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Decidir, pilar de nuestra existencia

Para Rolf Tarrach, la vida se basa en cinco pilares: comprender, decidir, actuar, sentir y compartir. En su último libro se basa en estos dos primeros: esos que nos hacen humanos. Imagen de cokada en iStock, de dominio público CC0 (1.0).

Tomando la suya como ejemplo de una vida humana cualquiera, Rolf Tarrach dice que esta se basa en cinco pilares: comprender, decidir, actuar (y crear), sentir y compartir. Su libro El placer de decidir (Ediciones B) trata de los dos primeros pilares que, a su juicio, son exclusivos de nuestra especie Homo sapiens. Sobre todo, nos impela…

La verdadera vida es la que se rebela

La verdadera vida es la que se rebela, Imagen de Engin_Akyurt (extraída de Pixabay, CC0).

La pregunta por la verdadera vida o la autenticidad de esta. He aquí una de las grandes cuestiones de la filosofía contemporánea desde Nietzsche. En su último libro, De vera vita, el filósofo francés François Jullien nos ofrece una posible respuesta: una que pasa por rebasar el conformismo al que nos lleva la seudovida que…

F+ El sentido de la libertad

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En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, la introducción del libro El sentido de la libertad (Taugenit 2021) de Carlos Blanco.

Prefacio

Si el universo no manifiesta interés alguno en mí, ¿por qué debo actuar moralmente?

Esta pregunta preside y envuelve mi ensayo filosófico, que puede concebirse como un intento de fundamentar racionalmente la legitimidad de un obrar libre pero regido por leyes de tendencia universal.

Practiquemos o no el bien, la naturaleza seguirá su curso y continuará ciega ante los esfuerzos éticos de la humanidad. Por mucho que nos afanemos en escuchar su voz, su lenguaje resultará siempre inexpresivo e ininteligible para nuestras aspiraciones, pues se basa en leyes impersonales, fijadas en los inicios del universo y ajenas a cualquier preocupación por nuestra suerte y por el valor de nuestras acciones. Como vagabundos por el desierto de lo incomprensible, hemos erigido pirámides, hemos pintado la Capilla Sixtina, hemos descifrado las leyes del universo, hemos compuesto la Novena Sinfonía…, pero una naturaleza indiferente no deja de recordarnos la envergadura de nuestra fragilidad. En el reino de la vida priman la ferocidad y la violencia, el triunfo del más fuerte como regla por antonomasia, en una lucha sin cuartel entre individuos y especies que sólo ocasionalmente desemboca en la belleza de la ayuda mutua. La supervivencia de los más aptos, la expansión y diversificación del árbol de la vida, es lo único que importa a la naturaleza, sorda ante el bien y la virtud.

Para el que crea en dios, un ojo invisible e infinito observa todos nuestros actos desde una instancia recóndita, por lo que la indiferencia moral del cosmos no tiene la última palabra ante el destino del hombre. Sin embargo, para el que no pueda apelar a la fe en un dios ausente del mundo y de la historia, en un dios que no nos habla, el único instrumento válido será la reflexión racional sobre las realidades y las posibilidades del ser humano.

El fin de todos nuestros esfuerzos intelectuales y morales no puede ser otro que la libertad, la libertad de todos y de cada uno.

Lo que aquí planteo es una propuesta racional, que como tal ha de sustentarse sobre el menor número potencial de axiomas. El eje de esta construcción formal gravita en torno a la incompletitud intrínseca de cualquier sistema ético imaginable, y contempla el bien moral como un límite asintótico en nuestra capacidad de encontrar principios cada vez más profundos y explicativamente extensos. De este modo, el principio supremo del obrar residirá en la  categoría más parsimoniosa posible, cuyo contenido podrá erigirse en presupuesto mínimo y  máximamente elástico de un sistema formal. Como argumentaremos, la libertad satisface semejantes requisitos teóricos. Así pues, elevaremos tanto la libertad como la necesidad de atribuirla de manera simétrica a los otros sujetos a la condición de principios rectores de la moralidad humana, postulados racionalmente.

El fin de todos nuestros esfuerzos intelectuales y morales no puede ser otro que la libertad, la libertad de todos y de cada uno. Pero ser libre es tan difícil, tan costoso, tan incierto, que muchos prefieren delegar su libertad en otros. Ignoran que la libertad nos hace humanos, y que quien renuncia a ella renuncia a ser humano. Pues no basta con alcanzar la libertad: hay que perder el miedo a ejercerla; hay que ser responsable al ejercerla. Es en cada una de nuestras conciencias donde puede nacer toda esa libertad que el mundo necesita. Y ser libre es vivir con audacia; no según el criterio de los demás, sino según lo bueno que hemos aprendido de los  demás y de nuestra propia experiencia. Porque una mente libre no teme cuestionarse a sí misma, para ser aún más libre, inmersa en una búsqueda perenne de su propia libertad.

La creatividad es quizás el rostro más luminoso y fascinante de esa libertad que  entronizaremos en el sitial de la reflexión ética. Ser libre es crearse a uno mismo, gozar del privilegio cósmico de añadir la huella intransferible de la subjetividad al vasto mecanismo causal del mundo. Al estudiar la relación entre medios y fines en la esfera de nuestras acciones, la ética apunta entonces a la autocreación de una humanidad que se enfrenta al desafío de armonizar las libertades de todos sus miembros.

Nota aclaratoria sobre el concepto de filosofía

La presente indagación en la naturaleza de la libertad puede calificarse de filosófica. ¿Cuál es, sin embargo, el significado más preciso del término «filosofía», y qué características de esta noción deberían conferirle una posición privilegiada en el análisis de la idea de libertad, capital para la comprensión de lo humano?

La filosofía puede definirse como la reflexión conceptual sobre cualquier objeto real o ideal. Contemplada desde este ángulo, la filosofía equivale al pensamiento en sus grados máximos de universalidad y abstracción. Nada puede entonces quedar fuera de esta intelección sintetizadora de lo dado, que sondea todas las posibilidades de pensar la mente y la naturaleza y de crear nuevos marcos conceptuales desde los que captar la riqueza de nuestra experiencia del mundo. La empresa filosófica abarca así todo el universo del conocimiento y de la acción, pues busca entender, descubrir y crear. La filosofía es, por tanto, integración de los conocimientos para imaginar nuevas posibilidades de pensar lo ya dado en el mundo y lo que es posible1. O, alternativamente, la filosofía puede considerarse la racionalización de las posibilidades del pensamiento, por lo que se perfila como la exploración racional de los modos de relacionar ideas.

La lógica es condición necesaria de la filosofía, pero si la filosofía se reduce a lógica pierde su razón de ser, pues se limita a ordenar ideas en lugar de crearlas. Al igual que sucede con las matemáticas, es en la combinación de lógica e intuición imaginativa donde reside la esencia  más profunda del quehacer filosófico. La filosofía no restringe su radio de acción al análisis lógico del mundo y del lenguaje: se dispone también a imaginar, a crear un discurso que, en aras de la consistencia y de las más escrupulosas garantías formales, ha de ser filtrado por el  tamiz de la lógica, si bien trasciende en su aspecto generativo el campo de la propia lógica. La lógica opera como la selección natural: criba las variaciones útiles que alumbra la imaginación, pero no sustituye su ímpetu creativo. Retroalimentadas y fecundadas mutuamente, entre  ambas se establece un fascinante e irreductible vínculo de circularidad hermenéutica.

Así, y recapitulado sucintamente, filosofar es pensar los conceptos; no mediante una reflexión  circunscrita al pensamiento y a la acción en sus expresiones particulares, sino abierta al pensamiento y a la acción en cuanto tales, al pensar en sí y al actuar en sí. La filosofía emerge entonces como la reflexión sobre el fundamento, o sobre su ausencia: sobre lo alcanzable o inalcanzable por la razón humana, unida a la experiencia y a la imaginación. Porque la gran pregunta filosófica se refiere a lo posible, a cómo se puede pensar más allá de lo dado y más allá de lo pensado hasta ahora, y uno de los interrogantes más profundos que puede y debe plantearse la mente humana concierne a los límites de su propio pensamiento, esto es, a las  fronteras entre lo que podemos pensar y lo que se sitúa más allá de nuestras capacidades intelectivas. Al fin y al cabo, de poco o de nada serviría una filosofía que se contentase con describir cómo somos, en lugar de sugerir cómo podemos y debemos ser; una filosofía que renunciara a abrir nuestra mente a lo posible.

La lógica es condición necesaria de la filosofía, pero si la filosofía se reduce a lógica pierde su razón de ser

Para esclarecer la estructura de la realidad, la ciencia tiene a su disposición tres grandes  instrumentos: la razón, la imaginación y la experiencia. La razón quizás no sea la única forma  de acercarse a la verdad, pero es la más eficiente cuando se trata de asegurar que nuestras explicaciones gozan de consistencia lógica. Al contrario que la razón y la experiencia, la imaginación no es fuente de conocimiento, pero sí ofrece un impulso incomparable a la hora de buscarlo. Como el catalizador de una reacción química, bien usada puede acelerar el proceso mismo de la razón y de la experiencia, expandiendo los horizontes de la lógica, de la observación y de la experimentación. Porque la razón tiene límites, y la imaginación también, pero la suma de razón e imaginación desborda todo límite.

Amparado en los datos de la experiencia y en la brillantez de su imaginación para conectarlos adecuadamente, el científico elabora modelos racionales de los fenómenos y mira a la naturaleza para saber si está o no equivocado. En cambio, el filósofo carece de otra brújula que no sea su propia mente, las cavilaciones solitarias de su razón y de su imaginación, las infinitas posibilidades de reflexión que desfilan ante su espíritu (inspiradas, indudablemente, en su observación del mundo, pero rara vez contrastadas experimentalmente o refinadas con ayuda de la técnica). La incertidumbre es, por tanto, la seña de identidad del filósofo, quien en la mayoría de los casos no puede llevar sus teorizaciones a una validación empírica.

La ciencia se alza como evidencia conceptualizada explicativamente mediante la elucidación de los mecanismos que subyacen a un fenómeno, ya sea una estructura o un proceso. Desde este enfoque, la clase de proposiciones que caen bajo la categoría de ciencia converge en lo sustancial con la idea de una información justificada gracias al descubrimiento de los mecanismos posibilitadores de un determinado fenómeno (esto es, de la actividad de un objeto o grupo de objetos en una región del espacio-tiempo)2. Las conceptualizaciones científicas no siempre exhiben una forma cuantitativa, como ocurre en la física y en la química. En virtud de  la caracterización epistemológica previa, el poder predictivo no tiene por qué consagrarse como condición necesaria para que una proposición acredite valor científico. Al menos por ahora, en importantes ramas de la ciencia resulta imposible predecir satisfactoriamente la evolución de  los fenómenos naturales, porque desconocemos las leyes reguladoras del proceso, si es que existen. En algunas ciencias altamente consolidadas, la matematización se presenta aún como  un ideal lejano, si bien factible a tenor de los avances ya protagonizados en esta dirección. No obstante, en nuestro paradigma basta con que esa disciplina del saber logre desvelar los  mecanismos de un fenómeno de manera contrastada y reproducible para que merezca ingresar en el conjunto «ciencia».

En numerosas ocasiones, la ciencia aparece como una filosofía sometida a la experiencia, pues no hace otra cosa que conceptualizar el mundo para buscar explicaciones racionales de su comportamiento. De hecho, en diversos ámbitos del pensamiento cabe sostener que la ciencia es la verdadera filosofía, porque cumple el propósito más genuino reservado a toda expresión auténtica y legítima de «amor a la sabiduría»: conquistar una comprensión lo más objetiva posible de la realidad para, como anhelaba Platón, elevarnos desde la opinión al conocimiento. Siempre tropezamos, eso sí, con aproximaciones a verdades parciales consistentemente establecidas, donde una verdad completa, absoluta, trascendente a cualquier contexto, se perfila inevitablemente como el límite asintótico de todas las indagaciones posibles de una mente racional, y por tanto como una meta inasequible para un intelecto finito.

La filosofía que aquí expongo toma como punto de partida la cuestionabilidad infinita del mundo. Este presupuesto —a saber, que no existe límite para la capacidad interrogativa del entendimiento humano— se afirma axiomáticamente y ha de evaluarse con arreglo a los frutos teóricos que produce. No hace sino postular una infinitud conceptualizadora de la mente humana en paralelo a la infinitud del mundo en cuanto que objeto cognoscible. En esta idea encontramos el que quizá sea el sinónimo más pertinente para el concepto de libertad, y por ello la clave para entender el sentido del obrar libre: ser libre entraña la posibilidad de cuestionarse el mundo, implica el despliegue de un poder interrogativo volcado al mundo y a nuestra propia interioridad que allana el camino para la construcción de un mundo nuevo, y por ende para la superación creadora del mundo deparado.

En numerosas ocasiones, la ciencia aparece como una filosofía sometida a la experiencia, pues no hace otra cosa que conceptualizar el mundo para buscar explicaciones racionales de su comportamiento.

Esta ontología parte del ser como autoposibilidad absoluta. Muestra el ser como posibilidad, y se afana en poner de relieve que al reducir lógicamente la noción de ser a la de posibilidad en realidad ampliamos la comprensión del ser y la dotamos de un sentido siempre más profundo, íntimamente vinculado a una dimensión creadora. La determinación unitaria del ser reside así en la posibilidad, como concepto aglutinante que matiza el célebre dictum de Aristóteles sobre la polisemia del ser. Porque «las muchas maneras en que se dice el ser» no son sino manifestaciones de una forma originaria que recapitula conceptualmente las demás: ser es ser posible. Si algo es, necesariamente es posible que sea. Se tiene a sí mismo como posible. Se incluye a sí mismo. Pues el ser, en cuanto que fundamento absoluto de cualquier disección conceptual, en cuanto que núcleo último de cualquier categorización viable, sólo puede ser-se. Esta formulación recoge la circularidad inevitable de toda búsqueda del sentido del ser, su abocamiento a una exégesis del ser como ser-se, y por tanto como poder-ser respecto de sí mismo.

Parece, no obstante, que el ser debería contemplarse como lo indefinido. Sin embargo, al definir el ser como lo indefinido, paradójicamente consideramos que el concepto fundamental es el de definición. Lo indefinido es perfectamente definible (como la negación de lo definido, si situamos en la afirmación —en la positividad del concepto— el punto de referencia); lo indefinible —lo que no podría ser definido, o delimitado conceptualmente, en ningún caso— no  son entonces ni el ser ni lo indefinido, sino la idea misma de definición, al menos cuando la examinamos en su acepción más profunda. Pues, ciertamente, si buscamos una definición del  ser, inevitablemente habremos de enraizarla en un concepto aún más básico, más primario, y así ad infinitum. ¿Qué noción permanece, irreductible, en todo este desbocado proceso de  fundamentaciones recíprocas? La propia idea de definición, en cuanto que fijación conceptual de un sentido. Luego lo indefinible no es el ser en su condición de indefinido (con respecto a un sistema de conceptos que, necesariamente, gozan de carácter menos fundamental que él),  sino la posibilidad misma de una definición absoluta, plenamente fundante, completa y consistente al unísono, que establezca conceptualmente la noción misma de conceptualización.

Conocer es distinguir. Sin distinciones no podríamos avanzar. Caeríamos en la confusión absoluta, abismados en una paralizante unidad parmenídea que nos condenaría a no aprehender atisbo alguno de pluralidad. Toda metafísica que se precie se ve entonces obligada a introducir unidad y pluralidad en el concepto más fundamental posible; una unidad que, paradójicamente, se diversifique de manera espontánea, o una pluralidad que converja automáticamente en la unidad.

La única forma de trascender la disyuntiva entre unidad y pluralidad como fundamento absoluto del ser es mediante la inserción del principio negativo en el principio de identidad. Así, en la unidad idéntica a sí misma existiría ya un principio de autodiversificación, de diferencia. Pero al hacerlo sacrificamos la unidad como principio absoluto. Sin embargo, si erigimos la posibilidad en principio absoluto, previo conceptualmente a los de identidad y diferencia, o a los de unidad y pluralidad, podemos vencer esta dificultad teóricamente insuperable. La posibilidad incorpora necesariamente la afirmación y la negación, pues decir «es posible» equivale a defender la posibilidad tanto de afirmación como de negación.


1 La integración filosófica se opone tanto al método arqueológico de Foucault como a la idea heideggeriana de destrucción, pues busca sintetizar para crear.

2 El tiempo es el cambio no espacial, pero como para que exista verdadero cambio de posición espacial ha de existir también la posibilidad de una sucesión de instantes, de un transcurso en cuya virtud un cuerpo abandone un lugar y llegue a otro, la idea de tiempo es conceptualmente inseparable de la de espacio. El tiempo puede entonces considerarse el complemento lógico el espacio (o el espacio el complemento lógico del tiempo, pues para que algo transcurra debe haber, precisamente, un «algo», situado en alguna posición). Espacio y tiempo se refieren así a la totalidad del conjunto orden-sucesión: a la efectividad de lo real. Y como cualquier estructura  no es sino una disposición espacial, y un proceso una disposición temporal, puede decirse, sin miedo a incurrir en una grosera reducción metafísica, que la materia equivale sustancialmente  al espacio-tiempo. Dado que no tiene sentido concebir el espacio y el tiempo como  contenedores vacíos, como habitáculos huecos, absolutos, «intangibles», sino que la relatividad general nos revela una profunda conexión entre materia, energía, espacio y tiempo, más que un reduccionismo lo que estamos aplicando es una unificación conceptual entre  manifestaciones de una misma y más profunda realidad subyacente.

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F+ Cuerpos inadecuados

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En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, la introducción del libro Cuerpos inadecuados (Herder 2021) del filósofo Antonio Diéguez.

Introducción

La especie humana puede, si lo desea, trascenderse a sí misma –no solo esporádicamente, un individuo aquí de una forma, otro allí de otra, sino en su totalidad, como humanidad. Necesitamos un nombre para esta nueva creencia. Quizá transhumanismo pueda servir: el hombre permanece como hombre, pero se trasciende a sí mismo, realizando nuevas posibilidades de y por su naturaleza humana.

«Creo en el transhumanismo»: cuando haya suficien­tes personas que verdaderamente puedan decir esto, la espe­cie humana estará en el umbral de un nuevo tipo de existencia, tan diferente de la nuestra como la nuestra lo es de la del Hombre de Pekín. Estará por fin cumpliendo conscientemente su destino real.»

Julian Huxley, Nuevos odres para vino nuevo (1959)

Nada de cambio diario. Nuestro cuerpo de hoy es el de ayer; hoy, todavía el de nuestros padres y antepa­sados; el del constructor de cohetes y el del troglodita no se diferencian en casi nada. Es morfológicamente constante; dicho en términos morales: no libre, recalcitrante y rígido. Visto desde la perspectiva de los aparatos: conservador, no progresista, anticuado, no revisable, un peso muerto en la evolución de los aparatos. En resumen: los sujetos de la libertad y no libertad se han intercambiado. Libres son las cosas; no libre es el hombre.

Günther Anders, La obsolescencia del hombre, vol. I, 2011, p. 49

Una forma simple y directa de caracterizar el transhumanismo es entenderlo como la convicción de que el ser humano está en un soporte inadecuado (su cuerpo biológico, tal como nos ha sido legado por la evolución por selección natural) y que la tecnología puede por fin remediar esa deficiencia. Esta separación entre lo que somos en realidad y de forma más auténtica y el supuesto soporte sobre el que se sustenta (provisionalmente) eso que so­mos es antigua, y, pese a las repetidas críticas que ha recibido a lo largo de toda la historia del pensamiento filosófico, mantiene una vigencia desazonadora. No me detendré aquí, sin embargo, a rastrear sus orígenes históricos. Me interesa, por el contrario, averiguar por qué sigue teniendo tanto éxito en su versión trans­humanista, una de las más radicales que ha recibido, puesto que considera que ha llegado finalmente la hora de llevar a efecto la separación entre ambas cosas y de deshacerse del soporte corporal biológico, al que no se ve más que como fuente de limitaciones y de sufrimiento, y al que se considera absolutamente inoperante a la hora de constituir nuestra identidad personal o de posibilitar nuestro arraigo en la realidad mundana.

Si ha habido quienes no han visto inconsistencia alguna en afirmar que mi cuerpo es mío, en el sentido de que se trata de una posesión material adjudicada de algún modo a un estrato personal más profundo que me constituye como lo que soy y que parece ser radicalmente distinto del propio cuerpo, el transhumanismo va más allá en el desapego de la carne y proclama que mi cuerpo actual es una forma contingente y dispensable de mi existencia que pronto podrá ser superada gracias a los avances en la ciencia y la tecnología. Permítame el lector que comience explicándole, si es que aún no lo sabe, por qué tiene interés este asunto, y particularmente por qué empezó a interesarme a mí mismo.

En 2015, mientras realizaba una estancia de investigación en el Oxford Uehiro Centre for Practical Ethics, uno de los centros principales de investigación sobre la ética aplicada y el biomejora­miento humano, bajo la dirección de Julian Savulescu, pensé que no sería mala idea escribir un libro que iniciara en estos asuntos al lector en lengua española. En inglés y en otros idiomas europeos había ya abundante literatura, pero no tanta en español. De hecho, en forma de libro había todavía muy poca, y la que existía era de desigual calidad. Entre las reflexiones que más me habían influido por entonces estaba, por un lado, el libro pionero de José Sanmar­tín, publicado en la temprana fecha de 1987, Los nuevos redentores. Reflexiones sobre la ingeniería genética, la sociobiología y el mundo feliz que nos prometen, una obra en la que se adelantaban algunas de las cuestiones que luego han recibido tanta atención en el debate sobre el biomejoramiento humano, y, por otro lado, el libro del genetista y filósofo Andrés Moya Naturaleza y futuro del hombre (2011), sobre el que escribí una reseña al poco de su publicación (Diéguez, 2012a). El resultado de este empeño iniciado durante esa estancia en Oxford fue el libro que publiqué en 2017 en esta misma editorial bajo el título de Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano, que comentaré a continuación brevemente a modo de introducción para el lector que no conozca bien aún los problemas suscitados por las discusiones en torno al transhumanismo.

Digamos que el propósito principal de aquel libro fue aclarar al público interesado (y de paso a mí mismo) las tesis principales del transhumanismo, los argumentos empleados en su favor, las posibles réplicas y los datos científico-técnicos con los que podían apoyarse los argumentos transhumanistas y los de sus críticos. No era tarea fácil cumplirlo cabalmente, porque el número de artículos y de libros que se habían venido publicando sobre el tema desde los últimos años del siglo xx, especialmente en el ámbito cultural anglosajón, había crecido exponencialmente. Pero el debate me intrigaba desde un punto de vista filosófico (metafísico y político-social, si se quiere) y me parecía que mi aportación podía tener alguna utilidad, como creo que así ha sido.

El propósito principal de mi anterior libro Transhumanismo fue aclarar al público interesado (y de paso a mí mismo) las tesis principales del transhumanismo

Como suele ser habitual en los trabajos filosóficos, había que comenzar por clarificar conceptos y establecer algunas distincio­nes. Buena parte de esa labor, sin embargo, estaba ya realizada en lo que podía encontrarse a lo largo de las discusiones suscitadas en esos años. Por lo pronto, hay que decir que el transhumanismo es sumamente polifacético. Puede ser calificado de movimiento cultural, pero tiene una especial repercusión en la filosofía, en el arte, en la popularización de la ciencia, en la religión y, cada vez más, en la política. Se define por la defensa activa de la mejora del ser humano por medio de la aplicación de las nuevas tecnologías, particularmente las biotecnologías, la biónica y la inteligencia ar­tificial, una vez que estas alcancen el grado de desarrollo suficiente. Los aspectos a mejorar podrían ser físicos (fortaleza, resistencia a enfermedades, longevidad), mentales (inteligencia, nuevos sen­tidos y capacidades perceptivas, intensificación de la experiencia sobre el mundo, nuevas sensaciones placenteras, mayor bienestar), emocionales (fortaleza de ánimo, resistencia a las depresiones, estabilidad, potenciación de las emociones placenteras y disminu­ción de las perturbadoras) y morales (mejor juicio moral, empatía reforzada, mayor motivación para la acción, prudencia acentuada). Una amplia gama de rasgos, como puede apreciarse, que cabría ampliar dependiendo de la imaginación del autor transhumanista que consideremos.

La pretensión de mejorar mediante la técnica al ser humano no es, claro está, algo novedoso. La invención de técnicas sociales y políticas, como la educación o la democracia, y de técnicas cul­turales, como la escritura, fue hasta hace un par de siglos la fuente casi exclusiva de toda mejora humana, sin menospreciar por ello el progreso en las técnicas mecánicas, que también lo hubo y algo aportó a esas mejoras. Pero fueron mejoras lentas e indirectas, que tardaron centurias en extenderse y en mostrar sus efectos en amplios sectores de la población. En el tránsito a este siglo, el filósofo alemán Peter Sloterdijk las consideró por ello, en su librito Normas para el parque humano, técnicas fracasadas en su propósito civilizatorio. No habían conseguido después de tanto tiempo domesticar al animal humano, someter su innata barbarie. Declaraba así Sloterdijk, solemnemente, exageradamente, la derrota del humanismo, que había puesto en esas técnicas culturales todas sus esperanzas. Pero surgía entonces un nuevo anhelo auspiciado por una mano vigorosa a la que poder pasar la antorcha. La tecnología, es decir, la técnica basada en la ciencia, había ido poniendo a nuestro alcance, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xx, un poder tan temible como seductor. Gracias a ese poder, se vislumbraba por primera vez la posibilidad de modificar directamente el propio ser humano, su cuerpo y su cerebro, para transformarlo de forma radical, sin apenas límites infranqueables, al menos en principio. La novedad con respecto a cualquier mejora anterior estaría precisamente en esta posibilidad de modificación tecnológica inmediata y directa que Sloterdijk bautizó como «antropotécnica». Si nos lo propu­siéramos en serio –sostenían algunos–, nuestra evolución podría quedar sometida a nuestra voluntad. Los inciertos avatares de la evolución biológica habrían terminado de una vez por todas para nosotros. Y, por encima de todo, resonaban de nuevo promesas de inmortalidad, pero proclamadas en los centros de tecnología avanzada en lugar de en los templos.

El transhumanismo no es más que la asunción sin ambages de esta nueva esperanza. Es la defensa de la mejora directa y desinhi­bida del ser humano a través de las nuevas tecnologías. Primero, por medio de drogas y medicamentos, porque esta es una tecnología que está ya a punto y es de más fácil acceso, pero, después, mediante la ingeniería genética y también mediante la unión con la máquina (cíborg). En este último caso, no se trataría solo del uso de prótesis cada vez más potentes y sofisticadas que permitan potenciar las facultades humanas. El objetivo es mucho más ambicioso; lo que se busca es la creación de una verdadera síntesis armónica entre lo orgánico y lo mecánico, que haga que finalmente el cíborg no sea ya un mero ser humano mecánicamente mejorado, sino una nueva entidad con una naturaleza propia y diferente a la que poseemos. Un transhumano sería, pues, un ser humano mejorado tecnoló­gicamente, pero también un ser en transición hacia algo nuevo, hacia una especie nueva heredera de la nuestra; alguien, en suma, que ha decidido tomar las riendas de sus transformaciones hasta hacer de su cuerpo y de su mente una creación propia. Podríamos decir que un transhumano es una persona que lleva a sus últimas consecuencias la voluntad autocreadora que el ser humano ha tenido desde siempre.

El transhumanismo no es más que la asunción sin ambages de esta nueva esperanza. Es la defensa de la mejora directa y desinhi­bida del ser humano a través de las nuevas tecnologías.

Como movimiento filosófico que es, el transhumanismo ha desarrollado buenos argumentos en su favor, pero, lo que es más importante para su popularidad, ha sabido también crear una narrativa que atrapa como ya nadie creía que fuera posible en esta época de descreimiento creciente. El transhumanismo es mitología más tecnología, y en su esencia es una rebelión –una más– contra la muerte; una rebelión que ve en la tecnología el instrumento para conseguir, esta vez sí, el ansiado objetivo de una vida de du­ración indefinida. Todo lo que ayude a cambiar lo perecedero en imperecedero, como la sustitución de nuestro cuerpo biológico por uno mecánico, es por ello mismo una mejora para el ser hu­mano, aunque así se desemboque finalmente en la creación de un sucesor poshumano y, por lo tanto, en la probable desaparición de lo humano.

El transhumanista moderado se conforma con ir introduciendo mejoras graduales que aumenten nuestra inteligencia, nuestra fortaleza, nuestra felicidad, nuestra longevidad. En el fondo es un humanista que no ha perdido su fe en el progreso y que deja abierta la eventualidad de que esas mejoras conduzcan algún día a una nueva especie mejor que la nuestra, pero no tiene ninguna prisa por recorrer ese camino hasta el final. Puede que incluso sea reacio a ese final. El transhumanista radical, en cambio, cree que la era de lo humano está llegando a su fin y no conviene extenderla. Hemos destruido las condiciones materiales, ambientales y cultu­rales que harían posible su continuidad a largo plazo. Por eso, hay que desprenderse pronto de este cuerpo biológico, que nos ata a esos lastres, para alcanzar la integración con la máquina, volcando por completo la mente en una de ellas.

Cuando el transhumanismo se hace radical y no se conforma con la mejora del ser humano, sino que busca traspasar los límites mismos de la especie y crear una nueva especie a partir de la nuestra, superior a ella en varios órdenes de magnitud en todas las cualidades relevantes, estamos entonces ante lo que suele designarse como «poshumanismo». Este es un término que, sin embargo, induce a cierta confusión, porque en la actualidad nombra a corrientes de pensamiento bastante diferentes, e incluso enfrentadas, depen­diendo de la dispar actitud que mantengan ante el humanismo clásico, así como ante la ciencia y la tecnología. Grosso modo, tene­mos, por un lado, lo que podríamos calificar de «poshumanismo tecnocientífico» y, por otro lado, el «poshumanismo cultural».

El transhumanismo tecnocientífico ve, en efecto, en la cien­cia y la tecnología la base fundamental del progreso humano.

El primero es el que acabamos de caracterizar como la preten­sión de crear una nueva especie superior a la humana por medio de la tecnología. Se considera a sí mismo como una corriente continuadora, en tanto que radicalizadora, de los viejos ideales humanistas (aunque no pueda dejar de señalarse la paradoja que aquí se encierra, puesto que no se trata de poner al ser humano en el centro de todo, sino de reemplazarlo por algo distinto). Sus partidarios creen que el humanismo clásico subrayó desde el prin­cipio la capacidad autocreadora del ser humano, que de ningún modo debe ser visto como un ente creado en su forma definitiva. A tal efecto, suelen citar como apoyo el Discurso sobre la dignidad humana, de Pico della Mirandola, en donde este autor renacentista deja una expresión bien conocida de esa visión. Por supuesto, dado que tienen a la tecnología por la principal herramienta para esta transformación, su actitud ante el progreso científico-técnico es sumamente positiva y esperanzada.

El transhumanismo tecnocientífico ve, en efecto, en la cien­cia y la tecnología la base fundamental del progreso humano. Su objetivo es la mejora tecnológica del individuo, y pone el énfasis en la libertad de este para decidir sobre su destino. Sos­tiene que nadie debería poder impedir en el futuro la aplicación voluntaria de estas mejoras. Por eso, algunos de sus defensores, como Anders Sandberg, han reivindicado el principio de «li­bertad morfológica», esto es, el derecho a modificar el propio cuerpo sin restricciones por parte del Estado o de otros poderes (Sandberg, 2013). A este principio central del transhumanismo puede añadirse otro complementario, el principio de «beneficen­cia procreadora», propuesto por Julian Savulescu. Según dicho principio, los individuos o las parejas que quieran reproducirse tienen el deber moral de seleccionar a los hijos de los que quepa esperar, de acuerdo con la información disponible y relevante, que puedan tener la mejor vida, o al menos una vida tan buena como la de los demás (Savulescu, 2001). No se trata de un de­ber absoluto, sino de una obligación para los padres similar a la de proporcionar a sus hijos la mejor educación que esté a su alcance. Por lo tanto, la mejora de nuestros descendientes por medio de la tecnología –mediante la manipulación genética, por ejemplo– no solo debería ser permitida cuando se consigan tecnologías seguras, sino que los padres tendrían el deber moral de buscarla activamente. Para estos transhumanistas, la mejora de los individuos conducirá a su vez a una nueva sociedad mejor que la anterior. Confían –con excesiva ingenuidad– en que las mejoras individuales traigan por sí mismas mejoras sociales. Es sintomático que el Partido Transhumanista estadounidense, liderado por Zoltan Itsvan, dé por sentado que el auténtico pro­blema del futuro será el de cómo desarrollar y usar la tecnología para mejorar al ser humano, y particularmente para extender su longevidad, y que todos los demás problemas sociales que hoy nos parecen importantes, incluyendo el cambio climático, serán secundarios y podrán solucionarse con mejores tecnologías.

En contraste con esto, el poshumanismo cultural, desarrollado sobre todo dentro del pensamiento feminista (Donna Harawey y Rosi Braidotti serían dos de sus más destacadas representantes), rechaza el ideal de ser humano contenido en el humanismo clásico. Se asume que es un ideal sesgado desde el punto de vista cultural, racial y de género, y que, por tanto, no es universalizable, como pretendían y pretenden los humanistas. Su actitud ante el desarro­llo de la tecnología es mucho más crítica que la de los del primer grupo. Por ejemplo, manifiestan claramente su escepticismo ante las promesas desmedidas de inmortalidad mediante el volcado de nuestra mente en un ordenador. Sin embargo, creen que la tecnología y su cada vez mayor integración en el cuerpo humano pueden ayudar a disolver la dicotomización radical de género que caracteriza aún a nuestras sociedades, y pueden llevar al abandono de algunas otras dicotomías cuestionables, tales como la distinción tajante entre lo natural y lo artificial, o lo animal y lo humano.

el poshumanismo cultural, desarrollado sobre todo dentro del pensamiento feminista, rechaza el ideal de ser humano contenido en el humanismo clásico.

El transhumanismo o poshumanismo tecnocientífico, que es al que aquí me ceñiré, cuenta en su haber con argumentos que no son tan fáciles de rebatir como algunos piensan, y que desde luego no pueden ser exorcizados meramente con grandes palabras, gestos de indignación moral o denuncias ideológicas. Reclaman algo más que eso. Merecen una buena contraargumentación basada en razones filosóficas y en datos científicos.

De los principales argumentos transhumanistas me ocupé en mi libro de 2017 y procuré darles cumplida réplica. En este libro que el lector tiene ahora en sus manos volveré con más extensión sobre algunos de ellos. En los capítulos 4 y 5 le daremos la razón a los trans­humanistas en algunas de sus pretensiones. Desde una perspectiva naturalista, hay buenos motivos para no aceptar una noción fuerte (esencialista) de naturaleza humana desde la que puedan derivarse criterios morales acerca de lo que debe o no debe hacerse en rela­ción con su propia modificación; no hay nada en dicha supuesta naturaleza humana por la que esta deba ser considerada como into­cable incluso en sus aspectos más negativos. De ahí se infiere que los intentos de menoscabar las pretensiones del transhumanismo mediante una defensa cerrada de una noción fuerte de naturaleza humana, que sería el sustento de la dignidad de los seres humanos y la base de sus derechos fundamentales, y que, por tanto, nunca debería ser modificada si no queremos que se derrumbe todo el edificio de la moralidad, constituyen una petición de principio desde la perspectiva transhumanista, puesto que dan por sentado aquello mismo que está en cuestión en este debate.

El transhumanismo o poshumanismo tecnocientífico, merece una buena contraargumentación basada en razones filosóficas y en datos científicos.

Esto no significa que no podamos obtener cierta orientación ética desde un conocimiento empírico acerca de nuestra condi­ción de seres biológicos que son el resultado de una determinada historia evolutiva. Este conocimiento empírico es, por supuesto, conveniente para cualquier proyecto ético y político realista, puesto que, cuanto menos, permite descartar exigencias incompatibles con un despliegue satisfactorio y armónico de nuestras capacidades y deseos naturales. Tampoco significa que no haya ninguna noción de naturaleza humana defendible desde el compromiso con los resultados de la ciencia, y particularmente de la biología evolu­cionista. Puede haberla, como explicaremos en el capítulo 4, pero la noción de naturaleza humana compatible con ese compromiso no tiene la suficiente fuerza normativa como para obtener de ella los principios éticos que los críticos del transhumanismo enarbo­lan, en algunos casos para pedir incluso la prohibición total de la investigación sobre edición genética en seres humanos. Muy en particular, como se argumentará en el capítulo 5, es dudoso que un concepto fuerte de naturaleza humana pueda sustentar una noción de dignidad humana que sirva para condenar todo intento de manipulación del genoma humano con fines de mejoramiento. Sin embargo, a nadie se le oculta que este asunto, de gran calado filosófico, es probablemente uno de los que más discusión generará en los próximos años.

Pero el crítico del transhumanismo no debe desalentarse por ello. Hay formas más efectivas y realistas de criticar los objetivos y las promesas del transhumanismo que la enmienda a la totalidad que se realiza frecuentemente desde la mencionada defensa de una naturaleza humana intocable y de una dignidad humana que se considera siempre vulnerada por cualquier modificación biotecno­lógica sustancial. Para empezar, resulta bastante útil preguntarse por las bases científicas reales sobre las que buscan apoyo las promesas transhumanistas. Por ejemplo, podemos indagar acerca de lo que el estado actual de la investigación sobre envejecimiento y extensión de la vida permite decir sobre los logros que podrán obtenerse al respecto en los próximos años, y ver si la promesa de inmortalidad, que algunos transhumanistas dan ya como algo al alcance de la mano en pocos años, recibe un respaldo real de los más prestigiosos investigadores en este campo. De ello se ocupará el capítulo 2. O también podemos analizar, entre otros supuestos discutibles del transhumanismo, si la visión cercana al determinismo genético que es presupuesta en muchas defensas del biomejoramiento humano es compatible con los avances científicos realizados en campos como la biología evolutiva del desarrollo (evo-devo) o en la epige­nética, que han mostrado la complejidad de factores causales que intermedian entre el genotipo y el fenotipo (Carey, 2012). Algo diremos al respecto en el capítulo 3. Solo la realización de estas dos tareas puede bastar para desinflar bastante la fuerza retórica tan persuasiva del discurso transhumanista más en boga.

Por otro lado, cabe preguntarse también por los efectos políti­cos y sociales que tendría la consecución de algunos de los objetivos transhumanistas, y si son tan deseables como se nos quiere hacer creer. El transhumanismo ha recibido muchas réplicas efectuadas desde un enfoque ético, pero debería recibir más réplicas desde una perspectiva política y social (Rodríguez Alcázar, 2016) ¿Qué efectos tendría sobre los sistemas sanitarios públicos y sobre las pensiones una extensión significativa, aunque no fuera radical, de la vida humana? ¿Quiénes tendrían acceso a los beneficios logrados por estas nuevas tecnologías sobre la salud humana y sobre la longevidad? ¿Recibirían en los sistemas sanitarios los individuos biomejorados un trato diferencial, positivo o negativo, con respecto a los individuos normales? ¿Qué tipo de sociedad sería aquella en la que la búsqueda del mejoramiento tecnológico fuera una meta central de los individuos? ¿Cómo afectaría una longevidad prolon­gada durante centenares de años (si es que tal cosa fuera posible) a la experiencia del mantenimiento de la identidad personal? ¿Qué relaciones sociales y familiares cabría esperar entre individuos cuyas vidas tuvieran una duración semejante? ¿Qué consecuen­cias tendría esto sobre el genoma humano, sobre las generaciones futuras y sobre el medio ambiente? ¿En qué medida todos estos avances tecnológicos son controlables y quién podrá ejercer dicho control, si es que es posible que lo haya? ¿Cómo se establecerán los criterios para seleccionar las modificaciones aceptables en el ser humano? ¿Quién financia la difusión del transhumanismo y qué intereses tiene? Ya sabemos que los defensores del transhumanismo tienen cumplidas respuestas para todas estas preguntas, pero no son siempre tan convincentes como ellos asumen.

Y, ciertamente, dada la magnitud de los problemas que están detrás del posible uso de las tecnologías de mejoramiento, se hace cada vez más evidente que los análisis de la relación coste/benefi­cio son insuficientes para valorar todos los aspectos relevantes de la cuestión. Habría que pensar también con detenimiento, como comentaremos en el capítulo 1, sobre los motivos que promueven y los fines que persiguen estas transformaciones en el ser humano. Precisamente por ello, mi libro anterior terminaba con un capítulo titulado «Hay que saber qué desear». Un título motivado por un párrafo del historiador israelí Yuval Noah Harari que dice así:

Si realmente el telón está a punto de caer sobre la historia de los sapiens, nosotros, miembros de una de sus generaciones finales, deberíamos dedicar algún tiempo a dar respuesta a una última pregunta: ¿en qué deseamos convertirnos? Dicha pregunta, que a veces se ha calificado como la pregunta de la Mejora Humana, empequeñece los debates que en la actualidad preocupan a los políticos, los filósofos, los estudiosos y la gente ordinaria. […].

Puesto que pronto podremos manipular también nuestros deseos, quizá la pregunta real a la que nos enfrentamos no sea «¿En qué deseamos convertirnos?», sino «¿Qué queremos desear?» (Hariri, 2014: 453-454).

Lo más interesante del transhumanismo es, quizá, que ha ser­vido para poner en primer plano algunas viejas ideas que merecen ser discutidas de nuevo.

Harari acierta al señalar que esa es una pregunta clave en la situa­ción en la que estamos, solo que Ortega y Gasset ya se dio cuenta mucho antes, en los años treinta del siglo xx, de que ahí estaba, en efecto, la raíz del problema. Ante lo que él llamaba «la hipertrofia de la técnica», lo primero que había que procurar era orientarse bien ante la «crisis de los deseos» en la que habíamos quedado sumidos debido precisamente a esa abundancia de medios tecno­lógicos que nos rodea, sin que lleguemos a entender del todo ni su funcionamiento ni su propósito. Esa crisis se manifestaba ante todo en la ausencia o en el olvido de los fines, en la incapacidad para elegirlos con acierto, en la delegación en otros de esa tarea de elección. Por eso, recurrí en ese capítulo final de mi libro al pensa­miento de Ortega, y en concreto a sus inspiradoras reflexiones en su Meditación de la técnica (Ortega, 2015), para obtener algunas indicaciones acerca de un modo prudente, pero no reactivo, de acercamiento a la filosofía transhumanista. Argumenté, en suma, que la filosofía de Ortega podría ser útil para mostrar que es posible una respuesta crítica al transhumanismo sin necesidad de recurrir a un concepto esencialista de naturaleza humana, sino tomando solo en consideración la noción de proyecto vital y de bienestar. Al fin y al cabo, si los transhumanistas tienen algo de razón en sus propuestas, cosa que hay que conceder, debemos afrontar este debate con buenas herramientas conceptuales que permitan tomar decisiones acertadas en los próximos años.

Con independencia del crédito que se quiera dar a las ideas sobre el futuro que los transhumanistas exponen (algunas tienen base sólida, como veremos; otras son solo fantasías extravagantes), lo cierto es que el discurso transhumanista está ejerciendo en el presente una función ideológica innegable, como explicaremos en el capítulo 3. Está sirviendo para justificar determinados enfoques sobre el desarrollo de políticas tecnológicas y científicas, y para con­vencernos de que el ciudadano medio nada puede hacer por controlarlas o reconducirlas. No en vano, algunos de sus principales promotores son ingenieros y directivos de empresas tecnológicas, que están poco interesados en que se reclame ese control. Silicon Valley es una de sus fuentes principales de financiación, con empre­sas dedicadas, por ejemplo, al estudio del aumento de la longevidad. Esta influencia ideológica se hace especialmente evidente en el modo en que se concibe la medicina. El transhumanismo considera que su función debe ir más allá de la prevención y la curación de enfermedades, y debe ponerse al servicio del mejoramento de los individuos, haciendo de las mejoras del propio cuerpo un objeto más de consumo. El mensaje principal que se desea transmitir es claro: no hay de qué preocuparse, todo está previsto y nadie va a quedar rezagado, ni siquiera ante el futuro más negro; hay salvación para todos y está en la tecnología. La colonización de Marte, las maravillas de la biotecnología y de la eugenesia liberal, la igualdad social, la superación de las enfermedades y de la muerte, la inmortalidad cibernética, todo eso estará disponible si es que sabemos ahora apostar por el lado correcto de la historia, que es el de un desarrollo tecnológico sin cortapisas. Nunca el determinismo tecnológico había tenido tanta fuerza.

El capítulo 6 toma una derivada poco estudiada aún en estos asuntos: la modificación tecnológica de los animales. Es preocu­pante que haya sido un aspecto tan descuidado cuando es preci­samente en los animales en los que se están aplicando ya desde hace tiempo diversas técnicas de manipulación genética, sin que eso haya despertado especial inquietud en la población, excepto para asegurarse de que ningún animal transgénico llega a su dieta (lo que hasta hace bien poco era sencillamente imposible). Como veremos, sin embargo, la cuestión encierra profundas implicaciones filosóficas y éticas acerca del modo en que vemos a los animales y nos relacionamos con ellos.

Finalmente, después de la devastación producida por la epi­demia de Covid-19, era imposible terminar sin hacer alguna con­sideración sobre el impacto que esta ha tenido y probablemente tendrá en los próximos años sobre el discurso transhumanista. Por ello se ha incluido un epílogo al respecto.

Lo más interesante del transhumanismo es, quizá, que ha ser­vido para poner en primer plano algunas viejas ideas que merecen ser discutidas de nuevo. Con honrosas excepciones, como José Ortega y Gasset, Martin Heidegger, Jacques Ellul, Hans Jonas, Ar­nold Gehlen, Langdon Winner, Günther Anders, Peter Sloterdijk y algunos otros, a lo largo del siglo xx la filosofía no le había prestado a la tecnología la suficiente atención. Parecía algo periférico, y, por tanto, secundario, con respecto a los grandes temas de la metafísica y de la teoría del conocimiento. Todavía muchos filósofos siguen pensando que la ciencia y la tecnología no ofrecen nada de interés a la filosofía y que la reflexión filosófica sobre ellas no es auténtica filosofía. Sin embargo, hoy resulta evidente para muchas personas que en nuestra relación con la tecnología es donde nos estamos jugando no solo nuestro futuro como especie, sino también el modo en que, por decirlo con expresión heideggeriana, vamos a habitar el mundo. El transhumanismo ha hecho comprender a muchos que, como ya vieron Ortega y Heidegger, la tecnología es un asunto crucial en el destino del ser humano. No podemos seguir conformándonos con una visión puramente instrumental de la tecnología, según la cual esta solo nos proporciona mejores instrumentos con los que hacer lo que queramos.

Cuando Ortega, en los años treinta del pasado siglo, siendo en­tonces uno de los primeros pensadores en hacerlo, puso a la técnica entre las preocupaciones centrales que debía afrontar la filosofía y predijo su importancia creciente, es probable que no llegara a ima­ginar que ese sería realmente el tema de nuestro tiempo.

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