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F+ Queda una voz. Del silencio a la palabra

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En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, el capítulo nº10 sobre Friedrich Nietzsche del libro Queda una voz (próxima publicación Herder 2022), de Anna Pagés.

10. Voces imparables

Esta es la objetividad más extraña que puede existir: la absoluta certeza sobre lo que yo soy se proyectó sobre cualquier realidad casual, —la verdad sobre mí dejaba oír su voz desde una horrorosa profundidad.

Friedrich Nietzsche

El filósofo Friedrich Nietzsche sufrió lo indecible de sí mismo. Como tanta otra gente antes y después de él, escuchó voces, normalmente en forma de cantos. Las voces de Nietzsche son melodiosas, dionisíacas, hasta que enmudecieron en la catástrofe final. Después de los tiempos antiguos, de los oráculos y los profetas, quedan las voces imparables. Llegó el silencio del oráculo, de Dios y de sus ángeles. Quedaron la ciencia y la tecnología, instrumentos para tapar la boca al más pintado. Un día, un estudiante me dijo que era capaz de describir los hechos objetivos sin problema: podía para ello usar las palabras que tenía a su alcance. Sin embargo, no sabía cómo ir más allá, por ejemplo, para interrogar los hechos empíricos, ¿qué hay que hacer? Le sugerí que pensara en su propia historia, una experiencia en primera persona: «a propósito de esto, una vez…» o algo así. Pareció haber entendido. Entonces dijo, pausadamente y en voz baja para que los otros no lo escucharan, que por primera vez había entendido cómo se puede filosofar. En ese instante pensé que filosofar también consistía en escribir sobre una voz subjetiva que el sistema educativo hace enmudecer y, a la vez, hacer enmudecer la voz del fenómeno objetivo, de lo que hay, para que una idea surja de ese silencio. Pensar significa también hacer callar una voz.

Nietzsche fue un filósofo problemático: no solo se cargó de un soplo los valores que sostenían la moral de Occidente, sino que dijo claramente que filosofar se hacía con un martillo en el frío de las altas cumbres. Fue un sujeto a la intemperie, sin hogar: en verano Sils Maria, en Suiza; en invierno Génova, en Italia. Siempre solo con su dolor de cabeza, sus revoltijos de estómago, su fragilidad corporal. Es el modelo del filósofo loco, que enseñó a pensar desde dentro de la locura y también a propósito de ella. Pero hay en Nietzsche algo más que me gustaría señalar aquí: en su obra y a lo largo de su vida plantea el problema de los límites de la palabra como lazo con el otro y como elementos para pensar. Las palabras pueden sostenerse durante un tiempo hasta que, llegado el momento definitivo del desencadenamiento de la locura, se caen a pedazos, desgarradas, hasta hundirse en el vacío del silencio que las guarda en su seno. No faltan las palabras, se acostaron a descansar, tapadas con un plumón de invierno, sepultadas por su propio peso. Nietzsche es el filósofo de las voces en la medida en que terminan por salir de su escritura. Es un exiliado de las palabras, que terminó su vida en silencio. Las palabras del filósofo también se acurrucan para no tener tanto frío en la cumbre helada desde donde se atreven a cuestionar y a transfigurar las verdades ya conocidas.

Nietzsche es un exiliado de las palabras, que terminó su vida en silencio

El 9 de enero de 1889 Franz Overbeck estaba junto a la ventana de su casa con su esposa cuando vio a Jacob Burckhardt detenerse frente a la puerta. Imaginó que algo no iba bien con su amigo común Nietzsche. Así lo cuenta Daniel Halevy en una de las clásicas biografías de Nietzsche:

Overbeck recibía de Turín una notas singulares. ¿Qué le sucedía al solitario? Burckhardt confirma estos presentimientos, muestra una carta totalmente clara: «Soy Ferdinand de Lesseps; soy Prado; soy Chambige (dos asesinos que ocupaban en esos días los periódicos de París): he sido enterrado dos veces, este otoño». Un poco más tarde, Overbeck recibía una carta parecida. Todos los conocidos de Nietzsche, o que había conocido, estaban igualmente alarmados. 1

Overbeck viajó a Turín para visitar a Nietzsche, a quien encontró vociferando, machacando el piano a codazos en su habitación alquilada, rugiendo intensamente su propia gloria. Pero la crisis final se había producido unos días antes, en la calle, en la Piazza Carlo Alberto de Turín, en una escena que —dirá Miguel Morey— «guarda un escalofriante parecido con otra escena (parte i, cap. 5) de Crimen y castigo, de Dostoyevski, autor del que sabemos que Nietzsche fue lector asiduo».2 

La escena de Crimen y Castigo es el contenido de un sueño que tiene Raskolnikov, el protagonista. Dice así el relato de Dostoyevski:

Va con su padre camino del cementerio y pasan junto a la taberna […] uncida a esa carreta grande va la pequeña y esquelética jaca alzana de un campesino, uno de esos animales —los había visto a menudo— que apenas pueden tirar de un carro cargado de leña o heno, y menos aún si se atascan en un surco o en el barro. Cuando así ocurre, los campesinos lo vapulean brutalmente con sus látigos, golpeándolo a veces hasta en el hocico y los ojos; y a él le daba una lástima tan grande, tan grande, de ver eso que casi rompía a llorar y su madre lo apartaba entonces de la ventana.3

En el sueño —un relato terrible, cuando lo leí por primera vez casi no sigo leyendo la novela— los campesinos borrachos y embrutecidos matan a palos a la pobre jaca, ensañándose a golpes, enfurecidos. Es un relato angustiante que pone los pelos de punta. Lo peor es la indefensión del animal.

En Turín, Nietzsche vio a un carretero que fustigaba encarnizadamente a su caballo. Corrió a interponerse entre ellos, abrazado al caballo, besando su hocico, sollozando. La policía intervino. Entonces Nietzsche se desmayó, cayó al suelo desvanecido. Al despertarse, entró en un delirio que ya no le abandonaría más. Su casero, un hombre llamado Daniele Fino, pasaba por ahí y le convenció de acompañarle a casa. Los cuidados de este casero bondadoso evitaron a Nietzsche ser inmediatamente internado en un manicomio italiano. Estamos en el final del siglo xix. Overbeck consigue convencerle para que viaje con él y un médico acompañante hasta Basilea, bajo el falso pretexto de una invitación especial de la Universidad para un homenaje.

Fuertemente sedado, Nietzsche es embarcado en un tren con destino a Basilea, bajo la tutela de Overbeck. Ahora está definitivamente de regreso. El trayecto del tren traza una diagonal bastante exacta a través del territorio por el que, compulsivamente, Nietzsche viajó a lo largo de toda su vida.4 

Durante el viaje, sucede un episodio interesante. Al llegar al túnel de San Gotardo, y mientras lo cruzaban en la oscuridad, Nietzsche empezó a cantar una bella canción veneciana. Era un canto que describía la noche titilante de Venecia, el alma como un arpa tocada por una mano invisible. Después enmudeció de nuevo. Dentro del túnel surgió una voz propia y melodiosa. La poética de su voz será el único destello de vida en la catástrofe que se avecinaba. A su llegada a Basilea es internado en un sanatorio. Vivió todavía once años más. Casi no hablaba. Se le diagnosticó parálisis progresiva. Dice Karl Jaspers que a pesar de los profundos dolores y las rupturas producidas por el malestar físico que sufrió durante toda su vida, no se ha diagnosticado globalmente la patología de Nietzsche.5 Después será internado en una casa de salud en Jena. Cuenta Halevy que en algunas ocasiones se acordaba de su obra y preguntaba: «¿No he escrito yo libros muy hermosos?».6 Un día, su hermana Elizabeth se puso a llorar, al ver el estado en el que se encontraba. Nietzsche la miró con ojos de niño y le preguntó: «¿Por qué lloras Lisbet? ¿No somos felices?».

Gadamer señaló que el abrazo de Nietzsche al caballo, en Turín, en plena calle, es un lugar al que volver filosóficamente. Este punto siempre ha sido para mí algo enigmático. En sus conversaciones con Silvio Vietta,7 Gadamer subrayó que no se puede «encerrar a Nietzsche en un sistema […] porque esa era su fortaleza, el estar enfermo». Y luego dice: «ya no creo que haya abrazado al caballo por compasión». Vietta pregunta «¿Sino?» y Gadamer responde «Sino que ambos todavía son niños».8

¿Qué quiso decir Gadamer con esta frase? Tal vez se refirió a la inocencia del animal y del ser humano, ese contacto epidérmico entre ambos para protegerse de la violencia del mundo, como cuando los niños buscan un escondite, debajo de la cama, dentro del armario, detrás del sofá, para no ser encontrados. «Ambos todavía son niños» se refiere, tal vez, al infans que no habla pero sabe expresarse con algunos vocablos puntuales, en holofrases. No me parece que Gadamer se refiriera a la manifestación de los sentimientos, como tantas veces se ha interpretado este punto al tratar de la vida del filósofo, en el sentido de la piedad que mostró hacia el animal. Miguel Morey indica que hay en Nietzsche «algo extático de la transfiguración, tal que un niño jugando; pero donde se trata a la vez de visualizar las posibilidades que se abren ante el desafío del instante».9 Tal que un niño jugando: a lo mejor Gadamer señaló este punto preciso. Una de las cosas que muchos niños hacen, cuando empiezan el juego simbólico, es hablar en voz alta describiendo sus acciones: «entonces vino el jinete malo y ¡zas!, empujó al soldado bueno que se cayó al suelo». Pero también: «ahora estoy jugando a las canicas» como una constatación de su propia acción, en diálogo con su cuerpo, más allá de la pregunta del adulto: «¿a qué juegas?». Hay en los niños una forma de hacer con la voz como eco del cuerpo, hasta que poco a poco se va interiorizando. En el caso de Nietzsche, la precariedad que invade su vida despedaza las palabras de otros hasta producir un desgarro definitivo y la aparición del mutismo en el desencadenamiento de la enfermedad. Gadamer dice que le gustaría volver a empezar desde el último Nietzsche («la última fase de Nietzsche») a la que califica de lírica. Apunta al fragmento poético como un impulso para pensar en forma abreviada. Decir lo máximo posible en el menor número de palabras y, en ocasiones, callar, como cuando el niño ve por primera vez el mar y dentro de sí dice «ohhhh», abriendo los ojos de par en par. Este pensamiento aforístico y fragmentario pone al descubierto una modalidad de la voz del filósofo que busca en sí misma su silencio.

Sus voces se concretan en un texto filosófico aforístico y fragmentario para demostrar que la filosofía también escucha voces que dicen cosas o plantean preguntas, enredando todas las certezas para inventar otras

La historia de Nietzsche es tan triste como intensa. Su cabeza hervía sin parar. La fascinación que ejerce en el lector el Nietzsche no manipulado por la bruja de su hermana procede del peculiar uso que hace de la lengua. Sus voces se concretan en un texto filosófico aforístico y fragmentario para demostrar que la filosofía también escucha voces que dicen cosas o plantean preguntas, enredando todas las certezas para inventar otras. A veces Nietzsche habla demasiado alto y hay que pedirle que baje un poco el volumen de la voz.

Michel Foucault cita la locura de Nietzsche con ternura. Le sirve de ejemplo para explicar de qué manera la conciencia crítica, invento moderno por excelencia, confiscó la experiencia humana del delirio, de la alucinación del loco. La locura como experiencia abre al mundo una verdad que no puede ser escatimada ni tampoco impugnada, porque no se puede dividir la existencia y sus andares entre el error y la verdad, lo correcto y lo incorrecto.

Pues la verdad de la locura es ser interior a la razón, ser una figura suya, una fuerza y como una necesidad momentánea para asegurarse mejor a sí misma.10

Dice Foucault sobre Nietzsche que «el derrumbe de su pensamiento es el elemento que hace que su pensamiento se abra hacia el mundo moderno».11 La locura es —dirá Foucault— lo que funda en el tiempo la verdad de una obra: «dibuja el borde exterior, la línea de derrumbe, el perfil recortado contra el vacío».12

El derrumbe del pensamiento, el instante en que la voz de un autor enmudece, señala la continuidad de su obra, no según un sistema o una línea cronológica, sino como punto de inflexión que abre una verdad diferente. El desgarramiento de la voz que cesa funciona como la llave maestra que permite reseguir un vacío desde donde «obligar al mundo a interrogarse».13 Dar razón a la sinrazón constituirá a partir de ese momento una empresa común de la cultura. En el parloteo constante de voces imparables se abre un tiempo de silencio necesario a esta puesta en suspenso de la obra, de la idea, del punto de vista:

No hay locura sino en el último instante de la obra, pues esta la rechaza indefinidamente a sus confines, allí donde hay obra, no hay locura; y sin embargo, la locura es contemporánea de la obra, puesto que inaugura el tiempo de su verdad.14 

Esta idea de la locura como forma de la voz, confrontada con la regularidad y coherencia de la obra, nos recuerda la oposición filosófica entre la phoné y el logos. La phoné es el aliento que hace existir una producción del lenguaje. En el logos, se trata más bien de la razón discursiva. Foucault subraya el final del logos (la obra) para plantear del revés su relación con el instante de inspiración-expiración del aliento. El aliento revela el calor del cuerpo vivo, no un sistema de ideas.

José María Alvarez y Fernando Colina señalan que las voces de la alucinación son formas de la subjetividad que no están al alcance de todos.15 En las psicosis, las palabras se descalabran, al no poder engancharse ni a un discurso (una frase) ni a un significado. Frente a esta precariedad del sujeto, surgen los ruidos constantes y también las voces. En un caso precioso relatado por el psicoanalista francés Philippe Lacadée,16 una joven llamada Violeta dice que sus voces son coloreadas. Dios le envía señales según el color de la ropa de su analista y de los colores de los cuadros en la consulta. La posibilidad de pintar, marcando con el trazo un lugar al que aferrarse, aliviará el ruido constante de esas voces imparables.

En otras ocasiones, la voz puede ser el diablo

En otras ocasiones, la voz puede ser del Diablo, que impreca al sujeto, le ordena hacer cosas, le prohíbe, le reprocha. El esfuerzo necesario para remontar esta situación es enorme. Se trata de intentar acallar algunas voces o entrar en diálogo con otras, como si se tratara de alguien con quien hablar. Todo el esfuerzo terapéutico consiste en convertir una voz en una interlocución en forma de delirio, que funcione para esta persona atenazada por una polifonía tremenda.

Las voces de la psicosis o la esquizofrenia no son las del filósofo, aunque el filósofo pueda ser un psicótico o un esquizofrénico. Más bien la obsesión del filósofo escucha sus pensamientos. Esa escucha facilita una producción de preguntas y de ideas, en un proceso de racionalización que las acompaña. En la psicosis o en la esquizofrenia, en cambio, las voces funcionan como certezas, verdades que proceden de afuera y que se imponen. Son algo externo invadiendo al sujeto, a veces en forma de órdenes, otras en forma de insultos o imprecaciones.

En su Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty indica que las alucinaciones no son una percepción. Dice así:

Un enfermo que nunca ha dudado de sus voces, cuando se le hace escuchar en el gramófono algunas voces parecidas a las suyas, interrumpe su trabajo, levanta la cabeza sin girarse, ve aparecer un ángel blanco, como sucede cada vez que escucha sus voces, pero no considera esta experiencia en la serie de las voces del día: en esta ocasión, no es lo mismo, es una voz «directa», tal vez la del médico.17

En esta anécdota, Merleau-Ponty subraya la diferencia entre las voces de la alucinación y las voces del gramófono, que el enfermo puede distinguir. La diferencia entre la persona con alucinaciones auditivas y la persona sana consiste en que la primera escucha voces mientras que la segunda no. Quien escucha voces lo hace de una manera solitaria. Por eso dice Merleau-Ponty que las voces de la alucinación auditiva son inaccesibles a la percepción. Quedan por fuera del mundo perceptivo, que el filósofo llamará mundo «facticio»:

El loco, según Merleau-Ponty, se construye un mundo privado. La relación de intersubjetividad hace del mundo de la percepción un mundo público. Lo normal puede así ser definido por oposición a lo patológico de la siguiente manera: «no estás loco si lo que escuchas yo también lo escucho.18

Para Merleau-Ponty, la alucinación supone una especie de «encuentro» en lugar de una percepción de objeto. La alucinación coloca en la realidad —dice Pierre Naveau en su interpretación del texto de Merleau-Ponty— un objeto que no pertenece a ella, siendo parte de la realidad exclusiva del sujeto que percibe la alucinación. Por ejemplo, escuchar una voz por fuera de un cuerpo concreto que esté ahí efectivamente. Se rompe de esta forma la intersubjetividad de la percepción para que aparezca en su lugar una percepción ad hoc característica de un individuo para quien el mundo como realidad compartida es algo difícil de percibir normalmente. Por eso el sujeto loco, como Nietzsche, está predominantemente solo. Es una soledad difícil de expresar en el sentido del lenguaje del Otro.

Para Merleau-Ponty, la alucinación supone una especie de «encuentro» en lugar de una percepción de objeto

Naveau compara en su artículo el punto de vista de Merleau-Ponty con el punto de vista de Lacan sobre las alucinaciones auditivas. Para Lacan, toda voz escuchada —sea o no real, en el sentido de compartida— está orientada a la palabra como perceptum, como objeto de percepción. Por eso dice Lacan que no es lo mismo una alucinación auditiva que una alucinación verbal. El sujeto que oye voces es por encima de todo un sujeto de palabra. En la cadena significante, la relación entre significantes (entre un significante y otro significante) se produce por un efecto retroactivo que, en un segundo momento, orienta la frase hacia un sentido:

La posición de Lacan consiste en efecto a sostener la tesis según la cual la alucinación señala las paradojas de la percepción de la palabra, en la medida en que lo que es percibido por el sujeto —la percepción— puede ser o bien la palabra del otro o bien su propia palabra.19

Para Lacan, la palabra tiene un efecto de sugestión primario. Esto significa que, aunque lo que otro diga no necesariamente se dirija a nosotros, el mero hecho de escucharlo hace que nos sintamos interpelados por lo que dice. En ese sentido, toda palabra es una especie de forzamiento. ¿Por qué? Porque la cadena significante se impone por sí misma al sujeto bajo la forma de la voz.20 La voz —dirá Jacques-Alain Miller— es el objeto escondido en la cadena significante.

Así pues, el primer tiempo trata de enlazar los significantes entre sí en la cadena que los religa. El segundo tiempo consiste en tratar de abrir un significado posible (equívoco) para los significantes. Según Lacan, lo que se produce en una alucinación verbal tiene dos dimensiones: por un lado, en el lugar del perceptum no hay un objeto (la alucinación verbal es un perceptum sin objeto); por otro lado, el tiempo del sentido queda en suspenso. El sujeto que escucha una voz no sabe quién está detrás de ella. Se queda perplejo al no identificar un quién. Por esa razón dirá Lacan que la alucinación verbal conduce al sujeto a una especie de suspense —en el sentido de este enigma que se abre sobre el sentido de una frase—. Esto contrasta con la certeza de la voz escuchada.

Según Miguel Morey, el Ecce Homo de Nietzsche es el texto más afín a sus mensajes de locura, que arrancan en el año 1888. Esas notas ponen a sus amigos y conocidos en estado de alarma. Morey afirma que no se puede responder a la pregunta sobre si Ecce Homo es una obra «de locura».21

Lo que sí puede asegurarse es que Nietzsche era plenamente consciente de la acción que estaba llevando a cabo; que, con su publicación, quemaba la última de sus naves, su trayectoria como escritor y pensador, y por tanto todo lo que le había sostenido a lo largo de su vida comprometido con la lucidez.22

Ecce Homo es la frase que pronunció Poncio Pilatos refiriéndose a Jesús. «He aquí al hombre» resuena para Nietzsche como una indicación para hacer resonar su propia voz bajo la forma del relato, pero también es un modo de presentarse arriesgando sus palabras cuando no hay más que decir, antes del desencadenamiento de la tragedia final. En efecto, Jesús está mudo, destrozado, físicamente agotado, frente a Poncio Pilatos. No tiene palabras a su disposición, no toma la palabra para defenderse. Deja que las cosas tengan lugar y que se cumpla lo anunciado. Nietzsche hace algo parecido en este texto, publicado póstumamente después de múltiples vicisitudes editoriales, recortado y censurado por las argucias de la hermana y de la madre. El filósofo cuenta quién es él, qué come, dónde vive, por qué es tan inteligente, por qué es tan sabio. Un sinnúmero de elementos se reúnen para dar cuenta de la complejidad de un personaje siempre a punto de hacer realidad el fatalismo ruso del soldado que tira la toalla y se acuesta en la nieve a esperar que nada suceda. Este límite de la voz, el instante previo al enmudecimiento, la dificultad de decir algo que atraviesa su posición filosófica y la desgarra antes de la tragedia, se ve claramente en Ecce Homo.

«He aquí al hombre» resuena para Nietzsche como una indicación para hacer resonar su propia voz bajo la forma del relato

En este texto la voz de Nietzsche se escucha por boca de Wagner, su padre muerto, su madre y su hermana, Alemania, Italia, Polonia, el afán de escribir y su difícil lazo con el Otro. La voz del filósofo se recorta en el texto como si estuviera afilando un cuchillo antes de cortar una carne fibrosa que opone resistencia. Dice Andrés Sánchez Pascual en la Introducción a Ecce Homo:

Para otros, este escrito es una cumbre de petulancia. El señor Nietzsche, piensan estos, quiere decirnos quién es él, para que no lo confundamos con otros. Muy bien, estamos dispuestos a escucharle. Pero ¿por qué habla tan alto, por qué nos atruena los oídos con sus gritos, con sus exclamaciones, con sus insultos?23

Es interesante esta idea de los gritos de Nietzsche. En efecto, muchas veces el lector de sus textos —y esto es particularmente cierto en Ecce Homo— tiene la impresión de que el filósofo habla demasiado alto. No en vano él mismo dice: «la absoluta certeza sobre lo que yo soy se proyectó sobre cualquier realidad casual, la verdad sobre mí dejaba oír su voz desde una horrorosa profundidad».24 Esta voz que resuena como un trueno desde lo más hondo se revela igualmente en su descripción del estilo. Nietzsche comenta lo inédito de su estilo, subrayando el hecho que comunica «un estado, una tensión interna de pathos, por medio de signos, incluido el tempo (ritmo) de esos signos».25 La pluralidad de formas artísticas, de gestos, a través de los que la filosofía puede revelar «la multiplicidad de los estados interiores» ocupa un lugar central en la voz de Nietzsche. Él es Zaratustra: su voz es digna de ser oída: «con un ditirambo como el último del tercer Zaratustra, titulado Los siete sellos, he volado miles de millas más allá de todo lo que se llamaba poesía».26 Y luego dice: «debería habérseme preguntado qué significa cabalmente en mi boca, en boca del primer inmoralista, el nombre Zaratustra».27 Para destruir —él usa la palabra «aniquilar»— la moral, es necesario hablar fuerte, ventilar el ambiente putrefacto del moralista: «Decir la verdad y disparar bien con flechas, esta es la virtud persa».28 La palabra como proyectil de la excepción atraviesa el relato de sí mismo que desarrolla el filósofo: «¿Se me ha entendido? Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad es el haber descubierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos».29 Y de nuevo Zaratustra: «¿Se me ha entendido? —No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zaratustra».30 El libro sobre Zaratustra —dirá Nietzsche— «está dotado de una voz que atraviesa milenios».31 El personaje de Zaratustra no responde a la compasión como un «gran grito de socorro». Permanece «dueño de la situación». Esta idea de la voz en su dimensión de invocación está presente a lo largo del texto, pero en condiciones distintas según se trate de la voz de Nietzsche-Zaratustra o de la voz de quien pide ayuda escondiéndose en los ideales tan rechazados por el autor de Ecce Homo.

El texto Ecce Homo está repleto de signos de exclamación. La lectora tiene la impresión de estar subida a una montaña rusa, de marearse con tantas subidas de tono:

¡Al diablo señores críticos!

¡Cómo podría yo ser ni siquiera desear ser leído por los modernos que conozco!32

¡Dios me ayude! Amén.33 

¡La racionalidad a cualquier precio, como violencia peligrosa, como violencia que socava la vida!34

¡Con estas dos ideas había saltado yo muy alto por encima de la lamentable charlatanería, propia de mentecatos, sobre optimismo contra pesimismo!35

Dice Jaspers que la obra de Nietzsche es una especie de roca precipitada al vacío de la que quedan los escombros. Entre las piedras hay que buscar la voz creativa del filósofo. En el momento preciso del derrumbamiento, quedó quebrada en mil pedazos, pero el trueno que la empujó hacia el cielo (a seis mil pies de altura, en el frío de las cumbres) insiste en dar cuenta de su certeza. He aquí, tal vez, una clave para releer las obras de Nietzsche, según el vigor de su tonalidad. Es una pista desbrozada y limpia hacia otra filosofía.


1 D. Halevy, Nietzsche, Madrid, Ediciones La Nave, p. 427.

2 M. Morey, Vidas de Nietzsche, Madrid, Alianza, 2018, p. 449 (nota al pie).

3 F. Dostoyevski, Crimen y Castigo, Madrid, Alianza, pp. 103-104.

4 M. Morey, Vidas de Nietzsche, op. cit., p. 450.

5 K. Jaspers, Nietzsche, Buenos Aires, Sudamericana, 1963.

6 D. Halevy, Nietzsche, op. cit.

7 Me he referido a este comentario de Gadamer en mi libro Al filo del pasado, Barcelona, Herder, 2006. Cf. H.G. Gadamer, Hermenéutica de la Modernidad, op. cit., pp. 25-26.

8 H.G. Gadamer, Hermenéutica de la Modernidad, op. cit.

9 M. Morey, Vidas de Nietzsche, op. cit.

10 M. Foucault, Historia de la locura en la época clásica i, Madrid, fce, 2018, p. 63.

11 Id., Historia de la locura en la época clásica ii, Madrid, fce, 2018, p. 302.

12 Ibid.

13 Ibid., p. 303.

14 Ibid., p. 304.

15 J.M. Alvarez y F. Colina, «Entre voces», en Las voces de la locura, Barcelona, Xoroi, 2016, pp. 69-83.

16 P. Lacadée, «De la voix au trait. Un cas de psychose», Quarto 54, 1994, pp. 6-12.

17 M. Merleau-Ponty, Phénomenologie de la Perception, París, Gallimard, p. 386. Citado en P. Naveau, «L’hallucination et le temps logique», Quarto 54, 1994, pp. 18-21.

18 P. Naveau, «L’hallucination et le temps logique», op. cit.

19 Ibid., p. 24.

20 J. Lacan, Écrits, París, Seuil, p. 533. Citado en P. Naveau, «L’hallucination et le temps logique», op. cit.

21 M. Morey, Vidas de Nietzsche, op. cit., p. 447.

22 Ibid23 A. Sánchez Pascual, «Introducción», en F. Nietszche, Ecce Homo, Madrid, Alianza, 2005, p. 8.

24 F. Nietzsche, Ecce Homo, op. cit., p. 81.

25 Ibid., p. 69.

26 Ibid., p. 70.

27 Ibid., p. 137.

28 Ibid.29 Ibid., p. 141.

30 Ibid., p. 143.

31 Ibid., p. 19.

32 Ibid., p. 64.

33 Ibid., p. 67.

34 Ibid., p. 76.

35 Ibid., p. 77.

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Por Slavoj Žižek, International Director The Birkbeck Institute for the Humanities Malet Street

Me defino a mí mismo como un hegeliano, pero ¿a qué Hegel me estoy refiriendo? ¿Desde dónde estoy hablando? Para simplificarlo al máximo, la tríada que define mi posición filosófica es la de Spinoza, Kant y Hegel. Posiblemente Spinoza sea la cumbre de la ontología realista: existe una realidad substancial ahí fuera y podemos llegar a conocerla a través de nuestra razón, disipando el velo de las ilusiones. El giro transcendental de Kant introduce aquí una brecha fundamental: nunca podemos tener acceso al modo en que las cosas son en sí mismas, nuestra razón está confinada en el dominio de los fenómenos y, si intentamos ir más allá de los fenómenos hacia la totalidad del ser, nuestras mentes quedan atrapadas en necesarias antinomias e inconsistencias. Lo que hace Hegel aquí es plantear que no hay realidad en sí misma más allá de los fenómenos, lo que no significa para nada que todo lo que hay sea la interacción de los fenómenos. El mundo fenoménico está marcado por la barrera de la imposibilidad, pero más allá de esta barrera no hay nada, ningún otro mundo, ninguna realidad positiva, así que no estamos volviendo al realismo pre-kantiano; es solo que lo que para Kant es la limitación de nuestro conocimiento, la imposibilidad de alcanzar la cosa-en-sí-misma, está inscrita en esta cosa misma.

Pero, de nuevo, ¿puede Hegel desempeñar todavía el papel del horizonte insuperable de nuestro pensamiento? ¿Acaso la ruptura con el universo metafísico tradicional, la ruptura que define las coordenadas de nuestro pensamiento, no tiene lugar posteriormente? La muestra más segura de esta ruptura es la reacción instintiva que nos invade cuando leemos algún clásico de la metafísica —algo nos dice que hoy en día sencillamente ya no podemos pensar de ese modo… ¿Y acaso esa reacción instintiva no nos invade también cuando leemos las especulaciones de Hegel acerca de la idea absoluta, etc.? Hay un par de candidatos para esta ruptura que hace que Hegel ya no sea nuestro contemporáneo, empezando por el giro post-hegeliano de Schelling, Kierkegaard y Marx, pero este giro puede fácilmente explicarse en términos de una inversión inmanente del tema idealista alemán. Respecto a los asuntos filosóficos que han predominado en las últimas décadas, una nueva y más convincente argumentación acerca de esta ruptura fue presentada por Paul Livingston, quien, en su The Politics of Logic, la sitúa en el nuevo espacio simbolizado por los nombres de «Cantor» y «Gödel», donde, por supuesto, «Cantor» está por la teoría de conjuntos que, por medio de procedimientos autorreferentes (conjuntos vacíos, conjuntos de conjuntos), nos obliga a admitir una infinidad de infinitos, y «Gödel» por sus dos teoremas de incompletitud que demuestran que —para simplificarlo al máximo— un sistema axiomático no puede demostrar su propia coherencia puesto que genera necesariamente afirmaciones que no pueden ser ni probadas ni refutadas por él.

Con esta ruptura entramos en un universo nuevo que nos obliga a dejar atrás la noción de una visión coherente de (toda) la realidad (hasta el marxismo, por lo menos en su forma predominante, puede verse todavía como una manera de pensar que pertenece al viejo universo: elabora una visión bastante coherente de la totalidad social, en algunas versiones hasta del todo de la realidad). Sin embargo, el nuevo universo no tiene nada en absoluto que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosophie, cuyo primer representante ha sido Schopenhauer, es decir, con la idea de que nuestra mente racional sea solamente una superficie sutil y que las verdaderas bases de la realidad sean impulsos irracionales. Nos quedamos dentro del dominio de la razón y este dominio es privado de su consistencia desde dentro: las inconsistencias inmanentes de la razón no implican que no exista alguna realidad más profunda que se escapa a la razón; estas incoherencias son en cierto sentido «la cosa misma». Nos encontramos en un universo en el cual las incoherencias no son una señal de nuestra confusión epistemológica, del hecho de que no alcanzamos «la cosa misma» (que, por definición, no puede ser incoherente), sino, al contrario, una señal de que tocamos la realidad.

El nuevo universo no tiene nada en absoluto que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosophie, es decir, con la idea de que nuestra mente racional sea solamente una superficie sutil y que las verdaderas bases de la realidad sean impulsos irracionales

Las raíces de todas estas inconsistencias son, por supuesto, las paradojas de la autorreferencia, de un conjunto que se vuelve uno de sus propios elementos, de un conjunto que incluye un conjunto vacío como uno de sus subconjuntos, como su propio suplente entre sus subconjuntos. La perspectiva hegelo-lacaniana concibe estas paradojas como una indicación de la presencia de la subjetividad: el sujeto puede emerger solamente en el desequilibrio entre un género y sus especies; el vacío de la subjetividad es, en última instancia, el conjunto vacío entendido como la especie en la cual un género se encuentra en su determinación opositora, tal como lo habría dicho Hegel. Pero, ¿cómo puede la misma característica ser la señal de la subjetividad y simultáneamente la señal de que hemos tocado lo real? ¿No tocamos lo real justamente cuando tenemos éxito al erosionar nuestro punto de vista subjetivo? La lección de ambos, Hegel y Lacan, es exactamente la opuesta: cada visión de la «realidad objetiva» ya se constituye a través de la subjetividad (trascendental) y solamente tocamos lo real cuando incluimos en el campo de nuestra visión el corte-en-lo-real de la subjetividad misma.

La metafísica de la subjetividad lidia con estas paradojas por medio de la noción de reflexividad como herramienta básica de la autoconciencia, de la habilidad de nuestra mente de referirse a sí misma, de ser consciente no solamente de los objetos sino también de sí misma, de cómo se refiere a los objetos. El gesto elemental de la reflexividad es el de dar un paso atrás e incluir dentro de la imagen o situación que se está observando o analizando la presencia de uno —solamente de este modo puede obtenerse la imagen completa. Cuando, en una novela policial, el investigador está analizando la escena del crimen, tiene que incluir en ella su propia presencia, su propia mirada— a veces, el crimen está literalmente puesto en escena para él, para atraer su mirada, para involucrarlo en el relato. En algunas películas el detective que investiga un asesinato descubre que él es directamente el destinatario, es decir, que el asesino entendió el crimen como una advertencia para él. De forma parecida, en una de las novelas de Perry Mason, Mason presencia el interrogatorio policial de una pareja sospechosa de un asesinato sin poder entender por qué el marido, más que de buena gana, narra todos los detalles de lo que la pareja estaba haciendo el día del asesinato, pero luego lo comprende —el verdadero destinatario del detallado relato del marido era su mujer, es decir, él utilizó la oportunidad de estar juntos (los dos se mantenían separados en la prisión) para contarle a ella su falsa coartada, la mentira a la que ambos debían de atenerse… Uno puede también imaginarse una historia en la que el relato que el sospechoso de asesinato cuenta a la policía es una amenaza de chantaje velada para uno de los detectives de policía presentes. Lo que todos estos casos comparten es el hecho de que, para comprender una declaración, uno ha de identificar el destinatario. Esta es la razón por la que un detective necesita de figuras como el Watson de Holmes o el Hastings de Poirot, alguien que represente el gran Otro en su aspecto de sentido común, la mirada que el asesino preveía cuando cometió el crimen

Lo que se vuelve palpable con la ruptura Cantor/Gödel es la cantidad total de paradojas autorreferenciales que pertenecen a la subjetividad: una vez incluida nuestra propia posición en la imagen del todo, no hay camino de vuelta a una visión del mundo consistente. Así, la ruptura Cantor/Gödel hace imposible una totalidad consistente —tenemos que elegir entre totalidad y consistencia, no podemos tener ambas al mismo tiempo, y esta elección se materializa en las dos orientaciones del pensamiento del siglo XX bautizadas por Livingston como genérica (la posición de Badiou de optar por la consistencia a expensas de la totalidad) y como paradójico-crítica (optar por la totalidad a expensas de la consistencia —en este saco Livingston, de manera no del todo convincente, mete a Wittgenstein, Heidegger, Lévi-Strauss, Foucault, Deleuze, Derrida, Agamben y Lacan). A esta altura notamos el primer hecho extraño en el edificio de Livingston, un sorprendente desequilibrio: si bien la paradójico-crítica y la genérica se presentan como dos maneras de lidiar con el nuevo universo que vuelve imposible una totalidad consistente, tenemos en un lado una multiplicidad de pensadores muy divergentes y en el otro lado un nombre solo, el de Badiou. La implicación de este desequilibrio está clara: demuestra que el verdadero tema del libro de Livingston es: ¿cómo proporcionar una correcta respuesta paradójico-crítica al enfoque genérico de Badiou? Livingston trata a Badiou con mucho respeto y es muy consciente de que los fundamentos lógicos y políticos de su posición genérica han sido elaborados de una manera mucho más precisa que las respectivas posiciones de los principales representantes del enfoque paradójico-crítico. Lo que vuelve a Badiou tan importante es el hecho que él elabora explícitamente su posición acerca del tema indicado en el título del libro de Livingston, «la política de la lógica»: las profundas implicaciones del tema filosófico-lógico de la consistencia, de la totalidad y de las paradojas de la autorreferencia. ¿Acaso semejantes paradojas no se encuentran en el corazón mismo de todo edificio de poder que tiene que imponerse de una manera ilegítima y luego legitimar retroactivamente el ejercicio de su poder?

Tenemos que elegir entre totalidad y consistencia, no podemos tener ambas al mismo tiempo, y esta elección se materializa en las dos orientaciones del pensamiento del siglo XX bautizadas por Livingston como genérica y como paradójico-crítica

Aunque aprecie profundamente el enfoque de Livingston, mis divergencias con él son múltiples. En primer lugar, la dualidad básica del universo del pensamiento que procede de la ruptura de Cantor/Gödel es, para mí, no la que se da entre ontoteológico y criteriológico, sino la que se da entre ontológico (en el sentido de una ontología realista universal) y trascendental —entre Spinoza y Kant, para dar dos nombres ejemplares. En segundo lugar, la verdadera ruptura con este universo se cumple ya con Hegel y el pensamiento post-hegeliano es una regresión con respecto a Hegel. La postura de Livingston hacia Hegel está clara: mientras que admite que la dialéctica de Hegel es un caso ejemplar de totalidad inconsistente, sin embargo afirma que en el
pensamiento de Hegel esta inconsistencia está finalmente «asimilada» en la totalidad más amplia del autodesarrollo racional, de manera tal que los antagonismos y las contradicciones quedan reducidos a momentos subordinados del Uno. Aunque esta visión pueda aparecer casi autoevidente, sin embargo, uno debería cuestionarla. Hegel no difiere de la postura paradójico-crítica porque en su pensamiento todos los antagonismos y las contradicciones quedan «asimilados» en el Uno de la totalidad dialéctica —la diferencia es mucho más sutil.

Para explicar esta diferencia, dirijámonos a Lacan. Para un lacaniano, es inmediatamente evidente que la dualidad de Livingston entre genérico y paradójico-crítico encaja perfectamente con la dualidad del lado masculino y femenino de las «fórmulas de la sexuación». La posición genérica de Badiou es claramente «masculina»: tenemos el orden universal del ser (cuya estructura ontológica está descrita en detalle en la obra de Badiou) y la excepción de los acontecimientos-verdad que pueden producirse ocasionalmente. El orden del ser es consistente y continuo, obedece a estrictas reglas ontológicas y no permite paradojas autorreferentes; es un universo sin una unidad preestablecida, un universo compuesto de multitudes de multitudes, de muchas palabras y muchos lenguajes. Badiou proporciona aquí una gran lección en contra de la sabiduría tradicional según la cual la vida es un movimiento circular y finalmente todo se vuelve polvo: este círculo cerrado de la realidad, su generación y corrupción, no es todo lo que hay, los milagros acontecen de vez en cuando, el movimiento circular de la vida queda suspendido por la irrupción de algo que la metafísica y la teología tradicionales han llamado eternidad, un momento de estasis en el doble sentido del término (fijación, congelación del movimiento de la vida y a la vez perturbación, agitación, la subida de algo que se resiste al flujo regular de las cosas). Pensemos en el enamoramiento: es una interrupción de mi vida habitual y mi vida se queda congelada por la fijación en el amado… En contraste con esta lógica del orden universal del Ser, y su excepción eventual, el enfoque paradójico-crítico se centra en las inconsistencias e interrupciones inmanentes del orden mismo del Ser. No existe una excepción del Ser; no porque el orden del Ser es todo lo que existe, sino porque, para ponerlo en términos especulativos, el análisis paradójico-crítico demuestra cómo este orden es ya en sí mismo su propia excepción, mantenida por la violación permanente de sus propias reglas. Aunque Badiou describa en términos precisos cómo los vacíos y las brechas (entre presencia y representación) en el orden del Ser hacen posible el Acontecimiento, sin embargo, define el Acontecimiento como una intrusión milagrosa que inquieta la continuidad del Ser, como algo que no es parte del Ser.

En contraste con esta lógica del orden universal del Ser, y su excepción eventual, el enfoque paradójico-crítico se centra en las inconsistencias e interrupciones inmanentes del orden mismo del Ser

Sin embargo, desde el punto de vista paradójico-crítico, el orden del Ser es pulverizado constitutivamente y perturbado desde su interior —en términos freudianos y en tanto que Badiou se refiere al orden del Ser humano considerándolo como la búsqueda de la supervivencia de los placeres, es posible afirmar que Badiou pasa por alto la dimensión de lo que Freud llama «pulsión de muerte», la fuerza perturbadora del no-ser en el corazón del Ser. De esta forma se pasa de la lógica «masculina» a la lógica «femenina»: en lugar del orden universal del Ser alterado por excepciones eventuales, el Ser mismo está marcado por una imposibilidad de fondo, el no-todo.

Livingston tiene la perspicacia de darse cuenta del precio que tiene que pagar por su ontología universal y coherentemente matemática: pues tiene que postular como componentes básicos de la realidad la multitud y el vacío, la «multitud de multitudes» que surge del vacío y no a través de la autodiferenciación de lo Uno. En el universo Cantor-Gödel, se puede obtener una universalidad coherente solo si se excluye de él lo Uno desde el nivel más básico —lo Uno aparece en un segundo momento, como resultado de la operación de conteo que constituye un mundo a partir de la multitud. A este nivel existe también una multiplicidad irreductible de mundos —cuerpos, mundos, lenguajes son todos múltiples e imposibles de totalizar bajo algún Uno. La sola y verdadera universalidad, la sola universalidad capaz de imponer un Uno que atraviese la multiplicidad de cuerpos y lenguajes (y también de «mundos») es la universalidad del Acontecimiento. En el ámbito político, el nivel del Ser es ocupado por una multiplicidad de cuerpos y lenguajes, o de «mundos» (culturas), de modo que lo único que se puede alcanzar a este nivel es una especie de multiculturalismo liberal y de tolerancia hacia una diferencia irreductible: cada plan que consiste en imponer un proyecto universal que uniría todas las culturas —como el comunismo— tiene que parecer como una forma de imposición opresiva y violenta. En contraste con el enfoque genérico de Badiou, el enfoque paradójico-crítico no acepta la prioridad ontológica de lo múltiple con respecto a lo Uno: por supuesto, cada Uno es minado, frustrado y fracturado por antagonismos e inconsistencias, pero está aquí desde el comienzo como la imposibilidad que abre el espacio para la multiplicidad. En relación con el lenguaje, tiene razón la Biblia con su parábola de la torre de Babilonia: la multiplicidad de las lenguas supone el fracaso de la Lengua del Uno. Eso es a lo que Hegel apunta con su noción de «universalidad concreta»: el encadenamiento de fracasos. Surgen muchas formas de estado porque el estado en sí mismo es una noción inconsistente/antagonista.

En el ámbito político, el nivel del Ser es ocupado por una multiplicidad de cuerpos y lenguajes, o de «mundos» (culturas), de modo que lo único que se puede alcanzar a este nivel es una especie de multiculturalismo liberal y de tolerancia hacia una diferencia irreductible

Para decirlo de forma diferente, el movimiento elemental de la universalidad concreta consiste en convertir la excepción con respecto a una universalidad en el elemento que funda la universalidad misma. Consideremos un ejemplo quizás un poco sorprendente, el de los judíos y el Estado de Israel. Alain Finkielkraut escribió: «Hoy los judíos han escogido el sendero del enraizamiento». Es fácil apreciar en esta afirmación un eco de Heidegger, quien decía, en su entrevista para la revista Der Spiegel, que todas las cosas esenciales y grandes pueden surgir solamente de nuestro tener una patria, de nuestro enraizamiento en una tradición. La ironía es que estamos ante un intento extraño de movilizar tópicos antisemitas para legitimar el sionismo: en relación con los reproches antisemitas hacia los judíos, acusados de no poseer raíces, parece que el sionismo constituya un intento de corregir esta falta al proporcionar a los judíos raíces, aunque tardíamente… No tiene que sorprender que muchos antisemitas conservadores apoyen implacablemente la expansión del Estado de Israel. Sin embargo, el problema actual con los judíos consiste en su intento de echar raíces en un lugar en el que ellos no han vivido a lo largo de miles de años, sino que ha sido habitado por otros pueblos. La solución no consiste entonces en renormalizar a los judíos todavía en otra nación enraizada, sino en dar una vuelta a la perspectiva: ¿qué pasa si los judíos, en cuanto excepción, constituyen en cambio una verdadera representación de la universalidad? ¿Qué pasa si, en el nivel más radical, «todos somos judíos»? ¿Qué pasa si la condición de desarraigo constituye el estado primordial de la condición humana y nuestras raíces son solamente un fenómeno secundario, un intento de ocultar nuestro desarraigo constitutivo?

Sin embargo, Hegel da aquí un paso más con respecto a lo que Livingston describe como la postura paradójico-crítica: según Hegel, lo Uno de la auto-identidad no es solo siempre inconsistente, fracturado, antagónico, etc., sino que la identidad misma es la afirmación de una (auto-)diferencia radical: decir que algo es idéntico a sí mismo significa que es distinto de todas sus propiedades particulares, que no puede ser reducido a ellas. «Una rosa es una rosa» significa que una rosa es algo más que todas sus características —existe una especie de je ne sais quoi que la hace ser una rosa, algo «más en una rosa que la rosa misma». Como muestra este último ejemplo, aquí nos estamos ocupando también de lo que Lacan llama objet petit a, la X misteriosa debajo de sus propiedades que hace que un objeto sea lo que es, que sostiene su identidad única. Para decirlo de forma más precisa, ese «más» oscila entre lo sublime y lo ridículo o lo vulgar, o incluso lo obsceno: decir «una ley es una ley» significa que, aunque se trate de algo injusto o arbitrario, o incluso de un instrumento de corrupción, una ley es una ley y tiene que ser respetada. La estructura mínima de la identidad (que es siempre autoidentidad puesto que, como Hegel reconocía, se trata de una categoría de reflexión) es así 1-1-a: una cosa es en sí misma en contraste con sus propiedades determinadas y objet a es el exceso insondable que sostiene esa identidad.

Finalmente, este aspecto nos conduce a la sutil diferencia entre Hegel y el enfoque paradójico-crítico: no se trata del hecho de que Hegel subordine contradicciones y antagonismos a una unidad más alta; para Hegel, en cambio, la identidad, la unidad de lo Uno, es una forma de autodiferenciación. Identidad es diferencia llevada al extremo de la autorreferencia. La unidad de lo Uno no está amenazada de forma permanente por las grietas y las inconsistencias, la unidad de lo Uno es una grieta como tal. Eso significa que la totalidad hegeliana es paradójica, inconsistente, pero no «crítica» en el sentido de algo que se opone al centro del poder; no está atrapada en la lucha eterna por socavar o desplazar al centro del poder, en búsqueda de grietas o «indecidibles» excesos que molesten o deconstruyan el edificio del poder. O, para expresarlo en los términos hegelianos de la identidad especular, el poder consiste en su misma transgresión, basada en las violaciones de sus propios principios fundacionales. Aunque la postura paradójico-crítica saque a la luz las inconsistencias que son constitutivas de nuestras identidades, su actitud crítica se compromete con el objetivo de superar esas inconsistencias; es evidente que este objetivo no se puede alcanzar, siempre falla o se aplaza, y por eso la postura paradójico-crítica se percibe a sí misma como un proceso sin fin —a Derrida, el principal pensador paradójico-crítico, le gusta hablar de la deconstrucción como una búsqueda infinita de la justicia y, en el ámbito político, de la «democracia por venir» (nunca ya existente).

Identidad es diferencia llevada al extremo de la autorreferencia. La unidad de lo Uno no está amenazada de forma permanente por las grietas y las inconsistencias, la unidad de lo Uno es una grieta como tal

En contraste con esta postura, Hegel NO es un pensador crítico: su postura básica es la de la reconciliación —no reconciliación como objetivo a largo plazo, sino reconciliación como un hecho que nos enfrenta con la inesperada y amarga verdad de lo Ideal actualizado. Si existe un lema hegeliano, podría ser algo como: ¡busca una verdad en cómo las cosas se vuelven equivocadas! El mensaje de Hegel no es «el espíritu de la confianza» (como reza el título del último libro de Brandom sobre la Fenomenología de Hegel), sino el espíritu de la desconfianza —su premisa es que cada gran proyecto humano se vuelve equivocado y solo así muestra su verdad. La Revolución Francesa quería la libertad universal y culminó en el Terror, el comunismo buscaba la emancipación global y generó el terror estalinista… De modo que la lección de Hegel es una nueva versión del célebre eslogan de 1984 de George Orwell, «libertad es esclavitud»: cuando intentamos imponer la libertad de forma directa, el resultado es la esclavitud. Por eso, sea lo que sea Hegel, no es sin duda un pensador de un ideal perfecto al cual nos acercamos infinitamente. Heinrich Heine (quien fue discípulo de Hegel en los últimos años de vida del filósofo) difundió la historia según la cual una vez le dijo a Hegel que no podía aprobar la fórmula hegeliana «todo lo que es real es racional». Hegel miró con cuidado a su alrededor y contestó a su estudiante en voz baja: «Quizás tendría que decir que todo lo que es real tendría que ser racional». Esta anécdota, aunque fuese objetivamente verdadera, desde el punto de vista filosófico es una mentira —si no se trata de una pura invención de Heine, constituye un intento de Hegel de ocultar a su estudiante la verdad dolorosa del mensaje de su pensamiento. Consideremos el caso delicado de la acogida de inmigrantes. Pia Klemp, la capitana del barco Iuventa, que socorría a refugiados en el Mediterráneo, terminó su explicación acerca de por qué decidió rechazar la medalla Grand Vermeil que la ciudad de París le entregaba con el eslogan: «¡Papeles y vivienda para todos! ¡Libertad de movimiento y de residencia!». Si esto significa, brevemente, que cada individuo tiene derecho a mudarse a un país de su elección y que ese país tiene el deber de proporcionarle la residencia, entonces nos encontramos aquí ante una visión abstracta en sentido estricto hegeliano: una visión que no tiene en cuenta el contexto complejo de la totalidad social. El problema no se puede resolver a este nivel: la única verdadera solución es el cambio del sistema económico global que genera inmigrantes. La tarea consiste entonces en dar un paso hacia atrás de la crítica directa al análisis del antagonismo inmanente en el fenómeno que se critica, fijando la mirada en cómo nuestra posición crítica es parte del fenómeno que critica.

Por eso, la lección hegeliana en relación con el intento de cambiar el mundo es desesperadamente optimista: estos intentos nunca alcanzan su objetivo, pero a través de su repetido fracaso puede nacer una nueva forma de ser. Sí, el chavismo ha fracasado en Venezuela, Syriza ha fracasado en Grecia, el comunismo chino no puede ser nuestro ideal, pero todos estos procesos contribuyen al tejido subterráneo del Espíritu, que puede dar origen a nuevas visiones imprevisibles… o a nuevos horrores.

Dora García: arte en el aire

Jacques Lacan Wallpaper, 2013. Colección particular. El siquiatra y sicoanalista francés Jacques Lacan es uno de los autores que "acompañan" a Dora García en el día a día de su práctica artística.

El arte de Dora García es una experiencia, lo que tú haces de y con él, es una posibilidad. Por eso absténganse de visitar su exposición en el museo Reina Sofía, de Madrid (España), titulada Segunda vez, quienes busquen un punto de apoyo, algo donde centrar la vista o la atención. El arte de Dora…

F+ Slavoj Žižek: «La revolución debe revolucionar una y otra vez»

El filósofo esloveno Slavoj Žižek, en 2015, en el Bookfair de Leipzig / Autor: Amrei-Marie / CC Attribution-Share Alike 4.0 International

«Esa es su paradoja», añade Žižek. Con la perspectiva de décadas (este año conmemoramos la quinta), es necesario llevar a cabo una revisión de los eventos de mayo del 68 desde nuestro contexto y evaluar cómo estos se erigen en nuestra imaginación. Hemos hablado sobre ello con Slavoj Žižek, uno de los pensadores más influyentes…

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