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F+ Apología de la palabra libre

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Las mejores palabras: de la libre expresión es el libro del filósofo catalán Daniel Gamper, profesor de Filosofía política en la Universitat Autònoma de Barcelona. Sus líneas de investigación se centran en conceptos como la democracia o el liberalismo, y ha publicado Laicidad europea y La fe en la ciudad secular. Igualmente, ha traducido obras tanto de Nietzsche como de Habermas, Scheler, Butler y Croce, entre tantos otros. Escribe periódicamente en Ara y en «Cultura/s», de La Vanguardia.

Por José Antonio Pérez Tapias, decano de filosofía en la Universidad de Granada

Sin palabra libre no son posibles «las mejores palabras». Con esa convicción se adentra Daniel Gamper por los caminos del lenguaje, tendiendo la mano para que le acompañemos. Y, ciertamente, vale la pena el recorrido por las páginas de un libro muy bien escrito —¡no podía esperarse otra cosa hablando de «las mejores palabras»!—, que concitó méritos suficientes para que se le concediera el Premio Anagrama de Ensayo 2019.

Las mejores palabras, de Gamper (Anagrama).

La defensa de la libertad de expresión que plantea Gamper no se limita a una fría argumentación jurídico-política, sino que las razones a favor de ella arraigan en el suelo más hondo de experiencias antropológicas con el lenguaje y se nutren de una fenomenología de la comunicación que rastrea en diversos ámbitos cómo hacemos cosas con palabras —así volvería a decirlo John Austin—. Si los humanos nacemos con la capacidad para el lenguaje, es dicha capacidad la que ha de activarse en un complejo proceso de aprendizaje de la lengua materna en que empezamos a desenvolvernos, en el seno de una familia y en un entorno cultural determinado. Con finura sociológica, Gamper explora además cómo se produce ese aprendizaje lingüístico en medio de relaciones familiares que en la actualidad son muy distintas de como eran en la familia tradicional del pasado. El mayor horizontalismo y la manera como hijas e hijos se relacionan con sus progenitores dejan su marca en cómo se aprende la lengua y con qué usos de la misma se articula la comunicación en ese ámbito familiar desde el que se produce la inserción en una realidad social, siempre mediada lingüísticamente.

Quien anda a la búsqueda de «las mejores palabras» no deja de reconocer que el aprendizaje de la lengua, y la inmersión en una «comunidad de comunicación» —dicho al modo de Habermas, cuya obra aparece como hito ineludible en diversos momentos del recorrido de Gamper—, están hoy afectados por una apabullante sobredosis de «ruido» que no facilita el entendimiento entre hablantes. La presencia masiva de medios de comunicación, más, sumado a ellos, de manera especial lo que suponen Internet y las redes sociales, si bien hace que se incremente el flujo de comunicaciones, también provoca que se hagan notar nuevas formas de distorsiones de la comunicación y de perversiones de los mensajes que circulan. De hecho, eso llega al punto en el que nos vemos obligados a hablar de posverdad como esa dinámica fatal en la cual la verdad queda postergada como valor y los mismos hechos relativizados, cuando no manipulados o inventados, sirviéndose de los recursos informáticos y telemáticos propios de la cultura digital, para difundir las fake news que los medios propagan al servicio de un poder que rentabiliza sus efectos engañosos. Tal culmen del «ruido», alentado por mecanismos de manipulación muy eficaces, pone en dificultades una genuina libertad de expresión, en correlación con la palabra digna que bajo su amparo pueda expresarse. El cinismo que implica la dinámica de la posverdad se sitúa en las antípodas de los valores cívicos desde los cuales se pueden pronunciar en el espacio público «las mejores palabras».

El discurso político y la libertad de expresión: «discurso libre» frente a censuras y autocensura

Los humanos somos humanos porque, entre otras cosas, hablamos. El lenguaje es la mediación universal gracias a la cual tejemos la red de relaciones de nuestra socialidad y en virtud de la cual procedemos a la construcción social, lingüísticamente configurada, de la realidad. Cada lengua —digámoslo con Heidegger— es una acepción del mundo. Prolongando ese vector, Gamper subraya cómo, además, una lengua es nexo fundamental entre quienes constituyen una comunidad política, en el seno de la cual, cuando logra madurar como Estado democrático, emerge la libertad de expresión como derecho. Es verdad que la política es cosa de seres hablantes y que la política democrática, como producción y efecto de la res publica en el ágora ampliada de la sociedad, no puede eludir que la palabra vehiculada en los discursos políticos está afectada por las relaciones de fuerza que se dan en el ámbito del poder. Gamper lo reconoce, pero no por ello se queda en una visión tan marcadamente hobbesiana de ello como la que tiene, por ejemplo, el autor francés Jean-Claude Milner cuando, en su libro Por una política de los seres hablantes, se sitúa entre Foucault y Lacan para insistir en darle la vuelta a Clausewitz diciendo que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Gamper, por su parte, aun reconociendo que el mismo significado de las palabras acusa el peso del poder —es inevitable acordarse de Lewis Carroll escribiendo en Alicia a través del espejo que lo que significan las palabras depende de quién manda—, no se queda en ello, sino que reconoce un potencial de verdad en el discurso, sin el cual sobraría hablar de «mejores palabras».

En vez de quedar atrapado en una visión de corte hobbesiano en la que la libertad de expresión quedaría en el estrecho margen entre fuerzas que colisionan, Gamper busca apoyo histórico en John Stuart Mill, no sin rendir obligado tributo a Kant, convencido defensor, en su escrito sobre Teoría y práctica, de la «libertad de pluma» —reivindicada no solo para la filosofía, sino como facultad de todo ciudadano— como garantía de los «derechos del pueblo» cual anticipo de lo que después hemos conocido como libertad de prensa. En la obra Sobre la libertad, de Stuart Mill, la vehemente defensa de la libertad de expresión que en ella se hace brinda un argumento que Gamper destaca como aportación de tan insigne liberal inglés a la vez original y fecunda. La libertad de expresión no solo ha de ser defendida por mor del derecho de quien se acoge a ella para decir su palabra, sino además por el derecho de quienes puedan escucharla a oír las razones o motivos que se expongan. Recortar la libertad de expresión es, desde tal punto de vista, dar pie a un «robo» de la palabra que, por ello, no llega a sus posibles destinatarios. Así, la libertad de expresión se ve reforzada y aún más protegida aunque sea para decir impertinencias o discursos falaces, pues será el sometimiento a la crítica de los oyentes o lectores lo que ponga las cosas en su sitio. Gamper es decididamente contrario a la censura, por bienintencionada que se presente, pues en verdad nunca lo será.

La libertad de expresión no solo ha de ser defendida por mor del derecho de quien se acoge a ella para decir su palabra, sino además por el derecho de quienes puedan escucharla a oír las razones o motivos que se expongan

El autor de Las mejores palabras, pensando con buen criterio que estas también han de decirse y escucharse en el ámbito político y, más ampliamente, en el espacio de la opinión pública, pone en alerta respecto a sutiles mecanismos que, incluso sin presentarse abiertamente como censura, acaban dañando gravemente la libertad de expresión, empezando por el hecho de que cercenan lo que a Gamper le parece lo fundamental para que se pueda hablar de ella: el «discurso libre». De ahí que él predisponga las alarmas ante los peligros que supone la autocensura, siempre sofisticada manera de inhibir desde dentro el pensamiento propio para ajustarlo a lo que el poder permite o a lo que el grupo de pertenencia —partido, iglesia, movimiento, comunidad…— no vea mal, sea por moralismo asfixiante, sea por doctrinarismo político de lo más sectario. Con razón se remite para ello a La mente cautiva de Czeslaw Milosz, obra clave en la denuncia de esa suerte de «servidumbre voluntaria» —dicho con La Boétie— que supone someterse a los límites que impone el pensamiento gregario.

Como cabe esperar, tanto al criticar la censura como al alertar sobre la autocensura, Gamper no se olvida del gran George Orwell, que en 1984 ya expuso su fina y crítica descripción de las manipulaciones del lenguaje de las que se sirve un sistema totalitario. Frente a las mordazas y falseamientos que todo totalitarismo aplica, advirtiendo respecto a los deslices autoritarios que pueden alentar una deriva en esa dirección, Orwell espeta contra quienes ejercen el poder, e igualmente así lo lanza al pueblo que puede ceder en la defensa de sus derechos, un dicho lapidario: «Si la libertad significa algo, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír». Gamper abre con esa frase su capítulo sobre «Censura y vergüenza». Y de manera análoga comienza el que trata sobre «El respiro de la lengua» citando a Víctor Klemperer y su heroica obra LTI: La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. En ella se apoya a la hora de poner en guardia respecto a esas contaminaciones del lenguaje que terminan por prostituir las palabras, dejándolas aptas para los más sucios trabajos de normalización del dominio o de blanqueo del fascismo en cualquiera de sus variantes, lo cual no es aviso baladí para los tiempos que corren.

La amplia casa del lenguaje: palabras y silencios de un «demos» que quiere ser polifónico

Si el lenguaje es «la casa del Ser», que decía Heidegger, la lengua es la casa del demos. Así lo subraya Gamper, poniendo el énfasis en que el incontrolable —que no arbitrario— lenguaje y la lengua en que hablemos pertenecen a todos. No caben monopolios. No obstante, nuestro autor señala que la lengua común, siendo factor clave en la configuración de una comunidad,
lo es la de la comunidad política que se reconoce como nación. Afortunadamente, el vínculo entre lengua común y comunidad —koiné comunicativa—, gracias a la modulación democrática del mismo —más lo que supone una democracia constitucional en un Estado de derecho—, hace que la comunidad no se quede en etnos y sea conformada y confirmada como demos.

Con todo, Gamper insiste en la necesidad de «una» lengua común como irreemplazable factor de identidad política. El asunto no deja de presentar flecos sueltos, los cuales ahora no deben ser desatendidos. En sociedades de intensa diversidad cultural el monolingüismo se convierte en un imposible de hecho que puede derivar a obstáculo convivencial si se impone de derecho, consideración que no es contradictoria con una amable inmersión lingüística en la que sea lengua vehicular por excelencia. Los criterios del canadiense Will Kymlicka al respecto, a quien Gamper cita en ocasiones, son sumamente clarificadores, máxime si se aspira a una convivencia y a una democracia que puedan sonar como «polifonía», para lo cual es una referencia el mencionado Habermas de «la unidad de la razón en la pluralidad de sus voces», pero también, viniendo de más atrás y más lejos, el peruano Mariátegui de la «polifonía de los pueblos».

En sociedades de intensa diversidad cultural el monolingüismo se convierte en un imposible de hecho que puede derivar a obstáculo convivencial si se impone de derecho

En su recorrido por las distintas estaciones en las que se detiene, Gamper no elude una muy especial: el silencio, como reverso del decir. La vida del demos, si se quiere pacífica, «requiere un velo de silencio», escribe nuestro filósofo. Y lo afirma tanto del necesario callar a veces en las relaciones personales, como en el silencio cortés o pactado que en la vida pública es necesario para superar enfrentamientos. La cuestión es ardua en lo que a su tratamiento se refiere. Basta recordar los debates en España en torno a la memoria histórica en lo que afecta a la guerra civil y a la dictadura franquista. Cuando se trata de genocidios, crímenes contra la humanidad, víctimas de represiones brutales, ¿vale el silencio en aras de lo que sería una falsa reconciliación? También la experiencia nos dice que no vale, pues sería injusticia añadida al sufrimiento que otros ya padecieron. Habría que señalar dos condiciones a una posición que quisiera poner prudencia reconciliadora en lo que decimos respecto a conflictos y víctimas: tal prudencia debe ser recíproca —punto destacado por Gamper—, ya que no sería tal desde la asimetría que se da cuando una parte obliga a la otra a callar, lo que suele ir acompañado de negacionismo respecto de las barbaries ocurridas; y dicha prudencia de ninguna manera debe ser amnésica, lo cual no quiere decir que se aplauda el paralizante historicismo que criticaba Nietzsche, pero sí es exigible que lo que no se debe olvidar sea recordado. ¡Y dicho! La palabra de Gamper, reconocible entre «las mejores» y comprometida con la dignidad con las que esas mejores se alían, invita a continuar un decir que desde la phrónesis de su querido Aristóteles recupere el eco de quienes han sido y son silenciados. Para terminar, lo dicho: este es un excelente libro sobre la palabra libre.

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