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F+ El presente continuo del ciudadano prudente

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Uno de los adjetivos que posiblemente mejor cuadran con el libro La imaginación conservadora, de Gregorio Luri (Ariel), es el de contracultural. El editor ya advirtió al autor de que hoy nadie se considera conservador y de que hace falta cierto valor para presentarse como tal. Fue precisamente esta advertencia la que acabó de decidir a Gregorio Luri, sabedor quizás de que todos somos más conservadores de lo que queremos creer.

Por Juan Piñol Ortega, de la Universitat de Barcelona

Con el propósito, pues, de predicar a los no creyentes, Luri presenta su cometido no como perteneciente a la teoría política o a la filosofía, sino encaminado a proporcionar los elementos de una imaginación conservadora. Pues son los «sentimientos, percepciones y predisposiciones» los que acaban siendo políticamente relevantes y «la historia es el proceso de transformar la imaginación en gestos». Siguiendo a Platón, Luri sabe que puede haber más poder en las canciones que en las leyes.

Si, como le recordaba Holmes a Watson, todos tenemos un pasado, es la actitud respecto al mismo una de las cosas que distingue al conservador, que no lo vive ni con nostalgia ni como antesala, sino como un punto privilegiado de perspectiva. Ni ve, entonces, el presente como inacabable anticipación del futuro.

Si hablamos de pasado y de futuro es porque estamos «en la conciencia del tiempo» (Nietzsche, Heidegger). Aceptando la orientación temporal, el conservadurismo de Luri es, pues, un pensamiento moderno, que el autor distingue de otros contemporáneos: reaccionario, progresista, innovador o liberal, dedicando a este, con Hayek como sparring, un capítulo propio.

Se trata de que sepamos labrarnos un presente «fértil», de «profundidad y densidad», sabedores de vivir en un mundo «de segunda mano», evitando que nuestra existencia devenga una «caída en el futuro». Esta comodidad con el presente y con la modernidad, ausente en reaccionarios y paleoconservadores, puede hacer parecer al conservadurismo de Luri como blando o contemporizador, cuando, en realidad, su «defensa apasionada» del subtítulo entronca con el principio revolucionario más radical nunca enunciado. El de Aristóteles, cuando afirma (Política) que nuestro propósito debe estar con lo bueno y no con lo antiguo. El radicalismo de Luri no es el de la regresión.

El conservadurismo de Luri es un pensamiento moderno, que el autor distingue de otros contemporáneos: reaccionario, progresista, innovador o liberal

Dejado claro lo anterior, el libro establece sus premisas. Una, el hombre como animal político, viene de la fundación de la filosofía política. Otra, los límites de la razón en política, de la reacción a las revoluciones modernas (Burke). Unida a ambas está la necesidad de la prudencia, relación «entre el saber y el hacer», alternativa conservadora a los planteamientos progresista e innovador, confiados para encarar el futuro en una providencia secularizada o en la fe en la tecnología. Y es el saber de los límites de la razón en política, de los límites de la teorización, lo que hace que el libro de Luri sean en realidad dos en uno («un libro de resonancias»). Pues son ellos los que, al impedir el planteamiento de un conservadurismo universal, nos llevan a tener que partir de la tradición local española. Tarea que, presentada modestamente como «invitación», es de importancia capital, pues, tras señalar que la búsqueda de esa tradición se ha hecho a menudo en el lugar equivocado, nos lleva a encontrar en nuestro país una sólida y a menudo ignorada veta de pensamiento político, precursora, a veces aventajada, de Hobbes, Rousseau, Locke o del mismísimo Debord.

Sentados propósito y premisas, pasa el libro a desmenuzar los elementos clave que configuran esa imaginación conservadora, no sin antes afirmar que esa imaginación, esa mirada afectuosa sobre el mundo y el gesto que la sigue, es la de una ideología, con todos sus rasgos: visión del mundo y de la naturaleza, orientación moral, retórica y programa político. Si algo tienen en común esos rasgos es la prudencia. Prudencia en la teorización, en la acción sobre la naturaleza, en la maleabilidad del individuo y en la acción política.

El conservador, con Pascal ni dogmático ni escéptico, es sabedor de sus límites y nunca debe sentirse decepcionado cuando se le hagan presentes. El fracaso o la decepción, nunca aceptablemente sorpresivos, son un recordatorio de sus planteamientos últimos. Su ideología es la del que se sabe viviendo en el tiempo del retirado dios platónico, el del hombre político, «frágil y falible». Una, obligadamente incompleta, relación de los referidos elementos clave bastará para poner bien de manifiesto su carácter a contracorriente.

Primero, para que una comunidad política «pueda vivir de sí misma» necesita ser una politeia, poseer una música propia y secular, solo audible para sus miembros. No es algo que los hombres ven, sino que está en su manera de mirar, no escrita, sino heredada con su necesidad de vivir juntos. Es un «hecho político primario». Primario, que no natural. Es la politeia la que debe darle sentido, «deber ser», a la naturaleza, que en sí «no tiene nada de política». Con la creciente valoración del pluralismo, el ciudadano bailarín, tomando conciencia de música y pasos, «ha perdido la alegría espontánea de su propio baile». Pero no con ella «la necesidad de copertenencia».

Esa copertenencia nos lleva al segundo elemento, el hombre como animal político, «anfibio», lábil, que no es, ni puede ser, ni solo natural ni solo cultural, y que necesita de la polis para cuidar de su alma, cuidado llevado a cabo precisamente en la tensión entre ambas, que Luri razona, frente al ensalzamiento actual de la espontaneidad, a partir de la represión pulsional freudiana.

Con la creciente valoración del pluralismo, el ciudadano bailarín, tomando conciencia de música y pasos, «ha perdido la alegría espontánea de su propio baile»

Si miramos nuestra alma desde la polis, a su forma actual, la «teatrocracia» democrática (Platón, Leyes; Tocqueville), «el régimen de los espectadores convertidos en espectadores de sí mismos», le es propia una mirada distante y que se quiere autónoma en su modo de ver las leyes. También alcanza esa mirada a la poesía, competidora de la polis a la hora de moldear ese alma, a la que puede corroer, proporcionando «perplejidades». Pero, a su vez, la polis necesita de ella, ya que su tarea, la de dar sentido a los animales políticos, no se reduce a una tecnología. El legislador es también poeta, lo que nos lleva de nuevo a Platón y a la «noble mentira», que, para consumo del ciudadano de la «teocracia», orgulloso de su «capacidad crítica» e insensato aspirante a la transparencia total, puede tomar la forma de fe en la politeia o de esperanza en una meta.

Es por no ser técnica la tarea de la polis por lo que las ciencias sociales no pueden tener por objeto «el mundo político» propiamente dicho, sino el «mundo desencantado» de Weber. Alerta, por tanto, con esos científicos que susurran al oído del gobernante para que cambie prudencia por leyes científicas. Lo que lleva a esa «ilusión gerencial» es el deseo de clarificación, de eliminar la incertidumbre. El conservador, por el contrario, es alguien dispuesto a vivir en modo incierto, que no busca soluciones definitivas, sino «remedios temporales».

Esa alerta ante soluciones tecnológicas para la polis lleva a reivindicar el sentido común de la gente corriente, los prejuicios, y la rutina, prudente, «sabia en su casa» y capaz de producir «un orden espontáneo… frágil e imperfecto», en el que se encuentran las respuestas que al intelectual se le han acabado. Y es que «los ciudadanos no viven solo de lógica». Esta necesita, para contrarrestar su efecto disolvente y la consiguiente pérdida de confianza en la polis, ir acompañada de la prudencia. Este recurso aristotélico al juicio prudente de la gente es, tal vez, el que hace necesaria la presentación del conservadurismo en el idioma de su mayor enemigo actual, la ideología.

El tercer elemento es el de los límites. Al preguntar («oponer la conciencia a la política») por ellos, «la posibilidad se erige en tribunal de la realidad». En la «teatrocracia», ese tribunal está «afiebrado», abandonado a la lógica del deseo, en un «despliegue permanente de lo posible». Si el límite/ley, que debe dar sentido, deja de ser sagrado, el descubrimiento de su movilidad es también el descubrimiento de «la maleabilidad de la propia alma». Aumenta el capricho personal y disminuye el pudor (nueva reivindicación de prejuicios y buenos modales), bajo la paradójica orden de «un mandamiento heterónomo: hay que ser autónomos».

Unida a esa pérdida de límites va la de sentido. La «teatrocracia» se convierte entonces en una sociedad terapéutica, hogar del emotivismo, del sentimentalismo, del victimismo y del «mi cuerpo es mío». Agudamente, Luri apunta como nacimiento simbólico del ciudadano de la «teatrocracia» moderna el del monstruo de Frankenstein, fruto de la filanropía, que exige ser primero feliz para poder ser virtuoso.

El conservador es alguien dispuesto a vivir en modo incierto, que no busca soluciones definitivas, sino «remedios temporales»

Como cuarto y último punto, nos encontramos con una de las premisas, los límites de la razón política. Vuelve aquí Luri a encararse con algunos de los mitos de la democracia y señala, con el Dewey tardío, que lo que la hace fuerte no es la ciencia social, sino la politeia, transmitida en las instituciones intermedias (familia), punto de anclaje de un ciudadano no siempre tan bien informado como pretende ser. Por ello, usando la vieja imagen de la nave política, el conservador, aunque «entiende que mantenerse a flote es una empresa muy digna», sospecha que para ello se requiere de «la esperanza de una meta».

Y así, retomando la «noble mentira», llegamos a «la verdadera cuestión», la del patriotismo, la «manifestación más clara de la fe de una politeia… al alcance de toda la ciudadanía».

Las «resonancias» que se han establecido entre los dos libros, unidos por la fuerte expresión vivencial del autor, parecen resolverse en un acorde disonante: en España, donde no ha acabado de cuajar un patriotismo «porque no supimos disfrutar del placer de fundar una patria», hay que «pedir disculpas por ser patriota». Y apunta Luri, a propósito de las patrias, algo que posiblemente sea también cierto para todo lo demás: no amamos lo que entendemos, sino que lo entendemos porque lo amamos. El problema es, pues, el de una incapacidad de amar, desde los «fuegos de artificio intelectuales» de la generación del 98 y su «pesadez» con la España como problema, hasta el «desarme persuasivo» de nuestros profesores universitarios actuales, maniatados por su «probidad intelectual» universalista, cuando «han sido las fronteras las que han permitido la defensa de los principios universales».

Termina este libro con un «nosotros somos nosotros» que, lejos de ser una tautología, es una invitación a echar mano de un «legítimo orgullo» para poder cumplir con el antiguo precepto de conocernos a nosotros mismos.

En este libro, apasionado y personal, escrito casi sin notas a pie de página, necesitado de la lectura pausada y repleto de caminos apenas apuntados, el conservador Luri está en las antípodas de cualquier científico social a la hora de explicarnos el mundo. Su ciencia, nos dice, es la de Sócrates, ese contemporáneo. Su lectura, un auténtico desafío, es imprescindible, no ya para conservadores, sino para todos los que viviendo con los tiempos, qué remedio, no quieran vivir solo con ellos.

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