius (en los «dogmáticos»: lógos endiathetós) con el verbum prolatum (lógos prophorikós). En cambio, en Hegel la palabra divina no permanece encerrada en el seno de Dios, sino que ha de ser libremente proferida, y recogida en el lenguaje de los hombres. Por su parte, Schelling es aún más audaz: siguiendo la línea agustiniana e la emanatio, entiende que «la secuencia (Folge) de las cosas a partir de Dios es una autorrevelación de Dios», pero Él solo se puede revelar «en lo que le es semejante», en los hombres. De ahí esta lapidaria declaración: «Él habla, y ellos existen». (Erspricht, und sie sind da).Se produce con ello una inversión formidable (también en la economía de la creación). El «concepto divino» está depositado en el lenguaje de los hombres. Por así decir, son ellos, somos nosotros, los seres pensantes, los corresponsales de Dios, el ámbito comunitario (la Gemeinde) donde Dios existe y se da: no como Padre o como Hijo, sino como Espíritu: el espíritu del amor compartido.

Por ello, quizá no sea descabellado suponer que, cuando Hegel estaba criticando al criticismo por querer apresar al absoluto mediante el aparato trascendental, a lo mejor se le vino a las mentes, como de soslayo, la sentencia johánica antes mencionada, sobre el Lógos en referencia, vuelto al (prós) Dios, y en la versión luterana: bei Gott. Solo que ahora (y por eso aludí antes a la inversión) lo relevante no es (o no es solo) que el Hijo esté referido al Padre, sino que es el Absoluto mismo (por cierto, calificado como an und für sich, ya no como an sich interior) el que quiere estar referido, volverse a nosotros, los hombres (bei uns). Para Hegel, el Espíritu solo habla al espíritu al que está vuelto y al que se refiere (y quizá solo hable y sepa de sí en el espíritu).

Pero, ahora que ha hecho su aparición el Absoluto en y para sí, y mostrado su querencia para con los hombres, es conveniente abandonar por un momento la historia de su descubrimiento en la filosofía, para volvernos a una distinción temática que se ha dejado sentir aquí y allá en la exposición; solo que más bien, sobre todo, de manera operativa. Ahora se trata, en efecto, de traer a colación esa precisa distinción entre lo absoluto como algo meramente en sí (compacto: gediegen) y lo absoluto como lo plenamente articulado (concreto: konkret), tácitamente presente en la famosa frase liminar: «Lo verdadero es el todo» (Das Wahre ist das Ganze), (quizá la mejor y más lapidaria definición de lo absoluto).

Debemos esa donosa distinción a Immanuel Kant, el cual, en su primera Crítica, señala que el término absolut: 1) es empleado a menudo para indicar lo que algo es en sí, interiormente (digamos, el significado de una palabra, supuestamente claro e inmediato); según Kant, eso es lo menos que se puede decir de un objeto; 2) ello sin embargo, el término es a veces usado para indicar que algo tiene validez en todo respecto y desde cualquier enfoque, de modo que eso es lo más que cabe decir del significado de una cosa.

A este propósito, al preguntarse Hegel: «¿Por dónde ha de hacerse el inicio de la ciencia?», recoge esa primera acepción kantiana, aplicándola al Yo considerado como algo que es solamente en sí, interior (y por ende, solo «para nosotros», für uns, en una reflexión exterior). Merece la pena citar el texto por entero: «Al respecto hay que hacer aún la observación esencial de que, aun cuando en sí bien pudiera estar determinado y afirmado el Yo como el saber puro, o como intuición intelectual y como inicio en la ciencia, no se trata de lo presente en sí o interiormente, sino del estar (Dasein: existencia) de lo interior en el pensar, y de la determinidad que un pensar tal tiene en ese estar». Y por lo que hace al significado inmediato del adjetivo «absoluto» (según esa primera acepción), Hegel añade a esa interioridad de lo solamente en sí el carácter abstracto de lo así calificado.

Ahora bien, lo relevante en Hegel (su Grundoperation, si se quiere) es desde luego que lo absoluto, entendido como un ser meramente en sí y abstracto, no viene a ser abandonado como algo falso, para poner en su lugar al absoluto como un todo pleno y articulado, o sea, como lo verdadero. En Hegel, estrictamente hablando, no tiene sentido la distinción lógica habitual entre lo falso y lo verdadero. En verdad, nada hay que sea falso, sino solamente defectuosamente expuesto, fallido o «torcido» (schief), unilateral, y por tanto apto potencialmente (o sea: en sí) para ser conocido conforme a verdad (wahrhaft). Tal es el método absoluto en Hegel, que podemos denominar retroducción del resultado como fundamento, esto es: son las contradicciones ínsitas en lo presente o enunciado de inmediato (sin parar mientes en que la in-mediatez es la negación abstracta de una mediación) la que, dialécticamente expuestas en su contradicción, dan como resultado una definición más rica y mejor estructurada de lo al pronto evidente (más precisamente: de lo subjetivamente evidente, lo propio de una reflexión exterior); de modo que solo al final se logra exponer (o lo que es lo mismo: logra exponerse) la verdad (die Wahrheit) de los sucesivos remontes de lo «conforme a verdad » (das Wahrhafte), que, activamente operativo en lo presente de inmediato, levanta a este de su condición primera, unilateral y fallida.

Con estas precisiones, bien podemos ahora señalar el contexto en el que se mueve el pensar hegeliano. En primer lugar, y al igual que le ocurría a su compañero de viaje, el joven Schelling, Hegel se verá en la difícil encrucijada de tener que dar cuenta a la vez de la verdad que, aunque de manera fallida y unilateral, se encuentra en Spinoza (cuyo Absoluto es la sustancia, infinita y, por ello, impersonal y de suyo indeterminada, enfatizando así el carácter en sí del Absoluto), y de la de Fichte, que ubica el Absoluto en la autoposición del sujeto, del Yo (enfatizando por su parte el carácter para sí del Absoluto), y de resultas de lo cual surge la autoconciencia en el hombre, insistiendo por demás en el respecto práctico de este. Curiosamente, será un joven de veinte años: Schelling, el que logre por lo pronto establecer —al menos en sus líneas generales— la síntesis de ambos respectos (digamos: objetivo y subjetivo), aunque otorgando la primacía al pensar; una concepción que también será seguida, mutatis mutandis, por Hegel durante el período de Jena: «Tiene que haber —dice Schelling— un último punto de la realidad del que todo dependa [recuérdese el Dios-arché de Aristóteles, F. D.] y del que surja todo contenido-consistente (Bestand) y toda forma de nuestro saber, que escinda los elementos y prescriba a cada uno el ámbito de su acción progresiva en el universo del saber. Tiene que haber algo en el cual y por el cual todo lo que está ahí (was da ist) llegue a la existencia (zum Daseyn) y todo lo pensado llegue a realidad [zur Realität: en el sentido kantiano del contenido o significado de un pensamiento, F. D.], mientras que el pensar mismo llegue a tener forma de unidad e inmutabilidad. Este algo […] tendría que ser aquello que llega a cumplimentación en el entero sistema del saber humano […] y [en el que] a la vez, como fundamento primigenio (Urgrund) de toda realidad, deban coincidir el principio (Princip) de su ser y el principio de su conocer; tiene que ser Uno (Eines), pues solo porque él mismo es, y no por otro, pueda ser pensado. […] ha de producirse (hervorbringen) mediante su [propio] pensar. […] El Absoluto solo puede ser dado por el (durchs) Absoluto». Adviértase que, en virtud de la última frase, queda por así decir suprimido el carácter de infinito malo (que diría Hegel) del yo fichteano, afanándose en su «deber» de llegar a ser el Yo absoluto. Lo cual no deja de ser —digo yo— una «traducción laica», actualizada, del De imitatione Christi et de contemptu mundi, de Tomás de Kempis.

Sea como fuere, es claro que el Hegel de Jena siguió oscilando entre Fichte y Schelling, como prueba este pasaje del prólogo a la Fenomenología: «La sustancia viviente es, además, el ser que es en verdad sujeto, o lo que viene a significar lo mismo, que solo es en verdad efectivo en la medida en que ella sea el movimiento del ponerse a sí misma (Sichselbstsetzens) [respecto a Fichte, F. D.], o la mediación consigo misma de llegar a serse otra (Sichanderswerdens mit sich selbst) [respecto a Schelling, F. D.]». Y es esa oscilación, creo yo, la responsable de que en la obra de 1807 no acaben de conciliarse por entero los dos títulos propuestos para ella: por un lado, la «Fenomenología del Espíritu» (esto es: del Espíritu, que, en cuanto Absoluto, ha querido estar de siempre volviéndose hacia nosotros, en nuestra casa (bei uns), y que, en sucesivas encarnaciones, desciende al mundo, majestuoso, en el capítulo VII, dedicado a la Religión); por otro, la «Ciencia de la experiencia de la conciencia», en la que lo absoluto se muestra solo indirectamente y como por delegación, a través de las intervenciones de «nosotros» (los llamados Wirstücke), para sacar en cada caso de sus apuros a las figuras de la conciencia.

Ciencia de la lógica (Vol.1), de G. W. F. Hegel (Abada editores).

Por el contrario, es en la Ciencia de la lógica donde, librándose Hegel de la suposición de un Absoluto que unas veces quiere estar relacionado con nosotros (como si dijéramos: tener buenas relaciones con el hombre) y otras descender también sobre los sucesivos pueblos-guía de la Humanidad; librándose —digo—, absolviéndose de ese ab-solutum, Hegel recorre —y a la vez recoge y retrotrae, en un proceso de intensa condensación— las posibles instancias que, en el decir y pensar humano, dejan traslucir lo absoluto, yendo así de lo más abstracto (lo meramente an sich) a lo más concreto, articulado y autorreflexivo (an und für sich), con la sospecha, empero, de que, en ese viaje iniciático, lo absoluto vaya siendo puesto en entredicho por sus propias posiciones y definiciones imperfectas, hasta el punto de acabar dándose por entero, sin resto, únicamente en sus últimas y más perfectas esferas, sin tener existencia propia fuera de los ámbitos del saber, la idea y el espíritu. Lo que esa autodonación implica es, por de pronto, que lo absoluto —al menos en el ámbito puramente lógico— no puede ser denominado por un nombre, ni tampoco aprehendido, apresado en un juicio o en una definición.

Lo primero parece evidente: un nombre, tomado aisladamente y de suyo, no dice literalmente nada. Y si se le quiere añadir algo para dotarlo de significado, una de dos: o lo predicado de él estaba ya tácitamente en ese sujeto (juicio analítico), o bien no lo estaba (juicio sintético), y en ese caso no cabe hablar de lo absoluto. Ese defecto se palía mediante el recurso a la consabida identificación del Absoluto y Dios (algo, esto último, que todo el mundo cree saber lo que es, al menos en la época de Hegel, a saber: el Dios cristiano). Su forma más sencilla sería la del «juicio del estar», por el que se enlazan un sujeto (supuestamente) individual: «Dios», y un predicado (no menos supuestamente) universal: por ejemplo, la completud de todas las realitates (das Allerrealste). Pero entonces es en este predicado donde el sujeto tiene su determinidad y su contenido. Si se lo tomara de por sí, argumenta Hegel, no sería más que «una representación o un nombre vacío. […] En estos casos: Dios, el Absoluto es un mero nombre: lo que sea el sujeto viene dicho sola y primeramente en el predicado. Lo que además sea aquel en concreto es algo que en nada le concierne a este juicio».

Mayor enjundia tiene en cambio la definición: un conocer sintético en el que el sujeto particular (por caso: lo absoluto) queda subsumido por la universalidad que le conviene (por ejemplo: el ser), quedando así esencialmente determinado. Ahora bien, en la definición se supone que aquello de lo que se trata, lo que está en cuestión: el objeto mismo (en este caso, Dios) «es lo tercero, lo singular, en el que están puestos de consuno el género y la particularización, siendo aquel, entonces, algo inmediato que está puesto fuera del concepto, dado que este no es aún determinante de sí mismo». Ello sin embargo, cuando se trata de las definiciones metafísicas de lo absoluto, el predicado (el definiens) tiene el mismo contenido que el sujeto (el definiendum). Solo su forma es inadecuada, como acabamos de ver: no parece, en efecto, sino que el predicado se agregara externamente a un sujeto que, fijo e incólume, recibiera todas esas determinaciones por así decir en su superficie, sin que a lo absoluto le afectara en absoluto ser el ser, la identidad de la identidad y de la no identidad, la esencia, etc. De este modo, los definientes serían un ser-para-otro, pero el definiendum no los recogería como siendo para sí. Sin embargo, cada definición, al pronto inmediata, ha de aceptar que solo aceptando en ella lo negativo de ella misma, su exterior, puede recogerse luego intensamente dentro de ella como sobredeterminando, asumiendo ese su otro. Por eso señala Hegel que, en cada ámbito, solo pueden valer como definición la primera determinación (aunque imperfecta, por inmediata y abstracta) y la tercera, que recoge su propio ser-otro para darse libertad a sí misma, hasta el punto de que podríamos atrevernos a decir que la definición más general y a la vez concreta de lo absoluto sería esta: «Lo absoluto es lo libre»; pero no por volver a la absolvencia primera, a lo ab-solutum de todo lo finito y perecedero, sino al contrario: por estar vuelto a sí mismo, relacionándose consigo mismo (beisich selbst) dentro de su propio otro, recogiendo sus diferencias en la unidad de su simplicidad. Esa es la libertad conforme a verdad: en audaz formulación (que permite fusionar dialécticamente Spinoza y Fichte): «Libertad solo hay donde no hay otro para mí que no sea yo mismo». He aquí una declaración de importantes consecuencias en el ámbito político y religioso, en las que, sin embargo, no es posible entrar en este ensayo.

Existe, por cierto, una leve disparidad sobre la primera definición de lo absoluto entre la Lógica y la Enciclopedia. Según aquella, la primera definición de lo absoluto no sería tanto el ser cuanto el inicio, entendido y concebido como el concepto de la unidad del ser y del no-ser. Según la Enciclopedia, en cambio, sería: «Lo absoluto es el ser». Pero la diferencia es irrelevante, dado que ser y nada son puras abstracciones, que pasan (y han pasado, de siempre) la una a la otra, a menos que paremos mientes en el paso mismo: un paso justamente doble. Por su parte, la tercera determinación de la esfera óntica de la cualidad, y que, por ende, podría ser considerada como la definición primera, conforme a verdad, de esta esfera sería: «Lo absoluto es el infinito, conforme a verdad».

En la esfera de la cantidad, la primera definición es: «Lo absoluto es pura cantidad », o lo que viene a ser lo mismo: «Lo absoluto es la materia». En cambio, la tercera determinación ofrece la definición de verdad de lo absoluto en este ámbito, a saber: el «verdadero infinito» (que surge de la dialéctica del infinitésimo y el paso al límite en el cálculo diferencial).

Pero es en el retorno, enriquecido, de la cualidad —asumiendo la cantidad— a sí misma como medida, donde se cumple la esfera del ser: su definición más conforme a verdad. Pero no la verdad del ser, ya que la medida acaba hundiéndose en la Indiferencia (Indifferenz: nuevo ataque tácito a la filosofía de la identidad de Schelling) del sustrato y de sus determinidades diferenciales, específicas, ya que estas son puramente cuantitativas. La verdad del ser es, en cambio, como es notorio, la esencia. A saber: el retorno a sí (siendo el sí-mismo: Selbst, el concepto, lo absoluto dentro de [in] sí) del ser como (a)parecer (Schein): la apariencia, que, siendo el brillo inmediato, ofusca como Unwesen el foco de donde brota la luz (la Wesen), y que, por ende, todavía no ha reflexionado sobre sí como la «aparición» o el «fenómeno» (Erscheinung).

En esta esfera de la reflexión (y más precisamente, en su apariencia primera: «La esencia como reflexión dentro de ella misma»), la primera y más abstracta definición de lo absoluto sería, por así decir, la verdad del atomismo. En efecto, la reflexión de proposiciones tales como «Todo es uno» (o, más a la llana: «Nadie es más que nadie») da como resultado el supuesto primer principio del pensar: el de identidad. O en este caso, con más precisión, cabría decir que «Lo absoluto —en cuanto lo Uno— es la identidad consigo mismo». Por su parte, la aparición de la tercera determinación-de-la reflexión es el fundamento: la definición más conforme a verdad de este ámbito, y que corresponde a la famosa sentencia (ya mencionada): «Lo absoluto es la identidad de la identidad y de la no identidad». Ahora bien, habida cuenta de que «fundamento» y «referencia-del-fundamento» intercambian sus funciones, en este verdadero punto medio de la esfera de reflexión bien cabe decir, con igual derecho: «La diferencia de la diferencia y de la identidad». Para salir de esta neutralización puramente formal, es necesario que el fundamento se reconozca en las condiciones de posibilidad del mismo fundamentar. Tal es, desde la perspectiva lógica, la manifestación de lo absoluto por excelencia en la esfera de la reflexión: lo Incondicionado. Con todo, ya es significativo que, en este punto de inflexión, lo absoluto deje de ser considerado como sujeto (subjectum, hypokeímenon) para servir de calificación plena y cabal de una manera de ser. Ya no se trata de enunciar: «lo absoluto incondicionado», sino: «lo incondicionado absoluto». Ahora, el ser conforme a verdad encuentra su propia verdad en la verdad conforme a esencia: este quiasmo es la «Cosa» (Sache) del pensar.

Naturalmente, de la segunda sección de la Lógica de la esencia, que trata de la «Aparición» (Erscheinung), o sea: de la esencia desde el respecto de su otro, cuya totalidad acaba por presentarse como el mundo fenoménico, enfrentado al mundo en y para sí, no cabe esperar ninguna definición de lo absoluto. En esa sección, dicho enfrentamiento se concreta y explicita como relación esencial, cuya última configuración: lo interno versus lo externo, llega a unidad (inmediata) como «Lo absoluto», con cuya exégesis se abre la sección tercera, dedicada a la «realidad efectiva» (Wirklichkeit).

Desde luego, esa presencia inmediata de lo absoluto no deja de resultar escandalosa. Lo absoluto, o mejor, en este caso: «el Absoluto » ha venido siendo identificado en la historia de la filosofía (como hemos tenido ocasión de comprobar) con Dios. Y especialmente en la Edad Moderna ha sido considerado como fundamento y causa primera de toda realidad, por ser ya de antemano causa sui. Es, pues, el paradigma de lo que hemos llamado ab-solutum, bien por considerarlo como ens increatum trascendente, bien como ens necessarium et perfectissimum, origen de toda posibilidad y de toda realidad: respectivamente, como ens omnimode determinatum (pues: existentia est omnímoda determinatio) y como omnitudo realitatum sive perfectionum (das Allerrealste, der Inbegriff aller Realität). Pues bien, ese ser y esa noción primerísimos, de los cuales depende la existencia y la posibilidad (la pensabilidad, la realitas) de todo ser y toda noción (lo kath’autò frente al cual todo es prós ti, un puro estar en relación con Ello), ¡es ahora considerado lógicamente como el resultado de la relación esencial! Como si dijéramos: es la contradicción ínsita en los extremos de esa relación quiasmática la que engendra lo absoluto (difícilmente cabe hablar, pues, a partir de ahora, del Absoluto). Es verdad que este es, por la ya conocida retroducción, el fundamento de esa relación. Pero no menos lo es que, siendo la primera presentación, abstracta, de la realidad efectiva, lo absoluto resultará en última instancia la relación absoluta (la interacción entre la sustancia activa y la pasiva). Ahora sí que tenemos —por así decirlo— un verdadero mundo invertido, por lo que hace a las concepciones anteriores. Este es el punto de inflexión, a partir del cual no cabe hablar ya de un absoluto hipostatizado, sino tan solo de una calificación (la suprema, ciertamente) de las esferas, del círculo de círculos del sistema hegeliano, y de las determinaciones máximas que competen a cada una. Ahora sí, de verdad, la lógica pone en entredicho a lo absoluto.

Hegel es bien consciente de esta katastrophé (en los diversos sentidos del término griego). En efecto, la presentación del tema es contundente: «La simple identidad compacta de lo absoluto es indeterminada, o sea que dentro de ella está más bien disuelta toda determinidad de la esencia y la existencia, o del ser en general, tanto como de la reflexión. En esta medida, determinar qué sea lo absoluto es cosa fallida, negativa; lo absoluto mismo aparece solo como la negación de todos los predicados, y como lo vacuo». En este respecto, no solo es imposible ofrecer una definición de lo absoluto, sino que este, en cuanto omnitudo negationum, queda reducido… ¡a la nada! Solo que Hegel continúa: «Pero dado que tiene que ser, precisamente en la misma medida, enunciado como la posición (Position) de todos los predicados, lo absoluto aparece como la más formal de las contradicciones».

Ahora bien, la resolución de esa contradicción pasa necesariamente por la entrega del concepto cumplido del sujeto (el silogismo) en y como la objetividad. Y aquí nos encontramos con otro «contragolpe» o Gegenschlag que, para la tradición más piadosa, suena en efecto a desafío rozando la blasfemia. En efecto, esta segunda sección de la Lógica del concepto, propia de la finitud, se divide notoriamente en «mecanismo», «quimismo» y «teleología»: por así decir, el examen y crítica dialéctica de las ciencias experimentales y de la técnica humana. Pues bien, de este paso de la Subjetividad a la Objetividad dice Hegel: «Del concepto se ha mostrado ahora, por lo pronto, que él se determina hasta la objetividad. Es de suyo patente que, según su determinación [Bestimmung; el término significa también definición y destino, F. D.], esta última transición es lo mismo que venía a darse de otro modo en la metafísica como la conclusión del concepto, la inferencia de la existencia (Daseyn) de Dios a partir de su concepto, o sea, como el denominado argumento ontológico de la existencia de Dios». Esta transición de la antigua lógica formal (ahora, dialécticam nte trabajada) a la actividad fabril del mundo moderno, con el elogio famoso al instrumento, parece ser desde luego una despedida de la hipóstasis de lo absoluto como el Dios de la metafísica.

Y no solo esto: al inicio del fin de la Ciencia de la lógica, allí donde se presenta de inmediato la Idea absoluta (la cual, por cierto, no es denominada en ningún momento: Idea del o de lo absoluto), allí donde el examen de la Idea, embocando el final de su recorrido, coincide consigo misma (si se quiere, la Idea en cuanto lo Lógico) al coincidir, y solo por coincidir, con el entero curso recorrido de lo Lógico, todas las definiciones de lo absoluto en la obra son, todas ellas, fallidas por definición. La autorrespectividad de la idea, con el ahora plenificado y articulado ser conforme a verdad, supone al mismo tiempo la negación dialéctica de la totalidad distributiva de los momentos lógicos: la Idea no es sino esa negación y, en y por ella, la recogida o retracción especulativa dentro de sí, y nada más. Por eso dice Hegel que ella, la Idea, no es «singularidad excluyente, sino que es de por sí universalidad y conocer, y que tiene dentro de su otro su propia objetividad por objeto. Todo el resto es error, turbiedad, opinión, tendencia, arbitrio y caducidad; solo la idea absoluta es ser, vida imperecedera, verdad que se sabe a sí misma, y es toda verdad».

Pero, ¿qué puede significar eso de: «todo el resto»? ¿Acaso se trata de una condenación global del mundo fenoménico avant la lettre, o mejor, par le truchement de la lettre, si se me permite la expresión? Pero esta sospecha no tiene sentido. La escisión entre el mundo en y para sí y el mundo tal como aparece fue ya superada en la esfera de la esencia. Lo desechado (porque, en efecto, se trata de un Abfall… total) es la naturaleza salvaje, no sometida a los saberes de los hombres y trabajada hasta el fondo por ellos.

¿Qué resta, pues, luego de este poner en entredicho la venerable noción del Absoluto y de negar todo derecho a la naturaleza de suyo y de por sí? ¿Volvemos acaso a la terrible sentencia de Anaximandro, por la que habíamos comenzado?

No, desde luego. Resta la concepción teándrica (mejor sería decir: teoantrópica),obstinadamente defendida por Hegel, que se quería ante todo buen luterano (aunque para muchos sean sus convicciones harto heterodoxas). Queda el conocerse de Dios en y por los hombres: el concepto divino, que alienta a través de las áridas páginas de la Lógica; queda y quedará para siempre el amor del Espíritu divino en y por la comunidad cristiana (la Gemeinde). Y, para Hegel, esa communio no está puesta desde luego en entredicho.

F+ La lucha por los derechos de los animales

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Corine Pelluchon es profesora en la Universidad de Franche-Comté (Besançon, Francia) y doctora en filosofía práctica, así como especialista en filosofía política y moral, ética aplicada y bioética. Su libro Manifiesto animalista. Politizar la causa animal consta de tres partes en las que se trabaja, respectivamente, acerca del estado de la cuestión de la causa animal en la actualidad, la politización de esta causa y, por último, las propuestas concretas que plantea la lucha animalista por la consecución de derechos para los animales no humanos.

Por Melissa Hernández Iglesias, Universidad Complutense de Madrid

Manifiesto animalista, de Corine Pelluchon (Reservoir Books).

En la primera parte de su trabajo, la autora plasma los resultados de un concienzudo análisis que versa sobre la relación que tenemos con el resto de los animales que comparten espacio vital con nosotros. Se destaca, en este primer capítulo, que la relación que tenemos con ellos es un reflejo de aquello en lo que los seres humanos nos hemos convertido con el paso de los años, siendo esta relación un paralelismo con el trato hacia aquellas personas que consideramos distintas, ajenas. Afirma que esta correlación se funda en un problema para asumir la alteridad.

Dada la explotación que sufren los animales, así como la cosificación y privación de consideración moral, Corine Pelluchon pone sobre la mesa la necesidad de articular una teoría política y una antropología que hagan hincapié en la responsabilidad que poseemos frente al resto de seres vivos. El primer paso para ello es una toma de conciencia de la realidad que causamos a los animales, que consiste en asumir la sintiencia que la inmensa mayoría de ellos posee y percatarnos de la petición de principio en la que se fundamenta el trato que les otorgamos: «Creemos que la vida de los animales carece de valor en sí misma y que están ahí porque nos son útiles, porque sacamos algún beneficio de ellos o porque su compañía nos es agradable» (p. 30). Una vez se toma conciencia de la vida a la que les destinamos, nos ocurre lo mismo que al prisionero de la caverna de Platón, pues la luz del Sol nos ilumina nuevos horizontes que parecían imposibles de imaginar en las tinieblas de la profunda cueva.

Que los animales «tienen derecho a tener derechos» (p. 34) es algo que la mayoría de la población se niega a asumir, pues su consumo es constante, ya sea para alimentación, espectáculos, ocio, experimentación o vestimenta, nos es cómodo y, además, beneficia cuantiosamente a las empresas que venden sus productos y se enriquecen gracias a la manipulación de la información que manejan, así como gracias a la ignorancia de los consumidores, quienes creemos en la necesidad de adquirir animales en sus distintas formas para nuestra salud y bienestar.

Corine Pelluchon destaca que se ha demostrado la evidencia de la falta de necesidad del consumo de animales para nuestra supervivencia, y centra su atención en la investigación con ellos y en la poca eficiencia de los resultados de experimentación en animales para tratar enfermedades humanas, cuando, además, los métodos empleados pueden sustituirse actualmente por alternativas fiables que no conlleven sufrimiento.

El problema principal que plantea en esta primera parte es la dificultad de enfrentarse a un sistema económico basado en la obtención del máximo beneficio, como es el capitalismo, y la solución expuesta pasa por el nihilismo, una superación del mismo, y en adentrarnos en la era de lo viviente, en que la principal característica no es la libertad, sino «la corporeidad, nuestra vulnerabilidad, capacidad de ser engendrados, la necesidad de aire, agua, comida y espacio que señala el carácter siempre relacional del sujeto» (p. 54). Serán estas particularidades las que permitan introducir al resto de seres vivos en la dimensión ética y en la justicia, uniendo así antropología y política.

En el segundo capítulo del libro, la autora trata de responder a la pregunta de cómo se politiza la cuestión animal y cómo podemos introducir a los animales en la justicia. Hay que destacar que Corine Pelluchon defiende la idea de que los animales son sujetos políticos, pero no ciudadanos. Esto es así porque carecen del sentimiento de pertenencia a un Estado o comunidad política. Esta capacidad es otorgada únicamente a los seres humanos independientemente de sus capacidades cognitivas. No obstante, los animales sí poseen intereses individuales que son capaces de comunicar, y es precisamente este hecho, llamado «agentividad», lo que los humanos hemos de tener en cuenta a la hora de pautar una coexistencia equitativa con el resto de animales y conseguir que los derechos escritos sobre papel o las libertades formales den lugar a libertades reales. Se da una importancia vital a esta distinción entre ambos tipos de libertad, original de Karl Marx y retomada por Amartya Sen, y también se destaca que la manera en que la justicia se aplica a los animales tiene su modelo en la «agentividad dependiente» (p. 63).

Llegados a este punto del libro, se realiza una distinción entre plantas y animales, pues si bien aquellas merecen respeto por la posibilidad de sufrir perjuicios, únicamente los seres sintientes los experimentan de manera subjetiva, en primera persona; afirma la autora que «para aquellas habrá que hablar de respeto, pero la vulneración de los intereses de los animales y los humanos plantea un problema de justicia y los convierte en titulares de derechos. La sintiencia no se reduce a la capacidad de sufrir del individuo; incluye el deseo de vivir y desarrollarse, el miedo a la muerte y la resistencia a las condiciones que se imponen; también incluye la expresión de placer y de su voluntad de cooperar y de estrechar lazos» (p. 64). Aun así, se expresa que la consistencia de la  identidad personal vinculada a un colectivo es propia de la especie humana, y que de ahí derivan la dimensión política y la responsabilidad que nos es propia hacia el resto de los seres vivos.

La autora destaca que se ha demostrado la evidencia de la falta de necesidad del consumo de animales para nuestra supervivencia, y centra su atención en la investigación con ellos y en la poca eficiencia de los resultados de experimentación en animales para tratar enfermedades humanas

Es por esta razón por la que hay que preguntarse cuáles son las características que demanda una teoría política de los derechos de los animales y cómo ha de ser el Estado que se comprometa con ellas. En primer lugar, hay que organizar la coexistencia entre humanos y animales no humanos para que los intereses de estos últimos se incluyan en la concepción del bien común, y para que nuestra relación con el resto de los seres sintientes con los que compartimos la Tierra no nos beneficie solo a nosotros. Esto únicamente puede conseguirse con una teoría política. El punto de partida para desarrollarla es la agentividad de los animales: «los humanos formulan en términos jurídicos lo que los animales tienen derecho a esperar de ellos» (p. 70).

En segundo lugar, hay que apoyarse en los tres niveles de lucha política si queremos conseguir lo anterior. El primero es normativo, y atiende a los fundamentos éticos y filosóficos de la sociedad. El segundo nivel es representativo, y consiste en completar la democracia representativa introduciendo a representantes de la cuestión animal que ocuparían puestos junto a diputados y senadores para que realizaran una revisión o rechazo de aquellas leyes que excluyen a los animales del bien común. Estas personas podrían ser etólogos, investigadores y/o personas cualificadas, con la misión de plantear alternativas a la experimentación con animales y a la alimentación con carne. Por último, el tercer nivel es el del espacio público, en el que un movimiento cultural y filosófico sería fundamental para formar a la opinión pública sobre la importancia de incluir a los animales en la consideración moral, formar e informar acerca del movimiento del animalismo y su principal cometido: el fin de la explotación animal.

En el tercer y último capítulo del libro, Corine Pelluchon pone sobre la mesa propuestas concretas de actuación para suprimir a corto plazo el sufrimiento innecesario de los animales que podrían contar con el apoyo mayoritario de los ciudadanos. Estas son el fin de la cautividad de los animales salvajes en circos, parques y zoológicos, la prohibición de las corridas de toros, así como de los espectáculos de lucha con animales, el fin de la caza de montería y la prohibición del uso de pieles y del foie-gras. En esta sección también se propone el fin de la ganadería, la innovación en la cocina y en la industria de la moda y un aumento en la protección animal.

Para poder realizar esta tarea es condición necesaria introducir la cuestión animal en la educación y que el animalismo forme parte activa de la cultura. «Es esencial que, desde edades muy tempranas, en las guarderías, los colegios y los institutos, los niños y adolescentes descubran la riqueza de las vidas animales y desarrollen una sensibilidad que les dicte el respeto a los otros seres vivos y la compasión. La ética animal y la etología deben ser asignaturas de la enseñanza secundaria y universitaria» (p. 123). La lectura de Manifiesto animalista es verdaderamente enriquecedora, amena, y puede ser una aproximación hacia una primera toma de contacto con el animalismo y la importancia del abordaje del mismo. Corine Pelluchon nos pone en alerta acerca del sufrimiento que estamos provocando día a día a los animales, exponiendo situaciones realmente duras, pero reales, de las cuales somos responsables y que solo podemos frenar educándonos y no dando la espalda a las víctimas del antropocentrismo.

La causa animal, en palabras de la autora, nos pertenece a todos, y si conseguimos hacer justicia con los animales, también nos salvamos a nosotros mismos y a nuestro futuro. El rasgo fundamental que nos separa de la empatía hacia los animales, y, sobre todo, hacia aquellos que no consideramos «de compañía» es la actitud de quien pone la mirada en ellos, y este libro es una herramienta útil para combatir el especismo causante de las injusticias que padecen los animales no humanos.

F+ Heidegger y los alemanes

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Los Cuadernos negros de Heidegger arrancan con la pregunta: ¿quiénes somos nosotros, los alemanes? La cuestión de la alemanidad es un tema recurrente en seminarios, discursos políticos y alocuciones públicas de mediados de los años treinta. En este sentido, el presente trabajo aborda los siguientes cuatro asuntos: 1) ¿Cuál es el destino del pueblo alemán? Se responderá a esta pregunta analizando la manera en que Heidegger asimila la noción hölderliniana de la Alemania secreta. 2) ¿Cuáles son los elementos básicos que constituyen la alemanidad? Aquí se establecerá que el espíritu germánico se define primordialmente por un acto de resolución más que por criterios biológicos. 3) ¿Cómo se entiende el espacio político alemán? Se indicará que el arraigo y la permanencia en la tierra natal constituyen el principal criterio de pertenencia. 4) ¿Qué papel juegan los otros, aquellos que no son alemanes, como, por ejemplo, los americanos, los británicos, los rusos y, en particular, los judíos? Se concluirá con algunas observaciones sobre la concepción que Heidegger tiene de la esencia de «el judío» como el otro metafísico y una breve consideración sobre la problemática del antisemitismo.

Por Jesús Adrián Escudero, Universidad Autónoma de Barcelona

Ser y tiempo, de Martin Heidegger (Trotta).

La reciente publicación de los primeros volúmenes de los Cuadernos negros y de la correspondencia entre Martin Heidegger y su hermano Fritz ha vuelto a encender la llama de la disputa nacionalsocialista y, sobre todo, ha destapado la espinosa cuestión del antisemitismo. La base documental es abrumadora: desde el Discurso del rectorado y las numerosas alocuciones públicas pronunciadas como rector de la Universidad de Friburgo hasta sus lecciones sobre la filosofía del derecho de Hegel y el controvertido seminario de 1933/34 Sobre la esencia y el concepto de naturaleza, historia y Estado, por citar algunos ejemplos. En muchos de esos textos se esbozan los contornos de una filosofía política que simpatiza con la figura de Hitler y apoya el expansionismo alemán. Pero dejando a un lado las acusaciones de antisemitismo y el subsiguiente problema de cómo abordar hoy en día el legado filosófico heideggeriano, aquí quisiera centrar mi atención en una cuestión que se plantea desde las primeras páginas de los Cuadernos negros, a saber, ¿quiénes somos nosotros? ¿Cómo se llega a ser sí mismo? La cuestión de la mismidad (Selbstheit) permea buena parte de la obra heideggeriana. Ser y tiempo describe los modos de ser impropios y propios a través de los cuales una persona realiza su identidad y logra ser sí mismo. Tarde o temprano todo individuo tiene que hacer frente a la pregunta: ¿quién soy y quién quiero llegar a ser? Los escritos políticos de los años treinta desplazan su interés hacia el destino colectivo del pueblo alemán. Uno de los hilos conductores de los mencionados Cuadernos negros es el de: ¿quiénes somos nosotros, los alemanes? Incluso en los escritos tardíos de los años cincuenta nos encontramos con el mismo asunto de fondo. En Construir Habitar Pensar, por ejemplo, se aborda la cuestión de cómo combatir el desarraigo y habitar propiamente en una era dominada por la técnica y los medios de comunicación. Uno de los conceptos fundamentales y no siempre visibles en el pensamiento heideggeriano es el de «ser sí mismo» (Selbst sein) en sus diferentes modalidades de ser yo mismo, ser tú mismo, ser nosotros mismos o ser uno mismo. En esta constelación de mismidades impropias o propias, privadas o colectivas, el sí mismo adquiere una peculiar prioridad ontológica.

¿Quién soy? ¿Sabemos quiénes somos? ¿Qué significa ser alemán? Este tipo de preguntas empieza a plantearse tímidamen­te por primera vez en las lecciones de 1929/30 Los conceptos fundamentales de la metafísica y gana protagonismo a principio de los años treinta en el marco de un cre­ciente interés por la cuestión de la identidad colectiva de los alemanes. El Discurso del rectorado de 1933 habla del destino de la comunidad académica alemana. Pero inme­diatamente la comunidad de profesores y estudiantes queda absorbida por la comuni­dad histórica más amplia de la nación ale­mana. La mismidad y la identidad del pueblo alemán se definen en términos de misión, historia, lenguaje, tradición, destino. Finalmente, en los cursos de 1935 sobre Hölderlin, el pueblo conquista su destino por medio de la invocación patriótica de palabras como tierra natal (Heimatland), patria (Vaterland), tierra (Erde), sangre (Blut) y suelo (Boden). Resulta obvio que durante la década de los años treinta el pensamiento de Heidegger experimenta una profunda transformación que pone el énfasis en el destino colectivo del pueblo alemán en co­nexión directa con el auge del nacionalsocialismo. Sin duda, el triunfo del nacio­nalsocialismo parece que brindó —al menos por un tiempo— la ocasión propicia (kairós) para responder a la cuestión de quién somos nosotros.

A la luz de este contexto, se abordan los siguientes cuatro asuntos: 1) ¿Cuál es el destino del pueblo alemán? Se responderá a esta pregunta analizando la manera en que Heidegger asimila la noción hölderliniana de la Alemania secreta. 2) ¿Cuáles son los elementos básicos que constituyen la alema­nidad? Aquí se establecerá que el carácter germánico se define primordialmente en términos espirituales más que por criterios biológicos y raciales. 3) ¿Cómo se entiende el espacio político alemán? Se señalará que el arraigo y la permanencia en la tierra natal constituyen el principal criterio de pertinencia al que recurre Heidegger para establecer quienes pertenecen al territorio alemán. 4) ¿Qué papel juegan los otros, aquellos que no son alemanes —como, por ejemplo, los americanos, los británicos, los rusos y, en particular, los judíos? Se conclui­rá con algunas observaciones sobre la con­cepción filosófica que Heidegger elabora sobre la categoría de «el judío» como el otro metafísico y una breve consideración sobre la problemática del antisemitismo.

1. El mito de la Alemania secreta

Heidegger piensa la identidad alemana en términos de permanencia en el suelo natal más que en criterios estrictamente económicos y territoriales. Con ello resalta una dimensión fundamental de la existencia alemana: su arraigo en la propia tierra (Bo­denständigkeit). La tierra natal (Heimatland) es el espacio que permite desplegar las po­sibilidades humanas de existencia. En la medida en que los seres humanos habitan la tierra se crean espacios cuyos límites no siempre coinciden con las fronteras territo­riales y geográficas de un país. Para comba­tir el desarraigo existencial, el malestar político, la inquietud social y la inestabilidad económica de la época de Weimar, Heidegger reivindica el retorno a las raíces profundas de Alemania y de la tradición filosófica. Esto explica, en parte, su interés por los poetas alemanes y los pensadores griegos y, en particular, su interés por el mito de la Alemania secreta.

La expresión «Alemania secreta» (geheimes Deutschland) procede del círculo de Stefan George, un grupo de intelectuales antimodernistas y conservadores que creen en una Alemania cuyos orígenes se remon­tan a la antigua Grecia y el Sacro Imperio Romano de Carlomagno. Norbert von Hellingrath y Max Kommerell, dos de los máximos representantes del círculo de Geor­ge, alimentan el sueño de un Estado plató­nico que solo existe escondido en las pala­bras de Hölderlin. Hölderlin es el poeta que entrevé la existencia de una Alemania que permanece silente, inaccesible y desconoci­da para la vasta mayoría de los alemanes. Todas las referencias a esa Alemania secre­ta remiten al suelo natal (Heimatboden) y al arraigo (Bodenständigkeit). Tierra natal y arraigo no se entienden en un sentido mate­rial y geográfico, sino en términos poéticos y lingüísticos. De acuerdo con Hölderlin, la esencia alemana descansa en su lengua. La tarea del poeta consiste en encontrar las palabras y los nombres que expresan el verdadero espíritu alemán. La lengua es el alma del pueblo, constituye su visión del mundo y da forma a su vida.

Esa Alemania secreta y espiritual es am­pliamente citada en La universidad alema­na, un discurso del mes de agosto de 1934 dirigido a estudiantes. Heidegger afirma que el despertar de este nuevo espíritu está lide­rado por tres poderes que emergieron con fuerza en el período entre 1770 y 1830: la poesía alemana (Klopstock, Herder, Goethe, Schiller y Hölderlin), la filosofía alemana (Kant, Fichte, Schleiermacher, Schelling y Hegel) y los políticos alemanes (Freiherr von Stein, Hardenberg, Humboldt, Gneise­nau y Clausewitz). Esos poetas, pensadores y hombres de Estado forjaron el nuevo mundo espiritual de los alemanes y estable­cieron las nuevas condiciones de libertad. Y aquí libertad se interpreta como entrega a la voluntad del Estado y compromiso con el destino del pueblo.

Durante la década de los años treinta, el pensamiento de Heidegger experimenta una profunda transformación que pone el énfasis en el destino colectivo del pueblo alemán en co­nexión directa con el auge del nacionalsocialismo

Asimismo, la promoción del espíritu ale­mán está estrechamente ligada a la necesidad de proporcionar a los alemanes una educación integral. La fundación de la Universidad de Berlín en 1810 representa la culminación de esa tarea. Heidegger suscribió y asumió la misma tarea cuando se convirtió en rector de la Universidad de Friburgo en 1933. Obvia­mente, adaptó su propio proyecto de reforma universitaria a los acontecimientos del mo­mento, lo que en la práctica significó com­prometerse con el nacionalsocialismo. Con ello intentó complementar la revolución po­lítica que ya estaba en marcha con una revolución más profunda encabezada por la afirmación de la universidad alemana. La verdadera tarea de la universidad alemana es la de ennoblecer y espiritualizar ese momen­to: «La historia de la universidad alemana es la historia del espíritu alemán. Y la historia del espíritu alemán es el destino del pueblo alemán». Para Heidegger, el pueblo alemán tiene que ser primero educado para poder realmente cumplir su destino histórico de una manera libre, propia y resuelta.

Ahora bien, ¿dónde se puede encontrar esa Alemania secreta? ¿En el espíritu del frente? ¿En la revuelta popular? ¿En el mundo del labriego? No. La Alemania se­creta todavía permanece un misterio. Una vez más, la tarea de la universidad es la de preparar al pueblo para la revelación de ese misterio y la aceptación de su destino. En última instancia, el destino histórico de Alemania en Europa y el resto del mundo depende en gran medida de las decisiones que emanan de poetas, pensadores y hom­bres de Estado.

2. La cuestión del pueblo alemán

El asunto del pueblo alemán juega un papel central en el pensamiento político de Heidegger —como en el caso del seminario de 1933/34 Sobre la esencia y el concepto de naturaleza, historia y Estado y las lec­ciones del semestre de verano de 1934 Lógica como pregunta por la esencia del lenguaje—. La cuestión filosófica de fondo que interesa a Heidegger durante la década de los treinta es, como se ha señalado con anterioridad, la de quién somos. Más con­cretamente: ¿quiénes somos nosotros, los alemanes? El volumen segundo de los Cua­dernos negros arranca precisamente con la preocupación por la esencia del pueblo alemán: «Ser alemán: la carga más pesada de la historia de Occidente a la que estamos lanzados y que tenemos que llevar sobre nuestros hombros». Una de las cosas que Heidegger quiere mostrar a sus estudiantes es que la ciencia no determina quién perte­nece a un pueblo. La ciencia puede ayudar a establecer las condiciones por las que al­guien pertenece a una comunidad, incluidos los criterios biológicos y raciales. Pero la verdadera pertenencia al pueblo depende de un acto de resolución por el que los indivi­duos se deciden por su pueblo y su Estado. No se puede dejar a los científicos la deci­sión sobre quién pertenece y quién no per­tenece al pueblo. Se trata de una decisión individual que cada uno tiene que tomar libremente por sí mismo.

Al cuestionar el criterio científico para explicar la constitución del pueblo, Heidegger también rechaza el argumento de la descendencia (Abstammung). La descen­dencia —como observa Bernasconi— no es un factor determinante: incluso si alguien reú­ne las condiciones formales para ser considerado miembro de un grupo, la pertenencia es en última instancia el resultado de una decisión (Entscheidung) y una resolución (Entschlossenheit). En este sentido, las lecciones sobre lógica muestran un claro rechazo de las tesis biológicas del programa nacionalsocialista. El pueblo (das Volk), esto es, el nosotros (das Wir), no se determina primariamente por compartir una forma de vida, tener la misma concepción del mundo o convivir en un mismo lugar geográfico, ni muchos menos por poseer los mismos rasgos raciales. El pueblo puede concebirse de muchas maneras, incluida una manera racial. Pero, sin duda, el pueblo tiene un sentido fundamentalmente espiritual, es un tipo de realidad que se desarrolla en el marco de una determinada comunidad histórica.

Heidegger se muestra muy escéptico con respecto al cosmopolitismo y liberalismo de la República de Weimar, a la que considera responsable del debilitamiento del Estado alemán. ¿Cómo revertir esta situación? ¿Cómo restaurar la comunidad frente al individualismo de la era contemporánea? El seminario propone una ingeniosa a la par que problemática interpretación de la noción aristotélica del ser humano entendido como un zoon politikon. Para Heidegger, zoon politikon significa que el ser humano tiene la posibilidad y la necesidad de realizar su destino individual y colectivo en el marco de la comunidad. En última instancia, el Estado alemán se funda en una decisión histórica de los alemanes que determinará su destino colectivo como pueblo. Sin embargo, no deja de sorprender que Heidegger rechace la teoría de la raza y la subsiguiente fundación biológica del Estado, mientras que al mismo tiempo intenta justificar el Estado antidemocrático de Hitler como continuación y culminación de la polis griega. A un atento lector de Aristóteles no le puede pasar desapercibido el hecho de que se eluda toda referencia a la idea de que los ciudadanos libres logran alcanzar el fin último de la felicidad por medio de la deliberación. El texto sustituye subterfugiamente la deliberación libre de los ciudadanos por una imprecisa autodeterminación del pueblo liderada por la voluntad del Führer. Esto significa que la formación de lo político como una posibilidad fundamental de la existencia humana ya no se puede dejar en manos de la resolución de un individuo particular, sino que precisa de una educación política capaz de «conducirnos a nuestro propio ser político». Esta invocación no es nada accidental ni mucho menos inocente en un momento histórico en el que se está fundando el Tercer Reich.

«La historia de la universidad alemana es la historia del espíritu alemán. Y la historia del espíritu alemán es el destino del pueblo alemán»

3. Ontología del espacio político

Heidegger tiene una visión muy particular de la historia del ser, en la que se establece una relación privilegiada entre los griegos y los alemanes, mejor dicho, entre los pensadores griegos y los poetas alemanes. Desde este punto de vista, la identidad alemana se configura lingüística, histórica, cultural y espiritualmente en torno a la noción de tierra natal. El espíritu alemán se constituye primariamente por el arraigo que los alemanes establecen con su tradición y su historia, con su comunidad y su espacio vital.

Ahora bien, ¿cómo debe entenderse ese espacio? La cuestión del espacio es un tema central en la obra de Heidegger. Para él, el espacio es un complejo de lugares al que pertenecen las cosas y los seres humanos. Cuando Heidegger habla de espacio piensa primariamente en un espacio entendido en términos existenciarios. No se trata de un espacio geométrico, físico, cuantitativo y homogéneo en el que simplemente medimos la distancia de objetos, sino de un espacio pragmático, público y significativo que remite al ámbito de acción en el que se desarrollan las actividades de la vida humana. Se trata, en definitiva, de un espacio vital de pertenencia que no coincide necesariamente con el espacio geográfico de las fronteras de un Estado.

¿Cómo se define entonces el espacio vital que ocupa un pueblo? ¿Qué criterios delimitan el territorio alemán? ¿Cuáles son los criterios de pertenencia a un pueblo? El espacio de un pueblo se define por dos criterios básicos: la tierra natal (Heimatland) y la interacción (Verkehr). La tierra natal que nos resulta inmediatamente familiar se caracteriza por el arraigo y la permanencia en la tierra (Bodenständigkeit), mientras que la interacción expresa el impulso de expansión. Así, se distingue entre el espacio de un pueblo (Heimat) y el espacio de su Estado (es decir, su territorio [Territorium] o ámbito de dominio [Herrschaftsgebiet]).

Esta interpretación del espacio de un pueblo tiene unas claras implicaciones políticas, que afectan principalmente a dos grupos: a los alemanes que viven fuera de las fronteras del imperio y a los llamados «semitas nómadas». Heidegger explica que los alemanes que residen fuera del territorio alemán padecen una suerte de vacío esencial: tienen sin duda raíces en la tierra alemana, pero en la medida en que no pertenecen al Estado alemán están «privados de su auténtico modo de ser».

En el caso de los nómadas, se sostiene que estos no están arraigados en una tierra natal, incluso se llega a afirmar que los nómadas han dejado detrás de sí desiertos y estepas allí donde encontraron tierra fértil y cultivable. Esto significa que el espacio vital (Lebensraum) de un pueblo determina su esencia, de alguna manera influye sobre su sentido de pertenencia. Se establece así un criterio de exclusión según el cual algunos grupos —como los semitas nómadas y los judíos— no encajan en el espacio vital de los alemanes. A la postre, esta vinculación entre espacio vital y espacio político también sirve de coartada ideológica para justificar la conquista de nuevos territorios y la expulsión de los nómadas, lo que en la práctica significa apoyar el expansionismo germánico y adoptar una postura de claro acento antisemita.

4. ¿Antisemitismo o antijudaísmo?

Cuando se discuten temas relacionados con el nacionalsocialismo y el antisemitismo no es fácil encontrar las palabras adecuadas para describir los eventos ocurridos durante el período nazi, en particular cuando se intenta comprender el Holocausto. La estrecha conexión que Heidegger mantuvo con el movimiento nacionalsocialista despierta la pregunta de si fue antisemita o de si se pueden detectar elementos antisemitas en su pensamiento. La respuesta no es sencilla dadas las implicaciones políticas y las ramificaciones morales que una pregunta de este tipo encierra. Quizá antes de responder a esta cuestión resulte útil saber qué se entiende por antisemitismo y, por ende, por antijudaísmo, para no caer presos de juicios apresurados. El antijudaísmo se asocia a una larga tradición de hostilidad contra los judíos como miembros de una comunidad religiosa que se remonta al siglo I, mientras que el antisemitismo tiende a identificarse con un movimiento político de discriminación de la raza judía. No resulta fácil establecer una distinción clara entre los dos fenómenos, pues el uno no puede ser comprendido sin el otro. Con todas las dificultades que encierra la diferenciación entre antijudaísmo y antisemitismo, y siendo conscientes del cuidado que uno tiene que mostrar cuando establece tal diferenciación, creemos que se puede diferenciar entre la existencia de prejuicios ideológicos contra los judíos condicionados por motivos religiosos y culturales, por una parte, y la justificación pseudocientífica de exterminar a toda la raza judía, por otra. Como observa Zaborowski, incluso si no queremos distinguir entre antijudaísmo y antisemitismo y optamos por el término genérico antisemitismo, sería necesario diferenciar entre diferentes tipos de antisemitismo —al menos uno de tipo cultural y religioso y otro de orden racial y biológico—.

Se establece así un criterio de exclusión según el cual algunos grupos —como los semitas nómadas y los judíos— no encajan en el espacio vital de los alemanes

En la evidencia documental disponible se detectan claras huellas de antijudaísmo cultural y espiritual —un tipo de antijudaísmo muy presente en la universidad y las esferas académicas—. No hay duda de que la relación de Heidegger con el judaísmo es muy problemática y ambigua. También es cierto que establece una clara distinción entre judíos y no judíos, pero que a tenor de las fuentes consultadas no se basa en criterios biológicos. Muchos de sus comentarios sobre los judíos se inscriben en una tradición antijudía alemana que va de Lutero, Kant y Hegel a Nietzsche, Yorck y Spengler, entre otros.

Asimismo, la vida y el pensamiento de Heidegger también deben considerarse desde la perspectiva de su propio programa filosófico. A nuestro juicio, la cuestión del pueblo judío no es tanto una justificación ontológica de la teoría racista enarbolada por el nacionalsocialismo como un intento de comprender el estatuto metafísico del judaísmo. Heidegger se encuentra con el problema de cómo integrar el judaísmo en su particular historia del ser. Los judíos se convierten en un obstáculo. No tienen historia, carecen de raíces, no viven en su tierra natal. En este contexto, Heidegger establece una relación altamente cuestionable entre metafísica y judaísmo. Una vez que se ha establecido esta complicidad, Heidegger intenta legitimarla de manera errónea a partir de prejuicios culturales como corroboraciones ónticas de su narrativa de la historia del ser. La «presunta» carencia de mundo (Weltlosigkeit), la ausencia de raíces (Wurzellosigkeit) y la falta de tierra natal (Heimatlosigkeit) parecen justificar esa complicidad.

Sin embargo, Heidegger comete al menos dos errores fundamentales. Por una parte, pretende justificar una serie de estereotipos culturales y, con ello, se aparta del camino de la filosofía para entregarse en brazos de una cosmovisión. Por otra, y a pesar de todos sus esfuerzos por distanciarse de la metafísica, cae víctima del esencialismo metafísico al hablar de «el judío». La forma en que define a «el judío» reproduce el esquema metafísico que él mismo critica una y otra vez. En el modelo de las dicotomías metafísicas, la «esencia» del judío se caracteriza como una abstracción que representa la parte negativa. Mientras que los alemanes son propios en cuanto están arraigados en su tierra natal, los judíos son apátridas, carecen de mundo, son extranjeros y, por consiguiente, son impropios. Los judíos se definen aquí en términos metafísicos y no raciales. Por ello, Heidegger no solo comete un error político, sino también un error filosófico.

En última instancia, la cuestión de la culpabilidad de Heidegger y su relación con el judaísmo es y seguirá siguiendo problemática por muchos años. Sin duda se trata de una relación que tiene claras implicaciones políticas y que genera legítimas preocupaciones éticas. Pero al mismo tiempo se trata de una relación que también hay que valorar desde la interpretación heideggeriana del destino metafísico de un mundo dominado por la ciencia y la técnica. El alejamiento heideggeriano del espíritu urbano de los judíos no es tanto resultado de un racismo biológico como consecuencia de su análisis de la metafísica de la subjetividad y el nihilismo. Desde su perspectiva, los judíos representan la racionalidad y el espíritu de calculabilidad característico de la época moderna. Puede que uno no esté de acuerdo con la crítica heideggeriana de la técnica, uno incluso puede criticar que su planteamiento es excesivamente unilateral y simplista. Indudablemente una de las debilidades más grandes del tratamiento heideggeriano de la cuestión judía es la ausencia de un proyecto ético (Habermas), la escasa sensibilidad hacia el otro (Levinas), el silencio ante el Holocausto (Marcuse). Heidegger, inspirado por el mito de la tierra natal y el liderazgo carismático de poetas, pensadores y hombres de Estado, parece olvidar que todo proyecto político necesita ser colectivo, expresar el mutuo acuerdo entre personas y, lo más importante, incluir al otro. La jerga de la autenticidad —sea esta individual o colectiva, impropia o propia— encierra el riesgo de la exclusion. Esta sea probablemente una de las lecciones que podamos aprender del error de Heidegger.

F+ ¿Economía o sociedad? Grandeza y límites de la teoría de Marx sobre el capitalismo

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El artículo pretende mostrar cómo Marx, en el desarrollo de su teoría de la sociedad, sigue la línea de una creciente delimitación de la noción de «sociedad civil» tal como la usa Hegel. Mientras que en los escritos tempranos de Marx este concepto se refiere solo a aquella parte de la sociedad civil que contiene el mercado capitalista y que es opuesta al estado y a la institución de cuestiones públicas, el mismo pasa a designar la totalidad de nuevas relaciones sociales tan pronto como Marx empieza a ocuparse de la economía política moderna. De aquí se sigue, como se muestra en un segundo paso, que Marx, debido a su cambio conceptual, pierde la habilidad de diferenciar entre la economía y otras esferas de la sociedad moderna. Todo lo que tiene una existencia propia no económica, sea la familia, el estado o la ley, pasa a ser entendido como un fenómeno social constituido y formado por el capital. En un tercer paso se muestra que el Marx de El capital siempre entra en dificultades cuando intenta demostrar el grado en el que las relaciones sociales están ya siempre configuradas por la expansión económica del «capital»; en ciertos casos, el análisis marxiano de la realidad histórica se resiste a esta estrategia de presentación, ya que termina expresando aspectos del mundo de la vida que debían quedar fuera según esta forma de presentación inmanente. Al final del artículo se defiende la tesis de que todos los fenómenos centrales de El capital de Marx poseen la doble dimensión de estar arraigados en la dimensión cualitativa del mundo de la vida y de representar parámetros cualitativos en el interior de la reproducción capitalista –y el mundo capitalista no puede ser adecuadamente explicado sin considerar ambas dos dimensiones.

Por Axel Honneth, Universidad de Columbia

Querer juzgar sobre la «grandeza y los límites» de la teoría de Marx acerca de la sociedad en el marco de un artículo, tal como sugiere el subtítulo de mi aportación, sin duda es un asunto imposible. Son tan multiformes las repercusiones teóricas de Marx, tan amplias las fuentes filosóficas que él elabora en su obra, y, en definitiva, tan diversas las intenciones unidas a su análisis del capitalismo, que todo eso no puede tratarse en un estudio relativamente breve. Por eso, a continuación me concentraré en una sola línea de sus escritos, para comprobar allí a manera de ejemplo cómo ha de enjuiciarse su teoría a la luz de nuestro saber actual. Lo que debe estar en el centro de mi estudio crítico es tan solo su aportación a la comprensión de la moderna sociedad capitalista; por tanto, en la medida de lo posible, no tomaré en consideración lo que Marx dijo sobre el curso de la historia en conjunto, sobre la función del hombre en el proceso histórico y sobre la importancia de los pensadores anteriores.

Consecuentemente, en cuanto pueda, trataré aquí tan solo los análisis que en su obra se encuentran acerca de la estructura fundamental y la dinámica del mundo capitalista. De todos modos, eso no es tarea fácil, pues a este respecto muchas cosas dependen de la respuesta a la pregunta de si Marx abandonó las premisas de su temprana obra filosófica cuando emprendió el esbozo de su análisis maduro del capitalismo, o bien se siguió guiando allí por sus iniciales suposiciones fundamentales. Comenzaré mis reflexiones tratando esta pregunta, que está al rojo vivo desde la interpretación de Marx que Louis Althusser propuso en los años sesenta; una vez que haya esclarecido si el análisis del capital que hace Marx se guía todavía o no por las intuiciones antropológicas de sus años tempranos, en pasos ulteriores abordaré luego la cuestión de la grandeza y los límites de su teoría ya desarrollada sobre la sociedad.

■  I

Sin duda, sería falso el intento de afirmar que ya el joven Marx, altamente comprometido en el plano político, pero muy inseguro todavía en lo referente a la filosofía, disponía de algo así como una teoría sistemática de la sociedad. Él se deja incentivar por los más diversos pensadores de su tiempo para ir al fondo del propio sentimiento de que hay algo fuera de quicio en las relaciones que se están formando en el mundo del capitalismo burgués; digamos que lo irritante para Marx en este orden social no son hechos particulares de tipo político, social o económico, sino que es más bien la manera general de convivencia social en la sociedad burguesa la que provoca su desconfianza crítica. En el intento de explorar las causas de estos estados «miserables» de la sociedad, el joven Marx, hasta el exilio en Bruselas (1845), está buscando constantemente soluciones persuasivas. En Berlín, donde se esfuerza con desgana por estudiar derecho, cae en la esfera de influencia de los jóvenes hegelianos, que se orientan a su vez por la filosofía crítica de Ludwig Feuerbach; con este círculo comparte Marx durante cierto tiempo la idea de que la raíz de todos los males sociales de la época presente está en la religión, pues el hombre, a través de ella, se ha alienado de sí mismo.

Según su argumentación, en las imágenes religiosas del mundo el hombre ha proyectado en un trascendente ser omnipotente todo lo que lo distingue peculiarmente en virtud de sus dotes y capacidades naturales, de modo que en su vida terrestre ya no puede disfrutar de estas propiedades positivas y, en lugar de eso, languidece en una mísera existencia. Pero esta fase de una crítica independiente de la religión no se mantiene durante largo tiempo en Marx, pues ya pronto la mera existencia de persuasiones religiosas no se le presenta como causa de la crisis actual, sino tan solo como su símbolo o síntoma. Ahora bien, a lo largo de toda su vida no renunciará a la idea de que en la vida social hay figuras semejantes a Dios, dotadas de poder trascendente, en las que el hombre proyecta sus fuerzas reales, invirtiendo y desconociendo los hechos reales, con lo cual estas fuerzas se le sustraen a la vez en su existencia fáctica. Pero la desvinculación de la crítica de la religión permite al joven estudiante abordar desde ese momento con mayor intensidad las condiciones económicas y sociales que comienzan a implantarse también en Alemania por el capitalismo industrial. Las primeras huellas de este giro hacia el análisis de la sociedad se encuentran ya en los aportes que en el año 1844 Marx publicó en edición única en Deutsch-Französische Jahrbücher, de los que él fue coeditor.

Reviste interés que el hilo conductor teórico de estas tentativas es, en primer lu­gar, la filosofía del derecho de Hegel, que a los ojos de los compañeros de armas entre los jóvenes hegelianos se consideraba el indicador más claro de las tendencias con­servadoras de los idealistas alemanes. Es cierto que Marx comparte decididamente estas reservas políticas, pero cree que el escrito de Hegel, contra la intención de su autor, puede tomarse como base de una crítica de las relaciones actuales en virtud de sus acertadas y fértiles distinciones fun­damentales. En concreto, considera empíri­camente acertado en las diferenciaciones de Hegel el que este haya separado la esfera de la «sociedad burguesa» o del mercado eco­nómico y la del «Estado», con el argumen­to de que allí los sujetos actúan en exclusiva como egoístas «hombres privados» y aquí, en cambio, como ciudadanos y ciudadanas orientados hacia el bien común; en cambio, Marx considera falso por completo el hecho de que Hegel tuviera por sacrosanta esta escisión de la sociedad, es más, la describie­ra como encarnación de la razón, pues en verdad se trata ahí de una separación irracional entre el hombre «empírico», indigen­te, y su naturaleza universal como un ser social, como un «zoon politikón», tal como dirá más tarde con Aristóteles en la «Intro­ducción» a las «Bases de la economía política».

Luego Marx, en su artículo «Sobre la cuestión judía», sigue desarrollando en forma de una crítica del derecho este motivo de una desdichada escisión del hombre, que en la sociedad actual, determinada por la diferenciación de mercado y Estado, solo puede vivir bien como «burgués», bien como «ciudadano», nunca como las dos cosas a la vez, a saber, como un ciudadano que traba­ja para la comunidad social. Su ocupación con los «derechos del hombre», proclama­dos por la Revolución francesa, que él quiere distinguir claramente de los «dere­chos del ciudadano» como derechos del ciudadano del Estado, asume en este lugar rasgos tan decisivos y amplios, que por un momento parece como si quisiera en el fu­turo llevar a cabo su análisis del capital bajo la modalidad de una crítica de la forma del derecho. Según Marx, es común a todos los «llamados derechos del hombre» que ellos protegen al individuo tan solo en las propie­dades o capacidades que le corresponden como «miembro de la sociedad burguesa». Bien esté en cuestión la libertad individual, la propiedad personal, la seguridad o, inclu­so, la «igualdad», que ha de asegurarse mediante estos derechos, en cada caso se trata tan solo de posibilitar la «separación» social, de las reivindicaciones «del individuo limitado, limitado a sí mismo». En otro lugar dice Marx con brevedad que los dere­chos del hombre conocen a este tan solo «como mónada aislada, referida a sí misma».

Marx considera empíri­camente acertado en las diferenciaciones de Hegel el que este haya separado la esfera de la «sociedad burguesa» o del mercado eco­nómico y la del «Estado», con el argumen­to de que allí los sujetos actúan en exclusiva como egoístas «hombres privados» y aquí, en cambio, como ciudadanos y ciudadanas orientados hacia el bien común

Y luego, el derecho mismo, por lo menos en cuanto asume la abstracta forma liberal de los derechos fundamentales, aparece como un factor decisivo del aislamiento social. El derecho todavía no es para Marx una mera «superestructura», una mera en­voltura legitimadora de la explotación eco­nómica; es más bien un factor autónomo en el proceso de las profundas transformacio­nes que se realizan en el hombre con la formación de la nueva sociedad, determina­da por el mercado. Y Marx acentúa, además, este factor autónomo del derecho por cuan­to, en otro lugar de su texto, dice cosas claramente positivas sobre los «derechos políticos», o sea, sobre los «derechos del ciudadano del Estado», que él había distin­guido de los derechos fundamentales del hombre. Tales derechos, que no correspon­den al «burgués» sino al «ciudadano», desde su punto de vista no aíslan al hombre, no lo forman como una persona privada, aislada y egoísta, sino que posibilitan pre­cisamente su participación en la «vida ge­neral», pues, según sus palabras, «solo pueden ejercitarse en comunidad con otros». Esta escisión frente al derecho, que aquí aparece con una calificación negativa y otra positiva, y que además parece poseer una gran fuerza transformadora de la socie­dad, ya nunca se perderá por completo en la obra de Marx. También en su análisis madu­ro del capitalismo, tal como veremos, toda­vía no tiene claro por completo qué función ha de atribuir al derecho en medio del pro­ceso económico determinado por la coac­ción a la acumulación capitalista.

Marx, en su escrito «Sobre la cuestión judía», no ha ido todavía tan lejos que pue­da conocer este rasgo fundamental de la economía capitalista; ni se habla aquí toda­vía de la «mercancía» como principio cen­tral de organización del nuevo orden de la sociedad, ni se resalta el conflicto de inte­reses entre «capital» y «trabajo». Sin em­bargo, en lugar de esto, Marx, para profun­dizar históricamente en su crítica del derecho, ofrece una exposición de la forma­ción histórica del mercado «libre», en mu­chos aspectos muestra una semejanza sor­prendente con análisis posteriores de Karl Polanyi. El punto de partida de esta digre­sión sumamente interesante es la tesis de que, en la «antigua sociedad» del feudalis­mo, la «vida burguesa» del trabajo y de la sustentación «bajo la forma del señor feudal, del estamento y de la corporación» era to­davía parte de la «vida estatal», con lo cual mantuvo la condición de ser un «asunto público».

El precio que «en general» el «pueblo» tuvo que pagar por este marco de sus actividades económicas, continúa Marx con razón, era muy alto; consistía en la ex­clusión de toda colaboración en la acción del Estado, pero, en todo caso, se podía estar seguro a largo plazo del nexo y de la utilidad comunes del propio trabajo. Este marco social de la economía, que sin duda es para Marx una nota central del orden social del feudalismo, se pierde desde su punto de vista en el instante en que, con la «revolución política», el pueblo recibe el derecho de contribuir a la configuración del poder del gobierno; pues, con la destrucción de todos los «estamentos, corporaciones, gremios y privilegios» que ahora comienza, la «sociedad burguesa» pierde de pronto su carácter político y es considerada cada vez más una egoísta esfera privada de la acción económica en exclusiva. Por tanto, lo que sucedió para el Marx de «La cuestión judía» en la transición del feudalismo a la «nueva sociedad» fue una inversión dramática de la posición de lo que en la percepción de los miembros de la sociedad puede tenerse por un «asunto público». Mientras que antes la economía o la «vida burguesa», tal como leemos en el texto, se entendía como un asunto común, ahora es la acción estatal la única que se entiende como interés público. Y con ello la actividad económica del indi­viduo, flanqueada y fomentada por la insti­tucionalización de los derechos liberales de libertad, pierde toda referencia a la comuni­dad; y Marx ve ahí toda la miseria de la formación de la sociedad que se está gestan­do.

Según Marx, es común a todos los «llamados derechos del hombre» que ellos protegen al individuo tan solo en las propie­dades o capacidades que le corresponden como «miembro de la sociedad burguesa»

En cualquier caso, Marx emprende este análisis de la historia de la economía, aun­que, como hemos dicho, sin usar una sola vez categorías del mercado, del intercambio de productos ni del capital; todavía se mue­ve por completo en el marco conceptual de la filosofía hegeliana del derecho, con su distinción entre «sociedad burguesa» y «Estado», aunque censura a este por aprobar la escisión así dada del hombre entre una privada persona egoísta y una persona pú­blica, y por desconocer completamente su problemática antropológica. Sin duda, Marx topó con la necesidad de basar más intensamente sus puntos de vista sobre la independencia de la economía frente a todas sus referencias a la comunidad, por primera vez cuando algunos amigos, entre ellos so­bre todo Friedrich Engels, le mostraron la importancia de la economía nacional para la comprensión de la situación actual; solo desde ese momento comienza, al principio en París y luego en Bruselas, a estudiar in­tensamente los escritos de Jean-Baptiste Say, Adam Smith y David Ricardo, para explorar con mayor precisión los mecanis­mos de aquella esfera económica a los que hasta ahora se había llamado con Hegel «sociedad burguesa».

El primer resultado de estos estudios son los llamados «Manuscri­tos económico-filosóficos», que constituyen un conglomerado de anotaciones y resúme­nes en los que Marx intenta sistematizar los frutos sacados de las impresiones de sus lecturas. Aquí vuelve el motivo de la críti­ca de la religión, con referencia explícita a Feuerbach, bajo una forma cambiada, motivo que antes había dejado de lado. Marx expone en qué medida los trabajadores, en la producción de bienes que han de valori­zarse en el mercado, crean un «mundo» frente al cual tienen que sentirse extraños y sometidos, porque no les pertenecen las cosas producidas, es más, porque ni siquie­ra pueden controlar su curso ulterior: «Cuan­to más despliega su acción el trabajador, tanto más poderoso se hace el mundo extra­ño de los objetos, que aquel crea frente a él, tanto más pobre se hace él mismo, con su mundo interior, tanto menos le pertenece como propio. Lo mismo sucede en la reli­gión. Cuantas más cosas pone el hombre en Dios, tanto menos se retiene a sí mismo. El trabajador pone su vida en el objeto, y aho­ra ya no le pertenece a él, sino al objeto». Sin entrar aquí más de cerca en los detalles del diagnóstico de la alienación desarrollado por Marx, podemos decir de momento que la «miseria» de la nueva forma de economía es criticada ahora con una figura de pensa­miento que es distinta de la manejada en los artículos anteriores, donde se orientaba por Hegel. Si antes era el hecho de la escisión del hombre el entendido como perdición de la sociedad moderna, ahora es la autoalie­nación humana la que se presenta como consecuencia fatal ya no de todo el orden social, sino solamente del mercado capita­lista.

Marx ha estrechado de manera notable el punto de vista de su teoría, aunque sin decirlo de modo explícito. Ya no toma en consideración la ensambladura total de la sociedad, con la separación de Estado pú­blico, egoísta economía privada y, entre ambas esferas, el derecho de alguna manera mediador, sino ya solamente las relaciones de producción. En el fondo de este cambio de perspectiva tiene que estar la tesis, ma­durada entre tanto, de que solo las relaciones económicas, a saber, la disposición privada de capital y la concomitante «degradación» del trabajador, determinan el destino del hombre moderno; y, a partir de ahora, en consecuencia Marx analizará también la «nueva» sociedad casi exclusivamente toda­vía bajo el punto de vista de cómo las rela­ciones económicas cambian la relación de los sujetos con los otros hombres, con su entorno social y consigo mismos de tal manera que ese cambio es inconciliable con nuestra naturaleza originaria. A este respec­to, de partida él no tiene pretensiones de ofrecer una explicación en sentido estricto, no quiere exponer en el plano de una teoría de la sociedad por qué las relaciones son como son, y cómo se desarrollarán en el futuro. De momento, en la economía nacio­nal y en la forma dada de economía, le in­teresa sobre todo que ambas, la primera en un reflejo teórico de la segunda, invierten las relaciones humanas reales, en cuanto tratan el trabajo vivo como una mera «cosa» y, en cambio, consideran los objetos produ­cidos sujetos vivos, con lo cual, como lee­mos en otro pasaje, parece que la materia muerta domina sobre los hombres».

«Cuan­to más despliega su acción el trabajador, tanto más poderoso se hace el mundo extra­ño de los objetos, que aquel crea frente a él, tanto más pobre se hace él mismo, con su mundo interior, tanto menos le pertenece como propio. […] El trabajador pone su vida en el objeto, y aho­ra ya no le pertenece a él, sino al objeto» Marx

Pero esta reserva de Marx, en lo que se refiere a la explicación de las nuevas rela­ciones de producción y su desarrollo ulterior, desaparecerá radicalmente en el curso del próximo decenio. Si hacemos un salto tem­poral, o sea, si dejamos de lado pasos tan importantes como la Ideología alemana o El manifiesto comunista y tomamos en consideración los llamados «Esbozos», el esquema tosco del posterior El capital, escrito en 1856-1858, vemos que allí las intenciones teóricas de Marx han variado de manera notable. En efecto, él quiere conse­guir ahora ambas cosas de manera conjunta, de un lado, explicar económicamente el desarrollo y el futuro del capitalismo, y, de otro lado, desenmascarar a la vez esta forma «burguesa» de economía como una relación de inversión social. Pero, tal como espero mostrar en el próximo paso, de ahí resultan faltas de claridad en relación con lo que él querría entender propiamente como el ob­jeto de su crítica de la economía política. ¿Es tan solo la formación y el desarrollo de una forma especial de economía, a saber, la capitalista, es el conjunto del sistema de sociedad acuñado por esta forma de econo­mía, o es incluso una cultura social o una forma de vida lo que ha de entenderse de cara a su formación y los preparativos del hombre como enteramente nuevo y singular?

II

Si tomamos los «Esbozos», llama la atención inmediatamente que Marx parece tener poca intención de renunciar en el plano teórico al motivo de la «inversión social» en el terreno de la crítica de la reli­gión; en ninguno de sus textos más maduros se muestra con mayor claridad que allí cuán erróneo es hablar de una «ruptura epistemo­lógica» o de una «cesura» en la evolución de Marx, de una ruptura que en el curso de la segunda mitad de los años cuarenta le habría movido a renunciar a su programa originario de una crítica basada antropoló­gicamente y sustituirla por un estricto pro­yecto científico. Es cierto que, en estos esbozos previos del Capital, el autor de hecho ha elevado considerablemente la pretensión explicativa de su crítica de la economía política, ahora ya no investiga solo el contenido ideológico de la economía nacional dominante, sino que a la vez inten­ta determinar las fuerzas sociales que han producido el nuevo sistema burgués de economía y seguirán cambiándolo todavía en el futuro.

Pero esta intención explicativa de sus toscos esbozos es provista adicional y explícitamente de la tarea diagnóstica de mostrar en la forma «moderna» de la acti­vidad económica que ella constituye en conjunto una relación de alienación social; puesto que, según la persuasión de Marx, los condiciones hoy dominantes de produc­ción tienen que presentarse con necesidad a los sujetos participantes como procesos vivos, sustraídos a su disposición, estos sujetos se experimentan a sí mismos frente a tales procesos como meramente pasivos, como despojados de su propio carácter vivo y, en consecuencia, privados de toda subje­tividad humana. A continuación quiero es­clarecer con brevedad los dos estratos argu­mentativos de los «Esbozos», el explicativo y el diagnóstico, para poner en claro de esta manera en qué medida comienzan a desdi­bujarse aquí los límites del ámbito de obje­tos en el análisis de Marx.

La explicación político-económica del capitalismo que Marx ofrece en sus «Esbo­zos» se distingue de sus análisis posteriores en El capital por el manejo abierto de ma­terial empírico, por la inclusión más intensa de hallazgos históricos y por el intento de tener en cuenta también factores no econó­micos; se tiene la impresión de que el autor está buscando todavía una clave adecuada para la exposición compacta de las relacio­nes de producción capitalista. Es cierto que aquí también se encuentra ya el fatigoso intento de seguir el prototipo de la «lógica» de Hegel, en el que el «capital» es entendi­do según el modelo de un concepto, cuyo desarrollo interno hay que exponer; pero este propósito sistemático no se persigue ni de lejos con el rigor lógico que será tan característico de la investigación publicada más tarde y que hasta hoy sitúa toda inter­pretación de esta obra ante enormes desa­fíos. En los «Esbozos» Marx desarrolla la formación de la nueva modalidad de econo­mía moderna, que él designa como «burgue­sa», bajo el hilo conductor de una progresi­va separación en la historia entre el trabajador y las condiciones «naturales» y sociales de su propia actividad: al principio, en las formas de producción, que se basaban en gran medida en la agricultura de las co­munidades de Asia, de la antigüedad clásica o de Alemania, cada productor particular disponía en manera obvia de una pequeña parte de la propiedad común del campo, para cultivar allí lo que se requería para la manu­tención de la familia y la reproducción del grupo. Por tanto, la acción económica no estaba dirigida todavía al fin de la creación de «plusvalía», sino que «su fin era la con­servación del propietario particular y de su familia, así como del conjunto de la comunidad».

Bajo tales condiciones, dice Marx con una bonita fórmula, el «individuo» no puede aparecer «con aquel rasgo puntual con que aparecerá como trabajador libre»; pues el sujeto activo todavía puede entender como «parte» de su propia subjetividad lo que se requiere en concepto de presupuesto para su trabajo, o sea, la tierra y los instrumentos necesarios para su cultivo, con lo cual el mundo que lo rodea se convierte en «laboratorio» de ex­perimentación de las «fuerzas esenciales» de su naturaleza. Pero, desde la perspecti­va de Marx, ya pronto el incremento de las fuerzas de producción y el crecimiento de la población ponen fin a este primer nivel de la propiedad y de las relaciones de pro­ducción; se hacen indispensables ahora el intercambio económico y el comercio, al principio solo en los márgenes, pero luego también en el interior de la esfera común, que está en vías de expansión.

Con ello comienza para Marx un segundo nivel en el desarrollo de la relación del trabajador con las condiciones de su actividad: bajo la presión del intercambio equivalente, que en definitiva conducirá a institucionalizar el dinero, se disuelven las antiguas relaciones de la propiedad del suelo, surgen nuevas formas de propiedad privada y el dinero toma poco a poco la forma «industrial y urbana», o sea, con mayor intensidad cada vez se pasa de la producción agrícola a la generación de bienes en los talleres manu­facturados. De todos modos, también bajo estas condiciones el trabajador particular, tal como expone Marx, mantiene el poder de disposición sobre sus «condiciones de producción»; ciertamente, a diferencia del estadio anterior, ya no posee una parte de la propiedad común del suelo, pero en «los gremios y corporaciones» que pronto se desarrollan él sigue siendo «propietario» de los instrumentos necesarios para su activi­dad, de modo que no puede hablarse de un desacoplamiento entre su existencia y los presupuestos de su actividad.

En los «Esbozos» Marx desarrolla la formación de la nueva modalidad de econo­mía moderna, que él designa como «burgue­sa», bajo el hilo conductor de una progresi­va separación en la historia entre el trabajador y las condiciones «naturales» y sociales de su propia actividad

En qué medida este esbozo de la evolu­ción histórica en Marx es todavía esquemá­tico y tentativo se muestra sobre todo en las dificultades que se le presentan en la orde­nación histórica de la «esclavitud y de la servidumbre». Por una parte, no quiere va­lorar todavía estas formas feudales de pro­ducción como estadios en los que los traba­jadores aparecen ya como separados por completo de las condiciones de la realiza­ción de su trabajo, pues semejante desaco­plamiento definitivo habrá de realizarse, según su opinión, en la forma de economía «burguesa», de la que hablará muy pronto; pero, por otra parte, él ve de manera obvia que ni el esclavo ni el siervo conservan el control sobre sus propias condiciones de trabajo, pues el señor feudal o el terratenien­te pueden dictarlas a su arbitrio. La manio­bra conceptual por la que Marx resuelve este problema interno de su modelo de transcur­so histórico consiste en entender la esclavi­tud y la servidumbre como «modificaciones negativas» del primer estadio de propiedad común, pues en tales condiciones ha tenido que ser siempre posible apropiarse con vio­lencia de la «voluntad ajena» para fines de la colonización, y considerar el trabajo forzado como condición «inorgánica» u «objetiva» de la producción de igual mane­ra que los frutos de los bienes raíces. Y así hemos de interpretar aquí a Marx en el sentido de que el trabajo de esclavos y sier­vos de gleba no constituyen relaciones es­peciales de producción, sino solamente «fenómenos de descomposición» de rela­ciones económicas más antiguas, que no cuestionan el esquema de una progresiva separación del trabajador respecto de sus condiciones de producción.

Sin duda, Marx emprende aquí tales ro­deos tan solo para poder afirmar a la postre que, por primera vez en la forma de econo­mía de la «sociedad burguesa», el trabajador ha sido separado de manera definitiva y completa de las condiciones de su actividad, y con ello se ha desinflado como un indivi­duo «pelado, carente de objetividad». De todos modos, antes de que pudiera surgir esta forma de producción distinta por com­pleto, tuvo que producirse en la segunda forma de sociedad, basada en el trabajo ar­tesanal y en las relaciones comerciales, una serie de evoluciones internas que Marx in­tenta enumerar en diversos pasajes de sus «Esbozos». Menciona en concreto las si­guientes: tuvo que producirse una gran ampliación del tráfico de mercancías media­do a través del dinero, de manera que, con la orientación por el puro valor de cambio de los bienes, pudieron independizarse tam­bién motivos de «enriquecimiento» y «ganancia»; se requería, además, que por el incremento y la intensificación del traba­jo agrícola, dirigidos por la ganancia, que­dara libre una gran masa de individuos de cualquier ocupación, que ahora, «carentes de toda propiedad, estaban abocados a la venta de su trabajo, a la mendicidad, al va­gabundaje y al robo como única fuente de ganancia».

Sin embargo, desde el punto de vista de Marx, ambos procesos no bastan para crear los presupuestos económicos bajo los cuales pudo surgir el nuevo régimen de producción y propiedad de la «sociedad burguesa»; para ello se requería, además, la «acumulación» de un «caudal de dinero» en manos de un estrato de comerciantes que ahora, con los medios que acababan de ad­quirir, estaban en condiciones de comprar tanto las «condiciones objetivas» de la producción como el trabajo «que había quedado libre», para hacer que en adelante ambos trabajaran para el fin del incremento del beneficio propio. Con ello, para Marx la hora del nacimiento de la nueva forma de economía del capitalismo coincide con el momento histórico en el que los sujetos trabajadores, por primera vez en la historia humana, quedaron separados completamen­te de la disposición sobre los presupuestos objetivos de su actividad. A estos sujetos, apartados como jornaleros «sin gremio», peones o mendigos en territorios cerrados de la ciudad y «empujados hacia el estrecho camino del mercado de trabajo por la ame­naza de la horca, la picota y el látigo», no les queda otra posibilidad de sobrevivencia que la de vender su fuerza de trabajo «al comerciante y al usurero» para un intercam­bio (desigual), perdiendo de esa manera el último control sobre las condiciones de su propia actividad. Con eso surgió la fortuna en las manos de aquellos que se apropian el «trabajo ajeno», «sin intercambio real», la fortuna que desde ahora Marx llamará «capital». Y en amplias partes de sus «Es­bozos» analizará cómo este «capital» se convierte en un «medio activo… de la so­ciedad moderna», «toma» el «dominio general» sobre ella y somete a su propio dictado «el mundo entero de los disfrutes, de los trabajos, etc.». Es, sobre todo, el concepto de «medio activo» el que en estas formulaciones delata en qué medida Marx ya aquí intenta trasladar las propiedades del «espíritu» hegeliano a las del «capital».

Pero, prescindiendo de este rasgo problemá­tico de los «Esbozos», cuyas consecuencias negativas aparecerán de lleno por primera vez en el libro terminado algunos años más tarde, allí está expresado con firmeza el pensamiento que a partir de ahora sin duda permanecerá como el mayor mérito de la teoría del capitalismo desarrollada por Marx. En su análisis de la historia de la economía resalta con impresionante clarivi­dencia que la diferencia entre la nueva forma de producción capitalista y todas las ante­riores formas de producción más antiguas se cifra en ya no tener que asegurar la sub­sistencia de todos los miembros de la socie­dad y estar instalada, en cambio, de cara a una constante y creciente creación de valor y a conseguir el máximo rendimiento eco­nómico. Lo que desde el punto de vista de Marx constituye lo peculiar en esta cambia­da forma de economía, lo que para él deter­mina su especial posición histórica es el imperativo, unido al nacimiento del «capi­tal» privado, de tener que buscar oportuni­dades siempre nuevas de explotación pro­ductiva de fortuna monetaria, para poder sobrevivir en la lucha de concurrencia con otras empresas económicas. Podría decirse que el afán de «enriquecimiento», del que le gusta hablar en los «Esbozos», es para Marx no un rasgo fundamental de tipo psí­quico-cultural de la forma de producción recientemente surgida, no algo que se deba ante todo a un cambio histórico de actitud o mentalidad, sino un dictado de la conducta que nace con la necesidad estructural pro­ducida por el capitalismo de conseguir el máximo rendimiento económico.

Para Marx la hora del nacimiento de la nueva forma de economía del capitalismo coincide con el momento histórico en el que los sujetos trabajadores, por primera vez en la historia humana, quedaron separados completamen­te de la disposición sobre los presupuestos objetivos de su actividad

Antes de que yo muestre cómo Marx en sus «Esbozos» intenta entrelazar este análi­sis histórico de la economía con el diagnós­tico de la alienación, hemos de resaltar al­gunos puntos más que dan a conocer ya los rasgos fundamentales de su teoría madura de la sociedad. En primer lugar, llama la atención en sus exposiciones que aquí él reemprende el motivo familiar de la «alie­nación» del hombre, pero con una signifi­cación dramáticamente cambiada. En la sociedad moderna el «escindido» o dividido ya no es el hombre, que tiene, por una parte, la condición de «burgués» y, por otra, la de «ciudadano», sino que, más bien, el sujeto que trabaja, como individuo puntual, despo­jado de objetividad, está separado de todos los presupuestos de la producción que ori­ginariamente le pertenecen. La escisión que Marx encuentra tan indignante en la nueva formación de la sociedad corre a través del trabajador y separa ya no solo dos roles sociales que ha de poder dominar el hombre, sin poderlos unir. Este cambio en la descrip­ción de lo que separa entre sí las actuales relaciones sociales resulta de una segunda modificación del análisis de la sociedad desarrollado en los «Esbozos».

La sociedad moderna ya no es definida con Hegel como una contextura diferenciada funcionalmen­te, en la que el mercado y el Estado existen el uno junto al otro en una unidad muy tensa, sino como una configuración que coincide con el mercado en conjunto, de manera que parece como si no hubiera nin­gún lugar más para otras esferas sociales o ámbitos funcionales. En ninguna otra cosa se expresa con mayor claridad este nuevo rasgo en el análisis de la sociedad hecho por Marx como en su forma de usar el concepto de «sociedad burguesa». Ciertamente, él conserva esta categoría hegeliana y la usa también en su sentido, o sea, como designa­ción del mundo del comercio mediado por el mercado entre aisladas personas privadas, pero ahora se refiere con ello al conjunto de todos los procesos y las interacciones socia­les en la sociedad moderna, sin contar ya con el contraste de una esfera púbica de la vida estatal. Por eso en las «Esbozos» ya no se habla nunca del citoyen como el ciuda­dano político, que en la «cuestión judía» seguía manteniendo una existencia en som­bras. En el lugar de la antigua pareja de opuestos, a saber, el ciudadano político y el económico, el «citoyen» y el «burgués», se ha introducido ahora el antagonismo entre capitalista y trabajador, lo cual indica con claridad en qué medida Marx está persuadi­do entre tanto de que el análisis de las rela­ciones del capital proporciona la clave para una teoría universal de la sociedad.

En estos lugares centrales de cambio de dirección no reviste gran interés que sea una premisa problemática, o necesitada de fun­damentación, el hecho de partir de una vinculación natural o esencial del sujeto que trabaja a los presupuestos necesarios para su actividad, sean estos el campo que ha de cultivarse, los instrumentos usados u otros utensilios irrenunciables de la acción res­pectiva. Sin duda, se debe a intuiciones profundas la suposición de que la realización de tales trabajos transcurre con tanto más facilidad cuanto mayor seguridad hay de la disposición libre de las condiciones necesa­rias para ello. Pero convertir eso en una determinación esencial del trabajo sin duda exige un esfuerzo argumentativo superior al que Marx parece desarrollar. No vamos a poner en duda aquí que él, en su esbozo histórico de formación del capitalismo, re­salta de manera muy unilateral el desarrollo de las fuerzas de producción, el crecimiento de la población y las transformaciones, forzadas por ambos factores, en las formas de propiedad y economía. Sin duda, Marx en los «Esbozos» menciona una y otra vez, con mayor insistencia que más tarde en El capital, las «guerras» como sucesos que intervienen, acentúa también la importancia de la «colonización», e incluso concede un valor extraordinario a los cambios en las actitudes y en las orientaciones morales, que fueron necesarios antes de que se pudiera llegar a la acumulación originaria de capi­tal. Y, por otra parte, no se presta la aten­ción que sin duda merecen a la formación de Estados y a los cambios en las relaciones jurídicas y las relaciones de parentesco, así como a las transformaciones rápidas en los medios de comunicación. Más bien, todas estas innovaciones o transformaciones se entienden como adaptaciones funcionales al desarrollo de las relaciones de producción, de modo que en conjunto se tiene la impre­sión de un esquema de explicación reducido económicamente.

Pero, frente a estas preguntas, sometidas a suficiente discusión en el pasado, quiero poner en el centro de los «Esbozos» un problema distinto por completo, que a mi juicio reviste una importancia especial en el actual estudio crítico de Marx. Hemos visto ya que él, desde sus escritos tempranos, usa el concepto hegeliano de «sociedad burgue­sa». Sin embargo, ahora le da en los «Esbo­zos» una significación esencialmente más amplia; esa expresión ya no se reduce a la esfera de un intercambio mediado por el mercado entre personas privadas, sino que significa la totalidad de las instituciones y los procesos estructuralmente relevantes en la nueva sociedad en vías de desarrollo. A este respecto, Marx, por supuesto, aprovecha el hecho de que Hegel había hablado de las relaciones del mercado como una «socie­dad» burguesa, sin acentuar explícitamente que con ello no quería designar todo el sistema institucional de una sociedad deli­mitada en el plano nacional, sino en ella tan solo aquella parte que ha de ser «social» en el sentido de que aquí los sujetos están me­diados en exclusiva por relaciones de dere­cho privado.

Cuando ahora Marx usa la expresión hegeliana para esta esfera parcial, pero intenta designar con ella el carácter de la nueva sociedad en su totalidad, oscurece voluntaria o involuntariamente por dónde habrían de transcurrir propiamente los lími­tes entre los procesos económicos y el resto de la vida social; más bien, sugiere tan solo, sin hacerlo explícito, sin definir la amplia­ción del concepto como tal, que el capital ha penetrado en todos los poros de la socie­dad moderna y la determina en cada uno de sus diversos sectores. De acuerdo con esto, en un pasaje de los «Esbozos» dice con toda claridad que el «capital constituye la ‘cons­trucción’ interior de la sociedad moderna». Con esta estrategia conceptual, Marx invitó a sus sucesores a usar la categoría del «ca­pitalismo», que él no utilizó nunca, con amplio margen de arbitrariedad; se pudo designar con ello a veces tan solo una deter­minada forma de economía acuñada por la coacción a la acumulación de capital, y otras veces también la sociedad moderna en su totalidad, con independencia de si todas sus esferas están sometidas de hecho al dictado del capital.

Tan pronto como pase a tratar con breve­dad el diagnóstico de la alienación en los «Esbozos», aparecerá con claridad que este matiz difuso del concepto en Marx es más complicado todavía. En efecto, la tesis se­gún la cual los sujetos que trabajan están escindidos en la nueva forma de economía, o sea, existen separados de la disposición sobre las condiciones de producción que propiamente les corresponden, constituye tan solo una parte de las patologías sociales, que Marx atribuye a la sociedad moderna; la otra parte de mayor importancia es para él la «alienación», bajo la cual, según su persuasión, sufren no solo los trabajadores, sino todos los miembros del nuevo orden de la sociedad. Según Marx, esa «alienación» en la economía capitalista se da porque aquí los sujetos, en virtud de la apariencia de que los productos objetivados del «trabajo vivo» poseen una autonomía frente a este, tienen que experimentarse a sí mismos como des­pojados de todo poder de acción, como pasivos y expuestos sin remedio a las rela­ciones objetivas. Lo que Marx tiene en mente a este respecto es, sin duda, algo así como el hecho de que los miembros de la sociedad en sus persuasiones cotidianas tienden a entender las mercancías y las instalaciones modernas como seres activos dotados de poder propio, frente a los cuales ellos son impotentes por completo y caren­tes de toda posibilidad de influir. Si susti­tuimos aquí lo que Marx llama «condiciones personificadas de producción» por la ex­presión «Dios», se pone de manifiesto in­mediatamente la resonancia de la religión de Feuerbach.

En los «Esbozos» dice con toda claridad que el «capital constituye la ‘cons­trucción’ interior de la sociedad moderna». Con esta estrategia conceptual, Marx invitó a sus sucesores a usar la categoría del «ca­pitalismo», que él no utilizó nunca, con amplio margen de arbitrariedad

De todos modos, en tales pasajes acerca de la «alienación», que abun­dan en los «Esbozos», se trata de decir algo no sobre la peculiaridad de la nueva forma de economía, ni tampoco sobre lo específi­co de la sociedad moderna, sino sobre el carácter de la forma de conciencia cotidiana de las ciudadanas y los ciudadanos coetá­neos; el objeto del análisis que lleva a cabo Marx cuando él habla del estado actual de la «alienación» es la cultura o la forma de vida de aquella sociedad nueva que a su juicio está acuñada económicamente por la coacción a la acumulación del capital. Pero con ello puso en marcha un proceso, pres­cindamos de si en forma voluntaria o invo­luntaria, en el que de pronto podía enten­derse por «capitalismo» un todo cultural, una forma de vida y pensamiento que se distingue manifiestamente de todas las for­mas de existencia anteriores del hombre. Y luego, con las investigaciones del joven Lukács sobre la «cosificación» y con la afirmación de un «nexo de ofuscación» por parte de Adorno, esta forma de hablar pron­to se convirtió en un lugar común teórico. Pero, según parece, con ello se produce una completa confusión teórica; en efecto, según el contexto, la preferencia personal o la intención política, con el concepto de «ca­pitalismo» puede entenderse una forma de economía impulsada por la búsqueda ince­sante de oportunidades de rendimiento provechoso, un sistema de sociedad domi­nado por eso en su totalidad, o una cultura acuñada por la «cosificación». Si ahora nos dirigimos a El capital, se pondrá de mani­fiesto que precisamente esta falta de preci­sión conceptual contribuirá a que Marx presente el capitalismo como un sistema cerrado, que sigue desarrollándose en «for­ma de espiral».

III

A primera vista, una de las grandes apor­taciones de los tres tomos sobre El capital está, sin duda, en ir constantemente mucho más allá de los límites de un mero análisis económico y examinar también el estado de la nueva sociedad en conjunto, así como su específica cultura o forma de vida. Sobre todo en el primer tomo de su escrito, publi­cado en 1867, Marx sabe entrelazar con extraordinaria habilidad la exposición del proceso de producción del capital con ob­servaciones sobre el destino de otras esferas y con formas típicas del pensamiento de su época, y esto de tal manera que puede darnos la impresión de tener ante nosotros el retra­to de una formación completa de la socie­dad. Marx se abrió la posibilidad de seme­jante perspectiva totalizadora a través de una decisión metódica, que sin duda llegó a madurar de manera definitiva por primera vez a finales de la década de 1850; entonces se debatía con la cuestión de cómo había de presentar en forma unitaria la cantidad de material reunido en los «Esbozos», y a la postre llegó a la solución de usar para ello el método de exposición del sistema hege­liano. Para su propio campo eso equivalía a identificar en el sistema económico del presente una fuerza semejante a un sujeto, la cual había de asumir aquella función del espíritu en Hegel que lo penetra todo; y para eso, según parece, no se le ofrecía ninguna otra magnitud que la de «capital», del que había hablado ya con frecuencia en los «Esbozos» como de un «medio activo» o un sujeto activo.

No reviste aquí gran interés la cuestión de cómo Marx procedió en par­ticular a trasladar el concepto hegeliano de «espíritu» al de «capital» en su obra princi­pal, la de si él quería contraminar crítica­mente el proceso unilineal del «capital» mediante una captación ocasional de los daños producidos en el mundo de la vida, o incluso quiso añadir otros modelos litera­rios de cara a la forma de exposición. Para el problema que quisiera tratar a continua­ción solo reviste interés el hecho de que Marx, con la orientación por el sistema he­geliano, elige una perspectiva que le permi­te atribuir a una magnitud puramente eco­nómica, para la que elige la fórmula técnica D-M-D’ (dinero-mercancía-dinero), la capacidad o fuerza de acuñar y configurar la sociedad existente en el ancho de banda de todas sus instituciones esenciales y sus costumbres de pensamiento. Acerca de esta estrategia metódica, que es el centro de ro­tación y el punto cardinal de la teoría de Marx sobre la sociedad, quisiera mostrar que en repetidas ocasiones topa con problemas, pues no logra someter por completo el ma­terial trabajado al esquema directivo de in­terpretación. Mi tesis es que los fenómenos expuestos se resisten en ciertos pasajes a ser entendidos tan solo como resultado de un proceso de constitución del capital como entidad autónoma, pues tienen estructuras o contenidos dotados de firme peculiaridad. Si esta suposición es acertada, habremos de decir en todo caso que la aparente grandeza peculiar de la teoría marxista de la sociedad constituye también su mayor defecto. En su análisis, la economía, la sociedad y la cul­tura modernas habrían de ser presentadas como esferas sometidas a un único principio, pero en muchos puntos la materia corres­pondiente no obedece al propósito director.

Por muchas razones, parece obvio decir que esa nivelación entre el material y el procedimiento expositivo del «capital» co­mienza allí donde Marx, ya al principio de su primer tomo, habla de las formas de conciencia que supuestamente son típicas de todos los miembros de las sociedades modernas, o sea, quiere abordar la mentali­dad cotidiana de los individuos coetáneos. Aquí, en la famosa sección sobre el «carác­ter de fetiche de la mercancía», pieza maestra en el plano estilístico, trata de nuevo su antiguo tema de la «inversión», pero intenta darle ahora una forma precisa. A tenor de la famosa formulación, cada uno de los participantes en el intercambio am­pliado de mercancías, por tanto, en principio todo miembro de la nueva sociedad «bur­guesa», se ve obligado a desconocer el «carácter social» del «propio trabajo» y, en su lugar, a percibir como «relaciones socia­les» las relaciones recíprocas de las mercan­cías producidas, revestidas de forma mone­taria. Según Marx, bajo las condiciones dadas, se tuvo que llegar con necesidad a esa confusión categorial de objetos mera­mente cósicos con seres vivos, de objetos que en apariencia mantienen entre sí rela­ciones sociales, porque el individuo ya no puede reconocer detrás de las mercancías intercambiadas en el mercado el trabajo allí invertido y coordinado socialmente, de ma­nera que en su lugar las mercancías mismas son tenidas por los auténticos autores de la coordinación social.

En su análisis, la economía, la sociedad y la cul­tura modernas habrían de ser presentadas como esferas sometidas a un único principio, pero en muchos puntos la materia corres­pondiente no obedece al propósito director

Si quisiéramos repro­ducir este diagnóstico en el lenguaje coti­diano, quizá podría decirse que, según la afirmación de Marx, los miembros de la sociedad capitalista tienden casi en forma de reflejo a dotar de un poder activo de configuración al mundo circundante de mercancías y, en cambio, a entenderse a sí mismos como referidos entre sí como cosas carentes ya de libertad y vida. Es cierto que esta tesis fuerte puede reivindicar una cierta plausibilidad a su favor, pues es posible que, con frecuencia, en el consumo de mercan­cías se olvide por desconocimiento o indi­ferencia la masa de trabajo concreto gastado en su confección y, en consecuencia, ellas se nos presenten como algo extraño por completo, pero la conclusión que saca Marx es insostenible y en gran media super­puesta. En efecto, el hecho de que no perci­bamos en los bienes intercambiados toda la red de las actividades que han entrado en ellos no puede llevarnos a concluir sin más que, por eso, dotamos ya en el plano cogni­tivo el mundo de las mercancías de una vi­talidad y subjetividad que solo nos corres­ponde a nosotros los hombres. En cualquier caso, de esta reserva no puede sacarse el tipo de objeción inmanente que yo he presentado antes cuando hablaba de la escabrosa tensión entre material y forma de exposición en el El capital de Marx, pues en las exposiciones correspondientes el autor en ningún lugar hace que hable el material histórico mismo y, por tanto, no se refiere a fenómenos reales de su tiempo, de modo que estos tampoco pueden esgrimirse críticamente contra su exposición sistemática.

La sección sobre el «carácter de fetiche de las mercancías» es más bien el resultado de algunas premisas relativas a la ilusoria vida propia de mercan­cías, y no se deduce de una confrontación teórica con hallazgos sobre costumbres fácticas de pensamiento de la población existente. La cosa es diferente por completo en dos apartados, igualmente importantes, que se encuentran doscientas páginas des­pués de las exposiciones sobre el «carácter de fetichismo», que acabamos de tratar con brevedad. En estas secciones posteriores, que cierran el capítulo octavo sobre la «jor­nada de trabajo», Marx, una vez que ha sacado a la luz el misterio de la producción de plusvalía, de D-M-D’, expone la «lucha en torno a la jornada normal de trabajo» en la legislación inglesa en relación con las fábricas, y aquí por fuerza tiene que hablar el material histórico, que en consecuencia puede examinarse en lo que se refiere a su compatibilidad con el esquema interpretati­vo de la fuerza del «capital», que lo confi­gura todo.

Marx comienza su descripción de las luchas que se han desarrollado en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX, en torno a la limitación de la jornada laboral, con un resumen de la situación asoladora en la que se encontraban los trabajadores asa­lariados a principios del nuevo siglo por falta de una regulación jurídica. Puesto que, desde el nacimiento de la «Revolución in­dustrial», de momento no se había impues­to ninguna barrera al «capital» en la confi­guración de la jornada laboral, este podía celebrar verdaderas «orgías» y prolongar el tiempo de trabajo de hombres, mujeres y niños «hasta los límites de las 12 horas del día natural (.)», para sacar de la explotación un provecho tan alto como fuera posible. Ya en estos primeros pasajes de la nueva sección, se pone de manifiesto que el autor ahora dejará curso libre a su gran talento, demostrado en escritos anteriores, a la ca­pacidad de exponer con abierta ironía los sucesos históricos como una compleja mez­colanza de los más diversos intereses de grupos. En consecuencia, Marx expone en las próximas veinticinco páginas no solo diversas fracciones del capital y el mundo de los trabajadores, que se va organizando poco a poco, sino que se refiere también a la voz legislativa del paramento inglés y los «inspectores de las fábricas», que actúan por encargo suyo. Por supuesto, son estos dos últimos actores los que a continuación me­recen toda nuestra atención, ya que parecen no encajar bien en el esquema presentado hasta ahora de una progresiva autonomía del capital, dado que representan el interés del «derecho» por regular el tiempo de trabajo con el fin de proteger a los obreros asalaria­dos. De repente, sin preparación a través de todo lo que podía leerse antes, ya en la ter­cera página del informe de Marx aparece la palabra parlamento, en primer lugar tan solo en lo relativo a la intención de regular legal­mente el trabajo de niños y de limitarlo en su duración.

El individuo ya no puede reconocer detrás de las mercancías intercambiadas en el mercado el trabajo allí invertido y coordinado socialmente, de ma­nera que en su lugar las mercancías mismas son tenidas por los auténticos autores de la coordinación social

Las diversas medidas contra­rias del capital, por pérfidas que sean para Marx, traen poco fruto según su exposición; por el contrario, ya dos páginas adelante (entre tanto estamos en el año 1844) leemos que un «nuevo decreto relativo a las fábri­cas» ha tomado bajo su protección a «las mujeres de más de 18 años» y ha reducido a 12 horas el trabajo permitido de estas. Tal como sigue relatando Marx, desempeñan una función especial en el cumplimiento de estas regulaciones del trabajo los inspectores de fábrica, que, dejando aparte intimidacio­nes y ofertas de soborno, controlan meticu­losamente si también los señores de la fá­brica cumplen con suficiente rigor las nuevas disposiciones. Y, por supuesto, nos pregun­tamos con admiración de dónde pueden venir los nuevos resortes normativos en un sistema social que hasta ahora estaba cons­tituido tan solo por el capital, unos resortes que han podido capacitar a estos funciona­rios de la administración estatal para cumplir con tanta decisión su encargo jurídico. Por si eso fuera poco, una página más adelante Marx ha de constatar de nuevo que, en el curso del mismo año 1844, un complemen­to al «anterior decreto sobre fábricas» pres­cribe con efecto vinculante que el tiempo de trabajo de todos los obreros asalariados se limite de manera «general y uniforme» a doce horas. Ahora bien, para despejar con rapidez la pregunta antes planteada, hemos de preguntarnos cómo es que luego en el texto, en dos frases que aparecen sin nada interpuesto, pero que se contradicen entre sí, el autor dice, por una parte, que todas estas innovaciones jurídicas son «leyes na­turales de la moderna forma de producción» y, por otra, que son el «resultado de largas luchas de clases».

La perplejidad de Marx, que se revela en esta sorprendente contradicción, a la hora de explicar cómo fue posible esa intromisión del derecho en condiciones de dominio del capital, sin duda ha de valorarse como una referencia clara a las grandes dificultades que él experimenta en el intento de someter a un control teórico su propio material. Sin duda, todo lo que él puede relatar histórica­mente habla a favor de que aquí ha de ad­mitirse una entrada en acción, por iniciativa del Estado, de derechos liberales de protec­ción y libertad en la esfera del mercado de trabajo, pero Marx no quiere percatarse precisamente de eso, por lo cual recurre al subterfugio de explicaciones sustitutivas redactadas con rapidez, que se excluyen las unas a las otras. La primera de ellas consis­te en decir que pertenece por completo a la naturaleza del capitalismo no permitir que se deteriore el bien aprovechable inherente a la mercancía de la fuerza de trabajo; la segunda, en cambio, que ha sido la lucha exitosa de la clase trabajadora la que forzó al Estado a la intervención jurídica.

Si se­guimos persiguiendo las exposiciones his­tóricas en torno a la lucha por «la jornada normal de trabajo», ya no cambia nada más en esta oscura estrategia de negar toda ac­ción autónoma a las intervenciones jurídicas del Estado; tampoco en las páginas que si­guen quiere Marx conceder a ningún precio que los derechos liberales, una vez procla­mados públicamente, podían obligar a los actores estatales a emprender desde sí mismos una acción que ha de servir a la protección de la incolumidad corporal de sus ciudadanos y ciudadanas. Sin duda, encontramos una y otra vez en sus informa­ciones datos empíricos que habrían de su­gerir precisamente eso, así el de que la «legislación» se vio «forzada» a abandonar poco a poco todo carácter de excepción y a someter todos los puestos de trabajo a las mismas reglas jurídicas, como si actuara aquí una necesidad de generalización inter­na al derecho; pero nunca saca de tales constataciones la consecuencia de conceder al derecho moderno un cierto grado de in­dependencia normativa; y con ello Marx echó a perder ya en este pasaje temprano de su investigación la oportunidad de presentar la evolución de la sociedad moderna como una pugna duradera entre democracia de derecho constitucional y economía capita­lista.

No es más convincente Marx cuando en la misma sección intenta explicar la crecien­te resistencia de los trabajadores contra las nuevas relaciones de producción; también allí los datos históricos en los que se apoya hablan en definitiva un lenguaje distinto del que oficialmente admite su principio de exposición. Este exigiría, tal como Marx pone en claro con suficiente frecuencia, interpretar el rechazo revolucionario del proletariado de manera inmanente por com­pleto como un movimiento contrario produ­cido por el capital mismo. Si la sociedad moderna ha de estar constituida y ha de mantenerse unida tan solo por la propia actividad del capital, es obvio que también toda resistencia contra ella ha de salir de esta actividad. Según la fórmula con la que Marx en el presente contexto perfila la intención correspondiente, el «movimiento obrero» crece «instintivamente de las relaciones de producción»; y, de hecho, en muchos lu­gares de su libro intenta someter a prueba semejante automatismo a manera de acto reflejo en el nacimiento de la resistencia proletaria. Pero mucho de lo que Marx desarrolla en su esbozo histórico sobre el movimiento obrero que germina en Inglate­rra no concuerda con este propósito metó­dico. En efecto, de manera sorprendente, allí se dice, entre otras cosas, que «la fuerza motriz de la clase trabajadora (…) creció con el número de sus aliados en los estratos sociales no interesados de manera inmediata». Con ello se refiere al clima moral en el conjunto de la sociedad, al que aquí se concede una sorprendente plasticidad y un espacio de juego que va mucho más allá de la lucha de clases.

Marx dice en ese contex­to que en «Norteamérica», puesto que allí existe todavía la esclavitud, apenas puede echar raíces un «movimiento obrero independiente»; con ello, en el plano histórico esgrime condiciones favorables o perjudi­ciales; ambas cosas son un claro indicio de que el éxito de la resistencia proletaria no puede ser el resultado de un automatismo. Más bien, en un pasaje Marx habla incluso de que el despertar del movimiento obrero en Inglaterra se debe a «un nuevo nacimien­to moral de los trabajadores de fábrica». Con ello el autor incluye en su investigación una magnitud que propiamente no debería tener cabida en ella. En efecto, ¿qué han de significar «moral» e impulsos, persuasiones y sentimientos morales en un contexto don­de en principio solo deberían desempeñar una función los intereses engendrados por el movimiento del capital y ligados a la si­tuación de clase? Marx, según la manera de entender su propio proyecto, no puede con­ceder a la «moral», como tampoco al «de­recho», un poder independiente de configu­ración en el sistema capitalista; pero de hecho aquí, en un lugar poco relevante de su digresión histórica, de pronto aparece la moral como una fuerza motriz en el aconte­cer histórico de la nueva formación de la sociedad.

Si la sociedad moderna ha de estar constituida y ha de mantenerse unida tan solo por la propia actividad del capital, es obvio que también toda resistencia contra ella ha de salir de esta actividad

De todo eso no podemos menos de dedu­cir, en primer lugar, que a Marx le cuesta notables esfuerzos mantener su propio prin­cipio de exposición: el principio de que el movimiento del capital tiene la fuerza de configurar la sociedad, tan pronto como dota la materia tratada de un mínimo soplo de realidad histórica concreta. Digamos en lenguaje metafórico que, en tales lugares, se anuncia firmemente la sociedad moderna con su Estado constitucional y con sus propios resortes morales, para protestar contra su subsunción bajo el esquema de interpretación aplicado a ella. Sin duda, hay lugares en los que Marx mismo intenta llenar alguna de sus categorías directivas con vida social. Pero ¿qué diremos si la forma de estas en la so­ciedad moderna es más compleja de lo que la teoría permite en el plano normativo y el cultural?

Hasta ahora hemos visto solamen­te en la «lucha por la jornada normal de trabajo» que, si se levanta una vez la cortina del principio metódico de exposición, apa­rece detrás una serie de fenómenos sociales que Marx no pudo prever propiamente, en concreto: una legislación estatal, que actúa a favor de los trabajadores; «aliados de es­tratos sociales que no están interesados in­mediatamente»; «inspectores de fábrica» que actúan de manera estricta conforme al dere­cho; y, no en último término, un proletariado que no sigue sus intereses, sino persuasiones morales. Al final quisiera preguntar: ¿qué pasaría, por tanto, si en relación con todos los conceptos usados por Marx en El capital pudiera decirse que ellos tienen un lado inferior no tematizado, un estrato, no permiti­do por el método, con el que están anclados en el mundo de la vida social de la sociedad moderna? Entonces, sin duda, habría que invertir el movimiento realizado por Marx en el curso de su evolución intelectual y no entender la sociedad como producto de la economía capitalista, sino entenderla como su base y marco institucional. ­

IV

Si miramos una vez más, a manera de resumen, las estaciones particulares de mi reconstrucción, se pone de manifiesto que Marx, en el desarrollo de una teoría de la sociedad, sigue la línea de una creciente ampliación de los límites del concepto de «sociedad burguesa». Si en los primeros escritos, con apoyo en Hegel, mediante ese concepto Marx se refería solamente a aquel ámbito parcial de la sociedad coetánea en el que anida el mercado económico y que se contrapone al Estado como esfera de impor­tancia pública, desde el principio de su ocupación con la economía política entien­de en media creciente bajo esa expresión el conjunto de las nuevas relaciones sociales. Ahora designa como «sociedad burguesa» ya no solo el mercado o, con sus propias palabras, la producción ampliada de mer­cancías con el aprovechamiento capitalista de la fuerza de trabajo, sino el todo de la formación social que toma cuerpo precisa­mente ahora, incluidas sus instituciones jurídicas, su cultura y sus formas de relación. Pero con ello, según el resultado al que de momento he llegado en mi conclusión, den­tro de la teoría de la sociedad de Marx se pierde el límite entre la economía y los de­más ámbitos de la sociedad moderna; en él, todo lo que parece tener una existencia au­tónoma, no constituida económicamente, ha de entenderse más bien como una configu­ración social acuñada o preformada ya por el capital. En los «Esbozos», a los que he prestado atención en el segundo paso, Marx examina cómo, ante la masa del material económico que ha de elaborar, puede llegar a una exposición unitaria (de momento, transitoriamente) de esta relación de la so­ciedad capitalista, que se ha convertido en un sistema. Inseguro todavía de cómo puede lograr eso, aquí concede todavía un espacio mayor de juego a la realidad social, pero ya muestra una tendencia fuerte a entender tanto la cultura como las instituciones bási­cas de la nueva sociedad tan solo como re­sultado de sus relaciones económicas de producción.

Por primera vez en su escrito El capital, que es el último estadio de mi reconstrucción, encontró Marx de manera definitiva la respuesta al problema de la exposición, que lo tuvo ocupado durante un largo periodo de tiempo. Con una coherencia digna de admiración, intenta comprender el movimiento del capital, «ávido de plusva­lía». Siguiendo el modelo de la actividad del «espíritu» hegeliano, se propone entender ese movimiento como un proceso en el que el capital, como un sujeto creativo, se apro­pia poco a poco de todos los ámbitos de la vida social y los configura con su sobria actitud calculadora. De todos modos, tal como he querido mostrar al final, este ma­terial empírico de la vida social se resiste a someterse a tal principio de exposición. En efecto, siempre que Marx quiere mostrar en la realidad social misma, sea de manera empírica o fenomenológica, en qué medida las relaciones entre tanto están acuñadas por el capital, estas hablan con claridad un len­guaje distinto del usado en el principio de exposición. En cualquier caso, la pregunta que se impone, y con la que he terminado, es la de si esa tensión entre materia y méto­do ha de extenderse a todos los conceptos constitutivos de El capital, mucho más allá de los pasajes históricos.

Den­tro de la teoría de la sociedad de Marx se pierde el límite entre la economía y los de­más ámbitos de la sociedad moderna; en él, todo lo que parece tener una existencia au­tónoma, no constituida económicamente, ha de entenderse más bien como una configu­ración social acuñada o preformada ya por el capital

Es interesante que en la obra principal de Marx haya una categoría clave, acerca de la cual él afirma que toda su naturaleza tiene un carácter «ambivalente», pues con ella se designa una función económica cuya efec­tividad no puede esclarecerse de manera adecuada sin recurrir al mundo social de la vida. Esa categoría es la «mercancía»; acer­ca de ella leemos ya en el capítulo I del tomo I que su «valor de cambio» en la actividad económica solo puede realizarse si a la vez dispone de un «valor de uso», que consiste en su «utilidad» para una comunidad que cambia de manera constante en sus necesi­dades y costumbres. Si entendemos aquí el valor de uso como el lado inferior material del valor de cambio, o sea, como aquello con lo que este está radicado en la vida so­cial, queda claro inmediatamente que la mera parte económica de la categoría es demasiado indeterminada como para que de hecho pueda ser útil en la explicación de procesos económicos. Qué dirección toma el desarrollo de las necesidades sociales, y qué forma asumen en un determinado mo­mento de tiempo, son cuestiones que no pueden deducirse del valor de cambio de una mercancía, sino que han de explicarse por el valor de uso, que se transforma según las circunstancias históricas, el clima moral y las costumbres culturales.

Y pronto des­pués de Marx se desarrolla una industria de la publicidad, que él no previó, la cual pone con rapidez todo su empeño en influir en las necesidades de los consumidores, de tal manera que los bienes destinados a la venta logran también de hecho el valor de cambio esperado por la parte del capital. Esta evo­lución, cuya efectividad sin duda se ha in­crementado de manera considerable entre tanto por la red digital, no puede menos de recordarnos igualmente que la mera catego­ría económica no puede aplicarse sin mati­zaciones a la realidad social; para ello se requiere siempre tener en cuenta ante todo un mundo social de la vida en el que las necesidades y los deseos se desarrollan de acuerdo con una lógica cultural, a la que Marx no tiene acceso alguno en el marco de su método de exposición. Fue el gran méri­to de Thorstein Veblen, con su categoría de la «conspicuous consumption», de la «ex­hibición en el consumo», haber dejado en claro en qué medida tan amplia la utilidad de un bien, o sea, su «valor de uso», está sometida a la interpretación que de hecho hacen los miembros de una sociedad.

Cosas parecidas a lo dicho sobre el valor de cambio pueden decirse también acerca de todos los demás conceptos usados en El capital. Casi todos ellos disponen, a veces más y a veces menos, de un lado inferior material por el que están enlazados con las multiformes evoluciones en la ensambladu­ra conjunta de la sociedad, de tal manera que sin tener en cuenta esto no puede averiguar­se nada sobre la acción fáctica de la magni­tud designada por el concepto respectivo. Si comenzamos con el «capital», la categoría central del libro de Marx, su sustrato mate­rial, por el que está ligado a la sociedad en el proceso de cambio, se cifra en el espacio de juego jurídico y moral que se les pone en cada momento histórico al logro de réditos y a la formación de monopolios. Otro tanto digamos del concepto contrapuesto, del «trabajo», en el que se da todo un haz de tales conexiones materiales, pues no solo la medida de su productividad, o sea, de la al­tura de su valor de uso para la sociedad, sino también la manera de su producción o preparación, dependen en alto grado de la constitución institucional y de las reglas normativas de la sociedad entera. A esto se añade que la distribución del trabajo remu­nerado acostumbra a transcurrir a través de mecanismos oclusivos por medio de límites jerárquicos de grupos, que también están anclados profundamente en la estructura de las sociedades modernas, tanto en el nivel pequeño como en el grande, a través de prácticas eficaces del predominio «blanco» o «masculino». En todos esos casos se trata de radicaciones del trabajo social en la ensambladura institucional de la sociedad, que Marx no es capaz de llegar a conocer, pues él desliga su concepto director de las raíces materiales.

Como último ejemplo aduciremos la categoría de la «explotación», que de nuevo el autor de El capital intenta determinar económicamente, cuando en realidad tiene un lado inferior que también penetra profundamente en el ámbito de la vida social. En concreto, el que la apropia­ción de más trabajo se fuerce por la amena­za de violencia física, se arranque del alma por la simulación de una seductora magna­nimidad patriarcal, o por la concesión de un cierto grado de con-determinación, aunque solo sea incipiente, sin duda implica una diferencia notable para el mundo de la expe­riencia de los afectados, y también para la productividad económica de las empresas. Todo lo que se discute dentro de una socio­logía crítica del trabajo desde hace algunos decenios bajo lemas como «manufacturing consent» o «labour process» tienen una ra­dicación en el mundo de la vida a través de este lado inferior material de producción de plusvalía. Los ejemplos que acabamos de aducir pueden bastar para apoyar la tesis de que Marx actuó falsamente al intro­ducir y tratar sus conceptos directivos como si cada uno de ellos no poseyera aquel doble aspecto que en su libro se atribuye en exclusiva a la categoría de la «mercancía». Todos los fenómenos de tipo económico que él introduce en su obra poseen lo mismo que la mercancía, aunque en grados diferentes, la propiedad de tener un lado exterior pura­mente económico, con frecuencia incluso cuantificable; y, además, tienen en su interior la peculiaridad de permanecer entrelazados de la manera más estrecha con los procesos culturales y normativos en su entorno social a través de «mecanismos simbióticos», usan­do una expresión de Luhmann.

Luego Marx cometió un grave error cuan­do en la década de 1850 empezó a designar con el concepto de «sociedad burguesa», heredado de Hegel, ya no solo el mercado capitalista, sino la sociedad moderna en conjunto. Con este paso, por audaz y revo­lucionario que fuera, quedó privado en adelante de toda posibilidad de estudiar el proceso capitalista de la economía en el ancho de banda de todas las formas institu­cionales que él puede adaptar bajo el influ­jo de cambios en la cultura social, en la moral institucional y en el derecho. En la nueva formación de la sociedad para Marx el mercado capitalista no tiene ya ningún fuera social, tal como ha intentado formu­larlo Karl Polanyi, recurriendo a conceptos del mundo de la vida, para explicar desde sus impulsos morales la posibilidad cons­tante de movimientos contrarios frente al mercado desencadenado. Luego el error de este primer paso se hizo más profundo cuando Marx, a finales de la década de 1850, tomó la decisión de utilizar el procedimien­to del sistema hegeliano para organizar conceptualmente la exposición del capita­lismo, entendido entre tanto como «sistema» y equiparado con la sociedad. Al proceder así, se veía forzado a describir el capital como un sujeto que se abre paso a través de todos los fenómenos sociales, de modo que en su teoría no quedaba ya ningún espacio para configuraciones que no estuvieran acuñadas de manera económica y gozaran de autonomía propia, es más, para la socie­dad como tal.

Por tanto, el error de Marx no consistió en que él, partiendo de un amplia­do intercambio equivalente, intentara des­cribir el movimiento del capital como un proceso, que amenaza con incorporarse to­das las actividades sociales y configurarlas de acuerdo con sus propias leyes. Por el contrario, sin duda fue el gran mérito de su análisis del capitalismo el que, ya a media­dos del siglo XIX, pusiera de manifiesto con qué dinámica y poder el imperativo de la acumulación capitalista en el futuro exigirá la apertura de espacios cada vez nuevos para la obtención de beneficios y, de esta manera, infligirá daños en cada caso a los presupues­tos civiles de las democracias constitucio­nales. En las condiciones sociales del pre­sente, que de todos modos tampoco pueden considerarse definitivas, este proceso ha asumido la forma paradójica de que los lo­gros del bienestar creados contra él poco a poco comienzan a convertirse ellos mismos en una nueva fuente de incremento del be­neficio, mediante una privatización que va unida a un vaciamiento del núcleo jurídico de tales logros. El error de Marx consistió más bien en no ver que el mismo proceso en cada una de sus estaciones está ligado por algo así como hilos invisibles a las relacio­nes institucionales de la sociedad, que en cada caso, según su clima moral, su organi­zación jurídica y su constelación política, pueden influir en el curso de tal proceso. Es la constitución política, jurídica y moral de la sociedad la que establece qué carácter asume en cada caso la acumulación capita­lista, y no a la inversa, tal como Marx pare­cía creer en su teoría madura del capitalismo.

F+ El presente continuo del ciudadano prudente

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Uno de los adjetivos que posiblemente mejor cuadran con el libro La imaginación conservadora, de Gregorio Luri (Ariel), es el de contracultural. El editor ya advirtió al autor de que hoy nadie se considera conservador y de que hace falta cierto valor para presentarse como tal. Fue precisamente esta advertencia la que acabó de decidir a Gregorio Luri, sabedor quizás de que todos somos más conservadores de lo que queremos creer.

Por Juan Piñol Ortega, de la Universitat de Barcelona

Con el propósito, pues, de predicar a los no creyentes, Luri presenta su cometido no como perteneciente a la teoría política o a la filosofía, sino encaminado a proporcionar los elementos de una imaginación conservadora. Pues son los «sentimientos, percepciones y predisposiciones» los que acaban siendo políticamente relevantes y «la historia es el proceso de transformar la imaginación en gestos». Siguiendo a Platón, Luri sabe que puede haber más poder en las canciones que en las leyes.

Si, como le recordaba Holmes a Watson, todos tenemos un pasado, es la actitud respecto al mismo una de las cosas que distingue al conservador, que no lo vive ni con nostalgia ni como antesala, sino como un punto privilegiado de perspectiva. Ni ve, entonces, el presente como inacabable anticipación del futuro.

Si hablamos de pasado y de futuro es porque estamos «en la conciencia del tiempo» (Nietzsche, Heidegger). Aceptando la orientación temporal, el conservadurismo de Luri es, pues, un pensamiento moderno, que el autor distingue de otros contemporáneos: reaccionario, progresista, innovador o liberal, dedicando a este, con Hayek como sparring, un capítulo propio.

Se trata de que sepamos labrarnos un presente «fértil», de «profundidad y densidad», sabedores de vivir en un mundo «de segunda mano», evitando que nuestra existencia devenga una «caída en el futuro». Esta comodidad con el presente y con la modernidad, ausente en reaccionarios y paleoconservadores, puede hacer parecer al conservadurismo de Luri como blando o contemporizador, cuando, en realidad, su «defensa apasionada» del subtítulo entronca con el principio revolucionario más radical nunca enunciado. El de Aristóteles, cuando afirma (Política) que nuestro propósito debe estar con lo bueno y no con lo antiguo. El radicalismo de Luri no es el de la regresión.

El conservadurismo de Luri es un pensamiento moderno, que el autor distingue de otros contemporáneos: reaccionario, progresista, innovador o liberal

Dejado claro lo anterior, el libro establece sus premisas. Una, el hombre como animal político, viene de la fundación de la filosofía política. Otra, los límites de la razón en política, de la reacción a las revoluciones modernas (Burke). Unida a ambas está la necesidad de la prudencia, relación «entre el saber y el hacer», alternativa conservadora a los planteamientos progresista e innovador, confiados para encarar el futuro en una providencia secularizada o en la fe en la tecnología. Y es el saber de los límites de la razón en política, de los límites de la teorización, lo que hace que el libro de Luri sean en realidad dos en uno («un libro de resonancias»). Pues son ellos los que, al impedir el planteamiento de un conservadurismo universal, nos llevan a tener que partir de la tradición local española. Tarea que, presentada modestamente como «invitación», es de importancia capital, pues, tras señalar que la búsqueda de esa tradición se ha hecho a menudo en el lugar equivocado, nos lleva a encontrar en nuestro país una sólida y a menudo ignorada veta de pensamiento político, precursora, a veces aventajada, de Hobbes, Rousseau, Locke o del mismísimo Debord.

Sentados propósito y premisas, pasa el libro a desmenuzar los elementos clave que configuran esa imaginación conservadora, no sin antes afirmar que esa imaginación, esa mirada afectuosa sobre el mundo y el gesto que la sigue, es la de una ideología, con todos sus rasgos: visión del mundo y de la naturaleza, orientación moral, retórica y programa político. Si algo tienen en común esos rasgos es la prudencia. Prudencia en la teorización, en la acción sobre la naturaleza, en la maleabilidad del individuo y en la acción política.

El conservador, con Pascal ni dogmático ni escéptico, es sabedor de sus límites y nunca debe sentirse decepcionado cuando se le hagan presentes. El fracaso o la decepción, nunca aceptablemente sorpresivos, son un recordatorio de sus planteamientos últimos. Su ideología es la del que se sabe viviendo en el tiempo del retirado dios platónico, el del hombre político, «frágil y falible». Una, obligadamente incompleta, relación de los referidos elementos clave bastará para poner bien de manifiesto su carácter a contracorriente.

Primero, para que una comunidad política «pueda vivir de sí misma» necesita ser una politeia, poseer una música propia y secular, solo audible para sus miembros. No es algo que los hombres ven, sino que está en su manera de mirar, no escrita, sino heredada con su necesidad de vivir juntos. Es un «hecho político primario». Primario, que no natural. Es la politeia la que debe darle sentido, «deber ser», a la naturaleza, que en sí «no tiene nada de política». Con la creciente valoración del pluralismo, el ciudadano bailarín, tomando conciencia de música y pasos, «ha perdido la alegría espontánea de su propio baile». Pero no con ella «la necesidad de copertenencia».

Esa copertenencia nos lleva al segundo elemento, el hombre como animal político, «anfibio», lábil, que no es, ni puede ser, ni solo natural ni solo cultural, y que necesita de la polis para cuidar de su alma, cuidado llevado a cabo precisamente en la tensión entre ambas, que Luri razona, frente al ensalzamiento actual de la espontaneidad, a partir de la represión pulsional freudiana.

Con la creciente valoración del pluralismo, el ciudadano bailarín, tomando conciencia de música y pasos, «ha perdido la alegría espontánea de su propio baile»

Si miramos nuestra alma desde la polis, a su forma actual, la «teatrocracia» democrática (Platón, Leyes; Tocqueville), «el régimen de los espectadores convertidos en espectadores de sí mismos», le es propia una mirada distante y que se quiere autónoma en su modo de ver las leyes. También alcanza esa mirada a la poesía, competidora de la polis a la hora de moldear ese alma, a la que puede corroer, proporcionando «perplejidades». Pero, a su vez, la polis necesita de ella, ya que su tarea, la de dar sentido a los animales políticos, no se reduce a una tecnología. El legislador es también poeta, lo que nos lleva de nuevo a Platón y a la «noble mentira», que, para consumo del ciudadano de la «teocracia», orgulloso de su «capacidad crítica» e insensato aspirante a la transparencia total, puede tomar la forma de fe en la politeia o de esperanza en una meta.

Es por no ser técnica la tarea de la polis por lo que las ciencias sociales no pueden tener por objeto «el mundo político» propiamente dicho, sino el «mundo desencantado» de Weber. Alerta, por tanto, con esos científicos que susurran al oído del gobernante para que cambie prudencia por leyes científicas. Lo que lleva a esa «ilusión gerencial» es el deseo de clarificación, de eliminar la incertidumbre. El conservador, por el contrario, es alguien dispuesto a vivir en modo incierto, que no busca soluciones definitivas, sino «remedios temporales».

Esa alerta ante soluciones tecnológicas para la polis lleva a reivindicar el sentido común de la gente corriente, los prejuicios, y la rutina, prudente, «sabia en su casa» y capaz de producir «un orden espontáneo… frágil e imperfecto», en el que se encuentran las respuestas que al intelectual se le han acabado. Y es que «los ciudadanos no viven solo de lógica». Esta necesita, para contrarrestar su efecto disolvente y la consiguiente pérdida de confianza en la polis, ir acompañada de la prudencia. Este recurso aristotélico al juicio prudente de la gente es, tal vez, el que hace necesaria la presentación del conservadurismo en el idioma de su mayor enemigo actual, la ideología.

El tercer elemento es el de los límites. Al preguntar («oponer la conciencia a la política») por ellos, «la posibilidad se erige en tribunal de la realidad». En la «teatrocracia», ese tribunal está «afiebrado», abandonado a la lógica del deseo, en un «despliegue permanente de lo posible». Si el límite/ley, que debe dar sentido, deja de ser sagrado, el descubrimiento de su movilidad es también el descubrimiento de «la maleabilidad de la propia alma». Aumenta el capricho personal y disminuye el pudor (nueva reivindicación de prejuicios y buenos modales), bajo la paradójica orden de «un mandamiento heterónomo: hay que ser autónomos».

Unida a esa pérdida de límites va la de sentido. La «teatrocracia» se convierte entonces en una sociedad terapéutica, hogar del emotivismo, del sentimentalismo, del victimismo y del «mi cuerpo es mío». Agudamente, Luri apunta como nacimiento simbólico del ciudadano de la «teatrocracia» moderna el del monstruo de Frankenstein, fruto de la filanropía, que exige ser primero feliz para poder ser virtuoso.

El conservador es alguien dispuesto a vivir en modo incierto, que no busca soluciones definitivas, sino «remedios temporales»

Como cuarto y último punto, nos encontramos con una de las premisas, los límites de la razón política. Vuelve aquí Luri a encararse con algunos de los mitos de la democracia y señala, con el Dewey tardío, que lo que la hace fuerte no es la ciencia social, sino la politeia, transmitida en las instituciones intermedias (familia), punto de anclaje de un ciudadano no siempre tan bien informado como pretende ser. Por ello, usando la vieja imagen de la nave política, el conservador, aunque «entiende que mantenerse a flote es una empresa muy digna», sospecha que para ello se requiere de «la esperanza de una meta».

Y así, retomando la «noble mentira», llegamos a «la verdadera cuestión», la del patriotismo, la «manifestación más clara de la fe de una politeia… al alcance de toda la ciudadanía».

Las «resonancias» que se han establecido entre los dos libros, unidos por la fuerte expresión vivencial del autor, parecen resolverse en un acorde disonante: en España, donde no ha acabado de cuajar un patriotismo «porque no supimos disfrutar del placer de fundar una patria», hay que «pedir disculpas por ser patriota». Y apunta Luri, a propósito de las patrias, algo que posiblemente sea también cierto para todo lo demás: no amamos lo que entendemos, sino que lo entendemos porque lo amamos. El problema es, pues, el de una incapacidad de amar, desde los «fuegos de artificio intelectuales» de la generación del 98 y su «pesadez» con la España como problema, hasta el «desarme persuasivo» de nuestros profesores universitarios actuales, maniatados por su «probidad intelectual» universalista, cuando «han sido las fronteras las que han permitido la defensa de los principios universales».

Termina este libro con un «nosotros somos nosotros» que, lejos de ser una tautología, es una invitación a echar mano de un «legítimo orgullo» para poder cumplir con el antiguo precepto de conocernos a nosotros mismos.

En este libro, apasionado y personal, escrito casi sin notas a pie de página, necesitado de la lectura pausada y repleto de caminos apenas apuntados, el conservador Luri está en las antípodas de cualquier científico social a la hora de explicarnos el mundo. Su ciencia, nos dice, es la de Sócrates, ese contemporáneo. Su lectura, un auténtico desafío, es imprescindible, no ya para conservadores, sino para todos los que viviendo con los tiempos, qué remedio, no quieran vivir solo con ellos.

F+ Apología de la palabra libre

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Las mejores palabras: de la libre expresión es el libro del filósofo catalán Daniel Gamper, profesor de Filosofía política en la Universitat Autònoma de Barcelona. Sus líneas de investigación se centran en conceptos como la democracia o el liberalismo, y ha publicado Laicidad europea y La fe en la ciudad secular. Igualmente, ha traducido obras tanto de Nietzsche como de Habermas, Scheler, Butler y Croce, entre tantos otros. Escribe periódicamente en Ara y en «Cultura/s», de La Vanguardia.

Por José Antonio Pérez Tapias, decano de filosofía en la Universidad de Granada

Sin palabra libre no son posibles «las mejores palabras». Con esa convicción se adentra Daniel Gamper por los caminos del lenguaje, tendiendo la mano para que le acompañemos. Y, ciertamente, vale la pena el recorrido por las páginas de un libro muy bien escrito —¡no podía esperarse otra cosa hablando de «las mejores palabras»!—, que concitó méritos suficientes para que se le concediera el Premio Anagrama de Ensayo 2019.

Las mejores palabras, de Gamper (Anagrama).

La defensa de la libertad de expresión que plantea Gamper no se limita a una fría argumentación jurídico-política, sino que las razones a favor de ella arraigan en el suelo más hondo de experiencias antropológicas con el lenguaje y se nutren de una fenomenología de la comunicación que rastrea en diversos ámbitos cómo hacemos cosas con palabras —así volvería a decirlo John Austin—. Si los humanos nacemos con la capacidad para el lenguaje, es dicha capacidad la que ha de activarse en un complejo proceso de aprendizaje de la lengua materna en que empezamos a desenvolvernos, en el seno de una familia y en un entorno cultural determinado. Con finura sociológica, Gamper explora además cómo se produce ese aprendizaje lingüístico en medio de relaciones familiares que en la actualidad son muy distintas de como eran en la familia tradicional del pasado. El mayor horizontalismo y la manera como hijas e hijos se relacionan con sus progenitores dejan su marca en cómo se aprende la lengua y con qué usos de la misma se articula la comunicación en ese ámbito familiar desde el que se produce la inserción en una realidad social, siempre mediada lingüísticamente.

Quien anda a la búsqueda de «las mejores palabras» no deja de reconocer que el aprendizaje de la lengua, y la inmersión en una «comunidad de comunicación» —dicho al modo de Habermas, cuya obra aparece como hito ineludible en diversos momentos del recorrido de Gamper—, están hoy afectados por una apabullante sobredosis de «ruido» que no facilita el entendimiento entre hablantes. La presencia masiva de medios de comunicación, más, sumado a ellos, de manera especial lo que suponen Internet y las redes sociales, si bien hace que se incremente el flujo de comunicaciones, también provoca que se hagan notar nuevas formas de distorsiones de la comunicación y de perversiones de los mensajes que circulan. De hecho, eso llega al punto en el que nos vemos obligados a hablar de posverdad como esa dinámica fatal en la cual la verdad queda postergada como valor y los mismos hechos relativizados, cuando no manipulados o inventados, sirviéndose de los recursos informáticos y telemáticos propios de la cultura digital, para difundir las fake news que los medios propagan al servicio de un poder que rentabiliza sus efectos engañosos. Tal culmen del «ruido», alentado por mecanismos de manipulación muy eficaces, pone en dificultades una genuina libertad de expresión, en correlación con la palabra digna que bajo su amparo pueda expresarse. El cinismo que implica la dinámica de la posverdad se sitúa en las antípodas de los valores cívicos desde los cuales se pueden pronunciar en el espacio público «las mejores palabras».

El discurso político y la libertad de expresión: «discurso libre» frente a censuras y autocensura

Los humanos somos humanos porque, entre otras cosas, hablamos. El lenguaje es la mediación universal gracias a la cual tejemos la red de relaciones de nuestra socialidad y en virtud de la cual procedemos a la construcción social, lingüísticamente configurada, de la realidad. Cada lengua —digámoslo con Heidegger— es una acepción del mundo. Prolongando ese vector, Gamper subraya cómo, además, una lengua es nexo fundamental entre quienes constituyen una comunidad política, en el seno de la cual, cuando logra madurar como Estado democrático, emerge la libertad de expresión como derecho. Es verdad que la política es cosa de seres hablantes y que la política democrática, como producción y efecto de la res publica en el ágora ampliada de la sociedad, no puede eludir que la palabra vehiculada en los discursos políticos está afectada por las relaciones de fuerza que se dan en el ámbito del poder. Gamper lo reconoce, pero no por ello se queda en una visión tan marcadamente hobbesiana de ello como la que tiene, por ejemplo, el autor francés Jean-Claude Milner cuando, en su libro Por una política de los seres hablantes, se sitúa entre Foucault y Lacan para insistir en darle la vuelta a Clausewitz diciendo que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Gamper, por su parte, aun reconociendo que el mismo significado de las palabras acusa el peso del poder —es inevitable acordarse de Lewis Carroll escribiendo en Alicia a través del espejo que lo que significan las palabras depende de quién manda—, no se queda en ello, sino que reconoce un potencial de verdad en el discurso, sin el cual sobraría hablar de «mejores palabras».

En vez de quedar atrapado en una visión de corte hobbesiano en la que la libertad de expresión quedaría en el estrecho margen entre fuerzas que colisionan, Gamper busca apoyo histórico en John Stuart Mill, no sin rendir obligado tributo a Kant, convencido defensor, en su escrito sobre Teoría y práctica, de la «libertad de pluma» —reivindicada no solo para la filosofía, sino como facultad de todo ciudadano— como garantía de los «derechos del pueblo» cual anticipo de lo que después hemos conocido como libertad de prensa. En la obra Sobre la libertad, de Stuart Mill, la vehemente defensa de la libertad de expresión que en ella se hace brinda un argumento que Gamper destaca como aportación de tan insigne liberal inglés a la vez original y fecunda. La libertad de expresión no solo ha de ser defendida por mor del derecho de quien se acoge a ella para decir su palabra, sino además por el derecho de quienes puedan escucharla a oír las razones o motivos que se expongan. Recortar la libertad de expresión es, desde tal punto de vista, dar pie a un «robo» de la palabra que, por ello, no llega a sus posibles destinatarios. Así, la libertad de expresión se ve reforzada y aún más protegida aunque sea para decir impertinencias o discursos falaces, pues será el sometimiento a la crítica de los oyentes o lectores lo que ponga las cosas en su sitio. Gamper es decididamente contrario a la censura, por bienintencionada que se presente, pues en verdad nunca lo será.

La libertad de expresión no solo ha de ser defendida por mor del derecho de quien se acoge a ella para decir su palabra, sino además por el derecho de quienes puedan escucharla a oír las razones o motivos que se expongan

El autor de Las mejores palabras, pensando con buen criterio que estas también han de decirse y escucharse en el ámbito político y, más ampliamente, en el espacio de la opinión pública, pone en alerta respecto a sutiles mecanismos que, incluso sin presentarse abiertamente como censura, acaban dañando gravemente la libertad de expresión, empezando por el hecho de que cercenan lo que a Gamper le parece lo fundamental para que se pueda hablar de ella: el «discurso libre». De ahí que él predisponga las alarmas ante los peligros que supone la autocensura, siempre sofisticada manera de inhibir desde dentro el pensamiento propio para ajustarlo a lo que el poder permite o a lo que el grupo de pertenencia —partido, iglesia, movimiento, comunidad…— no vea mal, sea por moralismo asfixiante, sea por doctrinarismo político de lo más sectario. Con razón se remite para ello a La mente cautiva de Czeslaw Milosz, obra clave en la denuncia de esa suerte de «servidumbre voluntaria» —dicho con La Boétie— que supone someterse a los límites que impone el pensamiento gregario.

Como cabe esperar, tanto al criticar la censura como al alertar sobre la autocensura, Gamper no se olvida del gran George Orwell, que en 1984 ya expuso su fina y crítica descripción de las manipulaciones del lenguaje de las que se sirve un sistema totalitario. Frente a las mordazas y falseamientos que todo totalitarismo aplica, advirtiendo respecto a los deslices autoritarios que pueden alentar una deriva en esa dirección, Orwell espeta contra quienes ejercen el poder, e igualmente así lo lanza al pueblo que puede ceder en la defensa de sus derechos, un dicho lapidario: «Si la libertad significa algo, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír». Gamper abre con esa frase su capítulo sobre «Censura y vergüenza». Y de manera análoga comienza el que trata sobre «El respiro de la lengua» citando a Víctor Klemperer y su heroica obra LTI: La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. En ella se apoya a la hora de poner en guardia respecto a esas contaminaciones del lenguaje que terminan por prostituir las palabras, dejándolas aptas para los más sucios trabajos de normalización del dominio o de blanqueo del fascismo en cualquiera de sus variantes, lo cual no es aviso baladí para los tiempos que corren.

La amplia casa del lenguaje: palabras y silencios de un «demos» que quiere ser polifónico

Si el lenguaje es «la casa del Ser», que decía Heidegger, la lengua es la casa del demos. Así lo subraya Gamper, poniendo el énfasis en que el incontrolable —que no arbitrario— lenguaje y la lengua en que hablemos pertenecen a todos. No caben monopolios. No obstante, nuestro autor señala que la lengua común, siendo factor clave en la configuración de una comunidad,
lo es la de la comunidad política que se reconoce como nación. Afortunadamente, el vínculo entre lengua común y comunidad —koiné comunicativa—, gracias a la modulación democrática del mismo —más lo que supone una democracia constitucional en un Estado de derecho—, hace que la comunidad no se quede en etnos y sea conformada y confirmada como demos.

Con todo, Gamper insiste en la necesidad de «una» lengua común como irreemplazable factor de identidad política. El asunto no deja de presentar flecos sueltos, los cuales ahora no deben ser desatendidos. En sociedades de intensa diversidad cultural el monolingüismo se convierte en un imposible de hecho que puede derivar a obstáculo convivencial si se impone de derecho, consideración que no es contradictoria con una amable inmersión lingüística en la que sea lengua vehicular por excelencia. Los criterios del canadiense Will Kymlicka al respecto, a quien Gamper cita en ocasiones, son sumamente clarificadores, máxime si se aspira a una convivencia y a una democracia que puedan sonar como «polifonía», para lo cual es una referencia el mencionado Habermas de «la unidad de la razón en la pluralidad de sus voces», pero también, viniendo de más atrás y más lejos, el peruano Mariátegui de la «polifonía de los pueblos».

En sociedades de intensa diversidad cultural el monolingüismo se convierte en un imposible de hecho que puede derivar a obstáculo convivencial si se impone de derecho

En su recorrido por las distintas estaciones en las que se detiene, Gamper no elude una muy especial: el silencio, como reverso del decir. La vida del demos, si se quiere pacífica, «requiere un velo de silencio», escribe nuestro filósofo. Y lo afirma tanto del necesario callar a veces en las relaciones personales, como en el silencio cortés o pactado que en la vida pública es necesario para superar enfrentamientos. La cuestión es ardua en lo que a su tratamiento se refiere. Basta recordar los debates en España en torno a la memoria histórica en lo que afecta a la guerra civil y a la dictadura franquista. Cuando se trata de genocidios, crímenes contra la humanidad, víctimas de represiones brutales, ¿vale el silencio en aras de lo que sería una falsa reconciliación? También la experiencia nos dice que no vale, pues sería injusticia añadida al sufrimiento que otros ya padecieron. Habría que señalar dos condiciones a una posición que quisiera poner prudencia reconciliadora en lo que decimos respecto a conflictos y víctimas: tal prudencia debe ser recíproca —punto destacado por Gamper—, ya que no sería tal desde la asimetría que se da cuando una parte obliga a la otra a callar, lo que suele ir acompañado de negacionismo respecto de las barbaries ocurridas; y dicha prudencia de ninguna manera debe ser amnésica, lo cual no quiere decir que se aplauda el paralizante historicismo que criticaba Nietzsche, pero sí es exigible que lo que no se debe olvidar sea recordado. ¡Y dicho! La palabra de Gamper, reconocible entre «las mejores» y comprometida con la dignidad con las que esas mejores se alían, invita a continuar un decir que desde la phrónesis de su querido Aristóteles recupere el eco de quienes han sido y son silenciados. Para terminar, lo dicho: este es un excelente libro sobre la palabra libre.

F+ Marranos. El otro del otro

Contenidos-exclusivos-Marranos

Marranos. El otro del otro es el cuarto libro de la filósofa italiana Donatella Di Cesare, catedrática de la Sapienza-Università di Roma, publicado en la colección «Clásicos del mañana» de la Editorial Gedisa, después de la aparición de Heidegger y los judíos. Los Cuadernos negros (2017), Terrorismo (2017) y Tortura (2018), de la misma autora. Este texto de Di Cesare es una exploración inquieta e inquietante. Su indagación no promete al lector dar, al final del recorrido, con una terra incognita que se revelará reconfortantemente segura o con un tesoro hundido en las profundidades abisales del pasado, sino que se mueve en prodigiosos meandros que aguardan aún, en cada una de sus discontinuidades, una chispa de redención metafísico-política.

Por Facundo Bey, CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas)

El presente volumen no constituye una búsqueda por sumar un capítulo más a la no tan ingente, aunque sí muy actual, producción historiográfica sobre los marranos; y, sin embargo, las precisas referencias históricas, provenientes de una cuidada revisión bibliográfica, no faltan en absoluto.

La incursión de Di Cesare se desplaza en lo más íntimo de nuestra existencia: el desgarramiento constituyente de la identidad moderna, la escisión que trágicamente inauguró una experiencia histórica signada, por un lado, por la tortura, la expulsión, la culpa y la muerte, y por otro lado, por el recuerdo, la laceración y la vida.

A fuerza de hogueras, tormentos, desprecio, acusaciones provenientes tanto de sus verdugos como de otros judíos, los marranos fueron precipitados a la opacidad del secreto que, paradójicamente, como bien expone Di Cesare, encendió la llama de la esperanza mesiánica, custodiada para siempre por el celo de una fidelidad inconfesable. Es esta fidelidad infiel la que dislocará las exigencias de un inhóspito mundo exterior frente al que los judíos marranos intentarán construir su morada sagrada. Disonante comunidad insular, frágil, ambivalente e invencible, afincará su esperanza en un precario refugio interior que trepidará cada vez que resuenen las dudas sobre a dónde se va y a dónde se regresa cuando se ha debido escapar no solo por quién se es, sino también por quién no se es. ¿Quién es el que parte y quién será, efectivamente, aquel que regrese? ¿Quién es el que olvida y quién el que recuerda? Los ensayos de respuestas a estos interrogantes, recorridos capítulo a capítulo en este libro, permanecen en suspenso para el marrano, junto con su identidad.

Disonante comunidad insular, frágil, ambivalente e invencible, afincará su esperanza en un precario refugio interior que trepidará cada vez que resuenen las dudas sobre a dónde se va y a dónde se regresa cuando se ha debido escapar no solo por quién se es, sino también por quién no se es

Las violencias que sufrieron los marranos fueron tan cruentas como indelebles: persecuciones, conversiones voluntarias y forzadas, masivas e individuales, observancia clandestina de sus ritos y creencias, segregación externa, emigración interna. Cuando todo esto no fue suficiente para sus censores, sus cuerpos fueron tragados por el fuego de los autos de fe y por las aguas de los naufragios marítimos, luego de haberse embarcado, con rumbos dispares, en travesías rodeadas de angustia y esperanza.

Tal como sintetizó con plena claridad la autora, con los marranos «el mito de la identidad implosiona y se quiebra» (p. 11). Navegantes modernos de la última hora de la noche de una época y de un amanecer que ellos mismos encendieron con su vida y su muerte, descubridores a un mismo tiempo de América y de la dualidad del sí, su trayectoria describe e inscribe una novedad política radical y una radicalidad política inédita que desfigura al medioevo. Todo confín los transita, todo límite ellos lo redefinen siguiendo la ruta helicoidal de su ajenidad propia, socavando tangencialmente los estratos de la tradición en la que se reconocen y se desconocen. Habría que añadir que con esta meditación sobre la modernidad, tan bellamente escrita, «sin censuras ni apologías» (p. 11), también el mito del marranismo estalla en centellas al chocar iluminadoramente contra el silencio que durante siglos oscureció su presencia disimulada o negada no solo en familias y generaciones enteras, que día a día aún descubren y recuperan una cifra de inasible disidencia acallada dentro de su propia historia, sino en la filosofía e, incluso, en el seno de la identidad judía.

Como se ha sugerido, el libro de Di Cesare no es una contribución a los estudios historiográficos ni tampoco una versión romantizada de los dramáticos destinos de los marranos. Es, en cambio, me animo a decir recuperando el título de una de sus formidables obras más recientes, un trabajo que reconoce y subscribe la vocación política de la filosofía, deshaciendo y deshaciéndose de estereotipos para interrogar elementos actuales y determinantes de nuestra vida en común. Se trata, nada menos, de todo un andamiaje conceptual que dio su matriz a la modernidad política y que fue puesto en jaque por la figura del marrano desde sus raíces históricas y metafísicas: soberanía, ciudadanía, Estado-nación, elementos agrietados que en nuestra contemporaneidad global colapsan aplastando por igual a contingentes de indiferentes, explotados, exiliados y refugiados.

Se trata, nada menos, de todo un andamiaje conceptual que dio su matriz a la modernidad política y que fue puesto en jaque por la figura del marrano desde sus raíces históricas y metafísicas: soberanía, ciudadanía, Estado-nación…

De este modo, Di Cesare nos ofrece una desafiante y lograda contrahistoria de la modernidad política, en la que el marrano encarna la figura paradigmática de oposición a la pretensión de que la política sea el «lugar de la aparición total de lo humano», impuesto exteriormente por el Estado en cuanto «único principio que ordenara y articulara la humanidad» (p. 118). El camino escogido por la filósofa italiana va más allá y contrasta, afirmándose por su alcance ya en el rango de lo clásico, con la narración mito-teológico-política contenida en el influyente texto schmittiano de 1938 Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes. Allí, el jurista alemán deploraba, al calor de un orgulloso antisemitismo, la herida de muerte que el positivismo jurídico liberal habría propinado al Estado al inaugurar la separación moderna entre el «foro interno» y el «foro externo». Poco tiempo después de publicado aquel libro, Schmitt, con su participación en las Leyes de Núremberg, contribuiría a urdir la trama trágica que unió a los primeros marranos con los «judíos nuevos», cuyos descendientes, luego de haber sido asimilados y neutralizados como ciudadanos por el Estado moderno, acabarían por ser aniquilados en los Lager nacionalsocialistas.

El destacable trabajo de Di Cesare sobre la narración como ejercicio efectivo del recuerdo atraviesa su libro de principio a fin. Entre las narraciones brilla el relato talmúdico de Ester —«que significa “me esconderé”» (p. 27)—, la reina huérfana y extranjera, consorte del rey Asuero. Este último había sellado un edicto urgiendo al exterminio de los judíos, gracias a las intrigas de su ministro Amán. Sin embargo, por medio de un acto de desobediencia, Ester logró salvar a su pueblo: su subversiva y reparadora figura no podía sino estar destinada a alzarse en la posteridad entre mesiánicos y cabalistas. El apelativo encubridor que le hubo dado Mardoqueo —el anciano que la adoptó— encerraba, a su vez, el mandato velado de sus verdaderos padres, el de florecer por sí misma como la planta del mirto, precepto cifrado en su nombre original, Hadasa. Este relato que recupera la autora no solo es fundamental por la importancia que el marranismo y el misticismo cabalista le han concedido históricamente en su búsqueda política de reflejarse en el espejo roto del judaísmo moderno, sino por el rango filosófico-político que adquiere para Di Cesare en cuanto movimiento de reversión de la soberanía, de revocación de la ley, de reparadora anulación del exterminio.

El otro del otro es el subtítulo y el subsuelo de un libro que se interroga por «los efectos existenciales y políticos provocados por la condición híbrida de los marranos» (63). Los «cristianos nuevos» jamás serían aceptados como tales, por mayor que fuese su esfuerzo por examinar su aspecto y conducta bajo la mirada inquisitiva e inquisidora de los otros, pero tampoco volverían a ser considerados como iguales por los otros judíos: «el marrano se convirtió en el otro del otro» (p. 44). Esta alteridad otra es también la consecuencia no buscada del proceso de formación, consolidación e incorporación absoluta y centralizada de la población y el territorio en el naciente Estado-nación español, en los tiempos de la así llamada Reconquista. Es asimismo el certificado de nacimiento toledano del racismo de la sangre pura y del terrorismo teológico-político de Estado: del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición y de su tristemente célebre Tomás de Torquemada. Gran Inquisidor de Castilla y Aragón, responsable de miles de condenas a muerte, él mismo nieto de judíos conversos, fue el autor más que probable del Edicto de Granada [1492], el tormentum legal que alejaría para siempre a la Nação de su Sefarad. Esta expulsión inauguraría, a su vez, «el primer proyecto mesiánico mundial» (p. 102), desplegado en un «archipiélago planetario» (p. 95) que incluyó Tesalónica, Lisboa, Venecia, Ferrara, Livorno, Amberes, Ámsterdam, el Nuevo Mundo y las Indias Orientales. Así, en este vertiginoso y devastador proceso, «se fue delineando una alteridad más sutil y compleja» que la del «otro externo y exterior, estigmatizado, excluido y confinado físicamente en guetos», «apareció un “otro interno”: el marrano desplazó al judío» (pp. 43-44).

Así, en este vertiginoso y devastador proceso, «se fue delineando una alteridad más sutil y compleja» que la del «otro externo y exterior, estigmatizado, excluido y confinado físicamente en guetos», «apareció un “otro interno”: el marrano desplazó al judío»

Persecución tras persecución, la fragmentación interna del «sí mismo» floreció de facetas. El edicto de expulsión de 1492 fue un golpe demoledor que también dio una forma silente y replegada, dual e invisible, a la teología de los marranos. El delgado hilo que los unía con la tradición hebraica nunca se cortó, pero los ritos adquirieron paulatinamente formas imperceptibles, incluso hasta desaparecer. No obstante, aquellas prácticas que lograron conservarse adquirieron un significado crucial y fueron experimentadas desde esa dualidad lacerante. Para los marranos, el ansiado perdón de su perjuro diario quedaba revocado al concluir el kipur, de un día al otro y hasta el año siguiente. El ayuno de purim se prolongaba por tres interminables jornadas y la meguilá de Ester no coronaba victoria festiva alguna. Las candelas de jánuca y del shabat, escondidas en recónditos lugares de los hogares y del corazón, a seguro de las miradas curiosas, iluminaban con su tenue lumbre el recuerdo del recuerdo.

El mandato toraico de recordar se convirtió en arcano y eje político de la resistencia marrana. La narración cumplía para el recuerdo una función salvífica y reparadora porque atesoraba en la palabra compartida una posibilidad nueva y actual de articulación en vista de una justicia frágil y siempre en disputa, permitiendo la participación en un rescate conjunto de la historia. Exilio, creación y enmienda (tikun) serán tres términos fundamentales que darán su paso desde la cosmología cabalista hacia la política y la filosofía de la historia. No es de extrañar, entonces, el encuentro histórico entre la Cábala y el mesianismo, del que también se ocupa la autora, como tampoco sorprende su referencia a Walter Benjamin. Este último, como es sabido, tomó conocimiento del cabalismo a través de su amigo Gershom Scholem, quien, a su vez, fue el primero en introducir la noción de tikun en la interpretación de Benjamin. El Eingedenken benjaminiano, como señala Di Cesare, restituye el espacio de una «“cita secreta” entre las generaciones. La fuerza liberadora del recuerdo no incide solo en el futuro, sino también en el pasado» (p. 132), pues en la memoria de los vencidos que recupera Benjamin está contenida tanto la dominación como «la tradición de las víctimas, que tiene el cometido de narrar» (p. 133). Sin embargo, prohibida la memoria, los marranos quedaron hermanados en un pacto de silencio y ocultamiento, «dispersados formando una constelación del desastre, separados por una doble ajenidad, resisten ligados por el recuerdo de su secreto, un secreto cuya clave ya no poseen, inaccesible y al final desconocido, un secreto del secreto, del que no dudan en dar testimonio» (p. 136).

Sin embargo, prohibida la memoria, los marranos quedaron hermanados en un pacto de silencio y ocultamiento, «dispersados formando una constelación del desastre, separados por una doble ajenidad»

Por último, tampoco puede dejar de mencionarse, aunque es imposible reponerla aquí, la original recuperación que realiza Di Cesare, desde las entrañas del pensamiento marrano, es decir, en su irreconciliable desdoblamiento e irrevocable atopía, de la mística de Teresa de Ávila y su «castillo interior», de la democracia secular en la reflexión de Baruch Spinoza y de la búsqueda secreta de la filosofía de Jacques Derrida. Es evidente que el sello Editorial Gedisa ha acertado al traducir y publicar Marranos dentro de su colección «Clásicos del Mañana», pues están dados todos los elementos para que este libro de Di Cesare ocupe ese merecido lugar.

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