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7 preguntas filosóficas a Isabel Ordaz

Isabel Ordaz

Actriz y poeta, Isabel Ordaz acaba de publicar La geografía de tu nombre, libro de poemas. La filosofía, nos dice, ayuda a hacerse preguntas que sacien la necesidad de saber propia del ser humano y a «salir de la prisión del yo». 1 ¿Por qué se acercó usted a la filosofía? La necesidad de saber,…

Un pensar honesto, en resistencia y en compañía

El intelectual plebeyo

Pensar va más allá de una capacidad para poder competir con los demás. Javier López Alós nos describe en su libro El intelectual plebeyo que la vida intelectual no debe quedar reducida a una pedagogía extractivista, donde se extrae nuestra vida desde el rendimiento y la prisa, como si las cosas existieran para ser rebasadas….

Filosofía del cuerpo, el vestir y la apariencia

Ángel Octavio Álvarez Solís aspira con su cosmética a fundar una corriente que traiga aire fresco a una filosofía que ha desdeñado durante milenios el cuerpo y la apariencia física. Diseño realizado a partir de la fotografía de Black17BG (CC0).

El doctor en Filosofía Ángel Octavio Álvarez Solís acaba de publicar Filosofía de la apariencia física. Un libro ambicioso, arriesgado y que abre un nuevo camino en el pensamiento contemporáneo. Ya sea para refutar sus respuestas o para alabar sus soluciones, la cosmética como corriente filosófica está llamada a ser el centro de los debates…

F+ Del sentir hacia el pensar

Filco+ Adelantos_en exclusiva Del sentir hacia el pensar: María Zambrano

En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, el primer capítulo de Del sentir hacia el pensar. María Zambrano, publicado por Taugenit, una de nuestras editoriales colaboradoras y escrito por Joaquín Verdú de Gregorio, discípulo directo de Zambrano.

El fluir de la palabra

«… esta mi Antígona, voz del delirio que me despertaba

a la madrugada, voz antes que palabra.»

MARÍA ZAMBRANO

En los textos sagrados indios —Vive Kanada—, el hombre, vencida su naturaleza inferior que lo sume en el oscurecimiento, entra en esa región llamada Samadhi y halla hechos que nunca pudieron brindarle el instinto o la razón.

No hay sentimiento del yo y, sin embargo, la mente trabaja, sin deseos, libre del cuerpo. Entonces la verdad brilla en todo su esplendor y sabemos lo que realmente somos (porque el Samadhi yace potencialmente en todos nosotros), libres, inmortales, omnipresentes, libres de lo finito y sus contrastes de bien y de mal, somos uno en el Atman. El espíritu universal.1

Mito

Pudieran contener estas palabras un reflejo de esa búsqueda de un origen perdido cual germen oscuro en el hombre, del que ignoramos su raíz o su presencia, principio o comienzo antes de toda experiencia. Pues que el hombre, el llamado a nacer como tal, no ha emergido todavía. Mas «a cambio de su existencia posee la anchura del mundo sin límite alguno. Como todavía no es, puede serlo todo. Carece de experiencia para saber adonde llegan sus límites… Sería el universo de lo sagrado en que las fuerzas mágicas nos hablan y nos miran, nos amenazan y nos protegen»2.

El hombre se siente mirado y pudiera decirse que a la par el hombre mira, inicia su mirada. Mirada que para Zambrano constituye una actitud anterior a toda palabra, que queda con mayor libertad que ella para captar lo que contempla pues que todavía no se ha escuchado la primera palabra. Emerge, así, el universo de lo sagrado, del mito, del cuento maravilloso, una realidad primera aún sin descifrar.

Esa primera mirada devendrá poco a poco admirativa o, en su otra faz, pudiera expresar miedo o terror, pues que propiamente no se ha alcanzado todavía el ver. Sería el preludio del delirio persecutorio, pero al propio tiempo la realidad no se le presenta todavía como enemiga y el envés del temor sería la exaltación que se funde en la embriaguez. Y es que el reverso de la persecución sería la gracia, en la concepción de María Zambrano; esa faz benéfica frente al maleficio —los indicios dionisíacos pudieran tener su raíz en este doble tamiz—.

Las manifestaciones de lo sagrado serían, pues, una doble expresión del terror y de la gracia. Como respuesta a esa realidad inmensa y enigmática que supone así mismo lo sagrado, el hombre expresa su clamor ofreciendo sus primicias. Comienza a hacer antes que a pensar. Y la suprema acción supone el sacrificio que implica una ofrenda del hombre a lo desconocido que nada le pide y a la par con nada se conforma. Hay algo de adoración y angustia ante el peligro de ser devorado. Mas esa serie de acciones sagradas antes de la aparición de los dioses ya suponen un trato con lo otro, aún fuerza desconocida dentro de lo sagrado. Se inicia el fluir de la Piedad 3.

Esta etapa primigenia pudiera integrarse en el sueño primordial humano, ese sueño originario al que el hombre acude con la nostalgia de una etapa que considera perdida y que anhela su vislumbrar. Sería el preconsciente de lo humano, antes de la percepción del pasar del tiempo, en ese olvido del tiempo antes de la consciencia de temporalidad.

Reflejo de ello se desentraña en las impresiones de Julien Green: «J’ai toujours pensè en effet que les enfants comme les animaux, voient probablement tout un monde d’êtres (in-noffensifs) qui échapent à l’observation des grandes personnes »4. Que se integran perfectamente con las de Luis Cernuda:

Donde habite el olvido,

en los vastos jardines sin aurora;

donde yo sólo sea

memoria de una piedra sepultada entre ortigas

sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.5

Desearía habitar el poeta en ese primigenio jardín sin límite y anterior a la luz, aunque el término jardín ya implique algo paradisíaco, ancestral. Quiere confundirse con la piedra, ser memoria de ella, en esa conjunción del agua y la tierra que se solidifican, pero confundida entre el mundo vegetal: la ortiga, que implica ya un anuncio del dolor y lo etéreo que todavía no separa el sueño de sus vigilias. El mundo de los elementos originarios —agua, aire, tierra— ya se sugiere en ese olvido, sin fecha, inmemorial, y que quizás así quede o se muestre en la reminiscencia platónica que lejos de abolirlo muestra su huella, aquella que Kierkegaard señala con oscura ironía: recordaba lo que había sido, antes de devenir él mismo.

Los dioses

Aparecen en un horizonte más tardío, paulatinamente, los dioses. Y así en adelante el perseguido ya lo será por un dios a quien podrá demandar una explicación. Es ya la primera pregunta, la pregunta es frente a alguien que ya se ha manifestado.

Mas cuando los dioses comienzan a mostrarse, a ser nombrados, ello ya equivale a una cierta respuesta, se inicia la revelación del enigma y la amplitud que envuelve al hombre. El hombre les invoca y ello implica una inspiración y una fuerza.

El hombre invoca y lo hace a través de un culto. María Zambrano nos habla de tres cultos: «los dirigidos a las divinidades; los dirigidos a los muertos y aquellos que hacen sentir los ciclos de la naturaleza… y ello implica algo de liberación —como esas fuerzas que hacen renacer los frutos de la tierra— y de esperanza»6, y todo ello en lucha con ese terror y angustia primarios.

Mas, al propio tiempo, el hombre continúa preguntando, se pregunta por las cosas y ello implica ya el inicio de una separación, del pre-nacimiento de la conciencia, pues que el hombre se siente separado de ellas porque las cosas «son la decadencia de lo sagrado, de las fuerzas mágicas que nos hablan y nos miran, nos amenazan y nos protegen. Y preguntar por su ser supone haber preguntado, haberse extrañado por algo que se ha ido»7.

Todo ello implica una ruptura y una nostalgia de un paraíso perdido o de una edad dorada. Y en su envés, aquello que Zambrano ha denominado pérdida de la inocencia e inicio de la edad de las desdichas. La invocación de Don Quijote hacia la Edad de Oro pudiera integrarse en este universo.

En el errar del hombre le acompaña un sentimiento de angustia. El poeta Antonio Machado siente que siempre le sigue y al interrogarse…

La causa de esta angustia no consigo

ni vagamente comprender siquiera

pero recuerdo y, recordando digo:

Sí, yo era niño, y tú mi compañera.

Es cierto que este poema se sitúa en ese universo en el que el tiempo se ha integrado a la vida y más acá de la reminiscencia, en el recuerdo. Mas en la infancia, según Gastón Bachelard, se dan todas las etapas arcaicas de la humanidad y «en la inocencia no está el hombre determinado como espíritu, sino psíquicamente en unidad inmediata con su naturalidad. El espíritu del hombre está soñando… pero al mismo tiempo. Nada ¿qué efecto ejerce? Nada, engendra angustia. Es el profundo misterio de la inocencia »8. Y así parece afirmarlo el poeta como «un hecho psíquico de raíz que no se quiere ni se puede definir, mas sí afirmar como una nota humana persistente, como inquietud existencial (Sorge) heideggeriana, pero que va a transformarse en ella»9.

Un nuevo paso en el universo evolutivo no supone la pérdida del anterior. En el ser humano siempre hay una confluencia de los diversos vestigios ancestrales que constituyen el sentir originario. Ese sentir que se irá paulatinamente integrando en el descubrimiento del alma. Y Zambrano nos sitúa en la civilización egipcia, decisiva en la evolución de la humanidad. Es la aparición del dios Osiris quien hace posible el encuentro en la tierra del hombre y su alma. Pues que sólo el faraón la recibía en vida, el kaa. Los demás hombres sólo la recibían tras la muerte.

Y tras ello se vislumbra ese sentir de los ínferos, ese descenso o caída en sus dos vertientes: hacia el tiempo y hacia la muerte. Y la reminiscencia del origen y el anhelo hacia ese otro margen que nos entronca con el espacio ultra terrestre, y ese sentir se anega en la vida: «vivir es encontrar en el infierno de cada instante la huella del paraíso perdido y padecer desde el paraíso, el infierno de la temporalidad espontánea»10.

Hay en el hombre, y más hondamente en el poeta, un ritmo que lo rememora:

Soy eco de algo;

lo estrechan mis brazos siendo aire

lo miran mis ojos siendo sombra.

Lo besan mis labios siendo sueño.11

Sombra de algo, deseo de apresar esas formas que se sueñan y que a la par se diluyen y que quedan como expresión de aquel sentir originario:

El saberse dentro de una historia o con una historia, precede sin duda sentirse errante, a la merced de... Y por mucho que sea la madurez de los tiempos históricos y la construcción científica que el hombre haga de su historia, quedará siempre en el fondo del ánimo, eso que hemos llamado sentir originario, el sentirse suspendido y flotante, a veces a pique del naufragio, a merced de la totalidad desconocida que nos mueve…12

Mas todo ello ya irá entrañando el inicio de una etapa de unidad. Es ya anuncio del ser. Comienzan a surgir las cosmogonías que desvelan el secreto del hacerse de las cosas, de engendrarse la realidad de aquel mundo enigmático que insinúa las razones de la angustia y del padecer humano.

Cosmogonía es ya poesía humana que el hombre hace para representarse en unidad no sólo con lo que ve, sino con su misteriosa génesis. La historia y en ella la metáfora de la irrupción del hombre.

Homero es quien presenta a los dioses con su nombre, con su historia. Mas en la búsqueda de una seguridad, de una certeza, la primera claridad como respuesta o acceso a lo divino, fue dada por la luz de Apolo, como si quedasen las sombras más allá de su órbita divina, y esa nueva forma de piedad como respuesta a la realidad inmarcesible. Pero esta piedad se alza contra la piedad divina, de muerte o de sacrificio, que representaban los dioses y las divinidades antiguas contrarias a Apolo. Se pretende una unidad que procure abarcar a todo de cuanto Ser hay, desterrando hacia la sombra lo que no puede llegar a ser… mas que el de algún modo tiene realidad y queda como lo otro persistente13 gimiendo en las entrañas, la luz y la sombra se desarmonizan y lo apolíneo pretende desterrar lo dionisiaco.

Hay algo que parece perdido, ausente y, pese a ello más allá de lo que llamamos realidad de las cosas, no hay un vacío sino una transrealidad, algo que no coincide con ninguna cosa, sino que está detrás de ellas o en ellas o en alguna otra parte, algo cuya sede es a veces, en el mundo de lo sagrado, un determina-do lugar, una roca, un árbol, un río. Allí cuando los dioses han nacido, o In illo tempore... Érase una vez, no se sabe cuando14.

Y es que la vida del hombre, esa vida inocente en el mundo primario del mito, ha quedado como pretensión o designio y siempre acompaña al hombre esa nostalgia de lo divino:

Nació sin saber

si estaba dentro

o fuera, del dios

que nació con él…

Así lo expresa Emilio Prados. Hay una inhibición que impide al hombre manifestar sus pretensiones de ser un dios o como un dios.

Cuando más avanza el territorio de la conciencia, el de la luz que cierne y pone sus límites, el hombre teme perder su fábula, sus mitos, se halla en conflicto. Un conflicto de soledad que se suscita cuando el hombre comienza a preguntarse por el ser. Junto a la pregunta han fluido como respuesta otras vías que pretenden cercar, iluminar —no visualizar o vislumbrar—. Sería el nacimiento de la filosofía como una de las querencias de la respuesta. Y de la tragedia, en otro de sus matices.

La filosofía «trazará de lo humano un esquema: promesa de seguridad como si dijera si te atreves a esto, si reduces tu vida a esto, claro, seguro, idéntico a sí mismo, estarás a salvo; ninguna fuerza ni siquiera la de los dioses, te podrá arrebatar tu condición…»15.

Los filósofos llaman a vigilia, pero el hombre parece obstinarse en su vida sonámbula, parecida a la que lleva en la caverna maternal… «Se siente en medio de las cosas como una larva que ha de nacer y salvarse»16. Una parte de su ser queda latente en su sueño. Un sueño primordial y originario que siempre le acompaña. Se siente oscilante entre la «realidad» de la «vigilia» y la de su más hondo interior, su «sueño»:

Está mi alma en el centro de la noche

turbada y estática. Fuera.

Fuera de sí misma está su vida.

Y aguardo, me consumo y sufro.

Yo, dentro de ella o junto a ella.

Este temblor de Kavafis pudiera ser el atisbo de ese oscilar entre sueño y vigilia que anega la vida del ser humano, pues que frente al universo en el que se entraña ese sueño que desea despertar, se presenta, cual inhibición, esa fortaleza amurallada en la que se refugia el campo del consciente, de una realidad que se le opone a ese inconsciente, después llamado personal, y ahondando en inhibición de la psique humana, desde el nacimiento del hombre concreto, como apuntaba Freud, o en esa voluntad de dominio expresada por Adler. Y de lo que se trata es de que lo humano esté entroncado en la humanidad, que ese inconsciente colectivo e histórico vaya fluyendo desde ese sueño inicial y originario, como lúcidamente lo intuyeron los románticos y ha sido uno de los soportes de las visiones de Jung y también de María Zambrano. Un sueño que desea devenir expresión, palabra. Un sueño más cercano al universo de la poesía. Filosofía y poesía serían dos formas de la misma palabra: concepto y concepción, lo ya nacido y lo que siempre está naciendo: «En este mundo en que ha gustado la naturaleza mostrar a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de una ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas»17.

Poesía

El mundo filosófico se forma a través de un orden, de una violencia, de una perspectiva. Un cosmos donde existe el principio y lo principiado, la forma y lo que está bajo de ella…

Pero la poesía todavía añora aquel universo del mito en que se admiraban las cosas. Contemplación y éxtasis como expresión de su mirada. Surge así una disparidad que se entreabre en esa nostalgia de algunos que «sintieron su vista enredada en el agua o en la hoja, no pudieron abandonar lo que esta visión les daba y prometía para pasar a un segundo momento, ese en que la violencia de la mente hace cerrar los ojos buscando otra hoja y otra agua mas verdadera. [Algunos quedaron aferrados] a lo que regala su presencia y dona su figura, a lo que tiembla de tan cercano»18.

Todo verdadero sentir poético tiembla en esas huellas en las que lo divino visualiza su verdad. Así parece intuirlo Antonio Machado cuando, leyendo sus bien amados versos, infiere en el espejo de sus sueños…

que una verdad divina

temblando está de miedo,

y es una flor que quiere

echar su aroma al viento.

Ese temblor no se vierte en un trasunto ideal que sustituya a la inmediatez de su sentir. La propia pensadora nos informa de ese peligro del culto a la idea que sustituye a la vida, cuando su misión sería la de ser ventana para ésta. De ese culto obsesivo al poder de la idea, puede surgir el germen de toda tiranía, en todas sus vertientes.

El camino del poeta no está marcado, «se hace camino al andar y en él tenía lo que miraba y escuchaba, pero también lo que aparecía en sueños…» y los límites se «alteran de modo que acaba por no haberlos»19.

Y si los hubiera, serían formados y vislumbrados en el propio quehacer poético del hombre, que con esa mirada iría habitando, en sentido heideggeriano, el mundo. Abarcándolo poéticamente como tan bellamente ha expresado Eugenio Trías en el desvelarse de las diversas artes que irán descubriendo los universos espaciales y temporales. Este límite:

… comparece antes que nada como la condición y el presupuesto mismo de la proyección del mundo. Y es preciso destacar entonces aquellas artes, artes fronterizas que dan forma y sentido al límite. Tales artes son la arquitectura y la música. Éstas se despliegan en el límite. Y desde él hacen posible que el mundo se muestre como es, como un ámbito susceptible de ser habitado. Otras artes (pintura, escultura, artes del signo) revelan la presencia del habitante del mundo, dándole figura y representación.20.

No había aún surgido la separación entre poesía y filosofía en el universo de los presocráticos, en el que los primeros elementos —agua, aire, tierra, fuego— emergían conforman-do los principios del universo. Gaston Bachelard ha ofrecido una honda visión de ellos como fundamento del psicoanálisis.

Considera María Zambrano que en Platón todavía se conjugan el mundo filosófico y poético, un equilibrio entre el nuevo y el originario ser, pues «piensa el ser y su unidad en El Parménides y quiere absorber los mitos y hasta las palabras de la sacerdotisa Diotima en El Banquete». Y así cuando aparece agotado el camino de la dialéctica, «más allá de las razones, irrumpe el mito poético, como venido desde el fondo de una inmemorial tradición de sabiduría dada poéticamente». Pues que el mito, tan opuesto al fantasma paralizador de la vida, abre un último horizonte que parecía perdido, que alberga «continentes sumergidos de los que el hombre no puede olvidarse enteramente de aquel estado que comunicaba con mayor intensidad con el universo»21.

Nos muestra Zambrano la bella metáfora de la revelación del mito poético como un hallazgo en un mundo ya formado filosóficamente. Ya moldeado. Como si por «la avenida de una gran ciudad de pronto se encontrara en uno de esos misteriosos parajes con unos enigmáticos personajes, tal como nos ofrecen algunos cuadros indescifrados: La Tempestad de Giorgione, El Baco de Leonardo da Vinci o la entrada a la Villa Médicis de Velázquez»22.

El poeta es el viajero de un laberinto, viajante enamorado de las cosas, de los tiempos, sin querer renunciar a nada que salga a su encuentro: ni a la criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que lo envuelve.

El filósofo busca la unidad más allá de toda apariencia, una unidad absoluta sin mezcla de multiplicidad, porque las apariencias semejan dispersarla, quiere dilucidar la presencia de lo real, de las cosas que son y que no son, fijar la verdad, y más allá de ese límite todo es engaño. No obstante la poesía tiene también su propia unidad, una unidad distinta a la que busca el filósofo, tiene su unidad y su trasmundo que fundamenta su existencia:

Mi corazón latía atónito y disperso

En las palabras de Machado hallamos una dispersión ante ese asombro que despierta su corazón. Y ese latir es un ritmo, ritmo que ya expresa un acorde frente a la dispersión. Y ese acorde con la palabra se hace canto y por ello música, de ahí que el poeta se sienta como fluencia, herencia del mito de Orfeo que atraía a la naturaleza con su música. Un ritmo que parece provenir de un horizonte distinto, casi olvidado como tan hondamente ha trascendido en Federico García Lorca:

… porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado.23

Habla desde ese borde que se creía lejano, primigenio, anterior al ser, ser en la palabra antes de que se fundiese con las cosas. Es el pulso, el ritmo del corazón herido. Pues que toda poesía fluye de la herida, como conformando al hombre en su vida, amor y muerte, en expresión de Miguel Hernández. Halla el sentir de las cosas en el latir del pulso; el que fundamenta la unidad más allá de la dispersión. El latir de las entrañas —la poesía es cosa de la carne—. «El latir de tanta entraña sorda, que suena por toda la mudez de los demás, que si no se hiciera oír de alguna manera, se llenarían de rencor. Pues el rencor nace de lo que no logra, trabajando siempre, ser escuchado»24.

Ese latir tiene un ritmo, su ritmo. Un ritmo que integra ese sentir poético en un sentir musical, música callada de esos sonidos que se oyen desde el interior y se expresan en una lengua anterior a lo que denominamos lenguaje, anterior a la palabra o expresión de su inicio, una lengua que tiene sus caracteres elementales… los sonidos, «única pues que si las palabras poseen sinónimos equivalentes, pueden ser reemplazadas por ellos… En música los sonidos no son expresión de las cosas, son la cosa misma»25. «El músico no ha necesitado tener presente un ser oculto e idéntico a sí mismo para alcanzar la transparente e indestructible unidad de la armonía»26.

Se siente el poeta reflejo y heredero de todo el universo desde sus orígenes, y así la filosofía aparece como desprendimiento en la mente humana de un saber anterior, como una resolución del hombre para encontrar la verdad por una vía en modo que le sea propia, cual si quisiera librarse de otras fuerzas que sobre él gravitan.

Un gran momento de honda soledad o un gran procedimiento debió preceder a esta resolución […] Mientras que la poesía que parece perdida se nos muestra ahora como revelación […] y el hombre, cual dijimos, es una criatura envuelta en el velo del olvido. Y debe desvanecerse el velo de olvido y conocer es acordarse y acordarse es reconocer.27

Recuerdo entrañado en la memoria y reminiscencia, hacia y desde el olvido. Las correspondencias en la visión de Baudelaire, les parfums, les couleurs et les sons se repondent, sería, según nos desvela Walter Benjamín, esa búsqueda de recuperación de los tiempos remotos, cuando el conocer fluía del sentir. Acudían los sentidos a las solicitaciones anteriores y respondían conjuntamente —vista, olfato, oído, gusto, tacto—, mas sólo uno de ellos otorga la respuesta adecuada, se adelanta a los demás sin perder su comunicación con los restantes.


1 Kodama de Borges, María, Jorge L. Borges y la experiencia mística, Trotta, Madrid, 1996, p. 81.

2 Zambrano, María, España, sueño y verdad, Siruela, Madrid, 1994, p. 20.

3 Zambrano, María, El hombre y lo divino, FCE, México, 1955, p. 50.

4 Auroy, Carole, Julien Green: Partir avant le jour, Cert, París, 2000, p. 27. «Siempre he pensado que tanto las personas como los animales, ven probablemente todo un mundo de seres (inofensivos) que esca-pan a la observación de las personas mayores».

5 Cernuda, Luis, Donde habita el olvido I. Poesía, Siruela, Madrid, 1993, p. 201.

6 Zambrano, María, El hombre y lo divino, op. cit., p. 76.

7 Zambrano, María, España, sueño y verdad, op. cit., p. 21.

8 Kierkegaard, Soren, El concepto de angustia, Espasa-Calpe, Madrid, 1979, p. 59.

9 Sánchez Barbudo, Antonio, Los poemas de Antonio Machado, Lumen, Barcelona, 1967, p. 101.

10 Zambrano, María, El hombre y lo divino, op. cit., p. 110.

11 Cernuda, Luis, Donde habita el olvido I. Poesía, op. cit., p. 203.

12 Zambrano, María, El hombre y la divino, op. cit., p. 67.

13 Ibid., p. 72.

14 Ibid., p. 96.

15 Zambrano, María, España, sueño y verdad, op. cit., p. 22.

16 Ibid.

17 Trías, Eugenio, La memoria perdida de las cosas, Taurus, Madrid, 1978, p. 97.

18 Zambrano, María, Pensamiento y poesía. Obras reunidas, Aguilar, Madrid, 1971, p. 119. Citado en adelante: O.R. El subrayado es nuestro.

19 Ibid., p. 23.

20 Trías, Eugenio, Lógica del límite, Destino, Barcelona, 1986, p. 20

21 Zambrano, María, Pensamiento y poesía, op. cit., p. 116.

22 Ibid., p. 122.

23 García Lorca, Federico, «Poema doble del lago Eden», Poeta en Nueva York. Obras Completas I, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1996, p. 558.

24 Zambrano, María, «La metáfora del corazón», Hacia un saber sobre el alma. Alianza Editorial, Madrid, 1987, p. 48.

25 Levi Strauss, Claude, Regarder, ecouter, lire, Plon, París, 1993, p. 96.

26 Zambrano, María, «La metáfora del corazón», Hacia un saber sobre el alma, op. cit., p. 45.

27 Zambrano, María, Pensamiento y poesía, O.R. op. cit., p. 129.

28 Zambrano, María, El hombre y lo divino, op. cit., p. 46.

La actualidad del Romanticismo

Romanticismo. Fragmento de «El caminante sobre el mar de niebla», de Caspar David Friedrich. Distribuida por Wikimedia Commons en dominio público.

Cuando lo infinito asoma desde el abismo, de la escritora y filósofa Virginia Moratiel, recoge los estudios sobre el Romanticismo alemán e inglés realizados por la autora y desvela secretos hasta ahora desconocidos de la vida y la obra de filósofos y poetas románticos. Por Amalia Mosquera ¿Por qué escribir hoy un libro sobre el…

F+ El pensamiento nocturno de Goya. En la noche de los Disparates

En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, el primer capítulo completo del libro El pensamiento nocturno de Goya. En la noche de los disparates, que próximamente publicará la editorial Taugenit. La obra, de Luis Peñalver Alhambra, se adentra en la estética filosófica del pensamiento más oscuro de Francisco de Goya y recoge todos los Disparates dibujados por el pintor español.

La caja de los Disparates

Goya es Goya. Esta tautología esconde la diferencia del artista y el modo en que ha aportado al mundo su diferencia; una ecuación que siempre contendrá incógnitas sin despejar y que nos sirve para expresar cómo la fidelidad del artista a sí mismo acaba expulsándolo fuera de sí, dejando por el camino un rastro de cadáveres, que son los pedazos de un hombre y de un mundo. A poco que alguien conozca a un pintor de la arrolladora individualidad de Francisco de Goya, sabe que no responde a los estereotipos de cierta historiografía del arte que hacen del artista un mero reflejo de su época o un «apéndice» más o menos brillante de sus predecesores. Todo individuo, como toda auténtica obra de arte, nace para afirmar su singularidad, para traer al mundo lo que sin él no existiría, un inventor que hace venir a la realidad posibilidades inéditas, aunque lo que aporte de nuevo sea una revelación tan vieja como el mundo.

En el autorretrato de 1815 (Madrid, Museo del Prado), en el que vemos al pintor desmelenado, con la camisa descompuesta e inclinado hacia atrás como si sufriese un ataque de vértigo, nos mira un hombre plenamente consciente de la soledad y la incomprensión a la que lo había llevado su sordera, pero también su osadía irreductible, esa rebeldía a prueba de todo que le impedía «casarse» con nadie: sabemos que este hombre, que denunciaba toda forma de matrimonio de conveniencia, desde luego no se casaba con las fuerzas oscurantistas y absolutistas que asolaban su atrasado país, mas tampoco con la Ilustración oficial, con esa modernidad institucional que convierte la Razón histórica en un absoluto y que, con la conciencia tranquila, está dispuesta a sacrificar la vida situada y concreta de los individuos en nombre de imperativos categóricos o trascendentales, los mismos imperativos —como observa Jorge Juanes— que acaban desencadenando la violencia y destrucción que oculta todo sistema de poder.

Sabemos que no hay que confundir al pintor con su obra, pues el hombre nunca es duplicado de esta. Pero hay algunos artistas excepcionales cuyas creaciones llegan a depender de su peripecia vital hasta tal punto que acaban confundiéndose con su obra. Esos diarios íntimos que son sus dibujos, o la serie de grabados conocida como Disparates, brotan de la entraña más soterrada y personal de un autor al que siempre acompañaron sus contradicciones. El aragonés fue un pintor que aprendió, como él mismo confesaba, de Rembrandt, de la naturaleza y de Velázquez, un hijo de su época que compartió las actitudes, los gustos y las ideas de sus amigos ilustrados, como Leandro Fernández de Moratín, autor del Auto de fe, que fundó la Sociedad de los Acalófilos, o amigos de lo feo, una tertulia de talante satírico que se dedicaba a reunir toda suerte de caprichos y monstruosidades como forma de burlarse de lo irracional para ensalzar la razón. Y, sin embargo, Goya siempre tuvo algo de unicum histórico que no se acomoda bien a ninguna corriente de su tiempo ni encaja en las fáciles categorías interpretativas de la historia del arte. Este artista ilustrado y liberal que siempre se adhirió a la razón, incluso en los momentos terribles en los que fue cercado por los demonios de la enfermedad y la locura, se sintió fuertemente atraído por los poderes más oscuros e irracionales del ser humano. Fue un pintor público y posibilista que se movía a gusto en los ambientes aristocráticos madrileños y, al mismo tiempo, un artista privado e insumiso que huía de las obras de encargo y prefería aislarse en su exilio interior. Junto al Goya castizo que se trasluce en las cartas a Martín Zapater, amigo de las cacerías y las diversiones populares, existió un Goya «filósofo» que de manera consciente desarrolló un pensamiento o un lenguaje figurativo capaz de sacudir las conciencias europeas y de abrir posibilidades inéditas al arte occidental.

Goya desarrolla este pensamiento sobre todo en sus dibujos y grabados, que componen dos tercios de las aproximadamente 1.900 obras catalogadas del artista, aunque antes de la enfermedad de 1792 solo constituían una pequeña parte de su producción. Es aquí, en estas estampas y dibujos, con los que recientemente el Museo del Prado ha celebrado una gran exposición con motivo del bicentenario de dicha institución, donde se expresa la parte más íntima y personal de un autor que conoció todos los exilios. Fueron estos exilios, es decir, los políticos pero también los interiores, los que lo llevaron a abandonar España y a desterrarse en Burdeos.

Su marcha apresurada de Madrid provocará, según el inventario que realiza su amigo, el joven pintor Antonio de Brugada, que en la Quinta del Sordo se queden «dos cajas de grabados y dibujos, aguatinta, caprichos, etc.» y «siete cajas de objetos y cobres» tan pesadas y difíciles de sacar de su casa como las pinturas murales. Seguramente, en estas cajas se hallaban los dibujos preliminares, las pruebas de estado y las planchas de cobre de la serie de grabados que, para Valentín Cardedera, representa «el último estallido del ingenio de Goya», la serie que la posteridad bautizaría con el nombre de Proverbios, Sueños o, de manera más habitual, Disparates, por el título que el propio Goya dio a varias de las pruebas. Tras la muerte del pintor, acaecida en 1828, las cajas pasarán sucesivamente a manos de su hijo Javier y de su nieto Mariano, quien no tardaría en malvenderlas. Las vicisitudes de estos grabados, también sus vicisitudes críticas, no parecen remitirnos sino a los diferentes episodios de un destino truncado y una historia de incomprensión, porque la serie misma —que, probablemente, fue grabada entre 1815 y 1824 pensando, como es lógico, en su difusión— nace ya abortada y anormal, interrumpida como la suerte de los ideales ilustrados y los sueños de juventud del pintor. El perfecto grabado de las planchas de cobre importadas de Inglaterra, así como la numeración de algunas pruebas de estado, hacen poco plausible la hipótesis, sostenida por algún autor, de que el artista en ningún momento tuvo la intención de publicar esta serie. Al no salir de los tórculos hasta muchos años después de la muerte del artista, no poseemos referencias contemporáneas a esta serie, lo que la hace aún más enigmática. Por otra parte, su proceso de creación debió de ser complejo y muy meditado, a juzgar por las importantes diferencias que se observan entre los doce dibujos preliminares que nos han llegado y los grabados definitivos, destacando, en este sentido, la incorporación mediante el aguatinta de un fondo oscuro donde antes había uno claro.

Ignoramos por qué el artista dejó incompletos y sin publicar estos Disparates. Posiblemente (incluso) hubiera un porqué, pero ya sabemos que, con frecuencia, los motivos caen en el olvido. No creemos que únicamente se tratara de razones de prudencia debidas al cambio político, que devolvía a los absolutistas al poder, como a veces se ha sugerido. Quizá perdiese el interés por estos grabados cuando se dio cuenta de que no sería posible la publicación, y aún menos la comprensión, de estas absurdas «fantasmagorías» visuales. Tal vez no pudo resistir la presión de tamaña lucidez y prefirió trabajar en las pinturas murales de su casa, tan atroces como las estampas aunque más dramáticas y, por ello mismo, más humanas. Si las Pinturas negras quedaron recluidas en la intimidad de la Quinta del Sordo (el hecho de pintar estas figuras en las paredes de su casa y no en una tela supone ya, como observa Tzvetan Tódorov, una renuncia a su difusión), los Disparates no podían conocer otra suerte que la de permanecer encerrados en una caja, condenados a una oscuridad de la que nunca llegarían a salir del todo; al fin y al cabo, habían nacido de las entrañas más íntimas de su autor. Sin embargo, que el destino del artista lo llevara al aislamiento, después de una vida entregada al mundo, no significa que el viejo pintor cayera en el desierto de la incomunicación. Goya siempre tiene algo nuevo y extraño que decirnos. Eso, y no otra cosa, es lo que quería este sordo que hizo de la soledad su compañera de viaje: hablar y ese imposible que era oír y que lo escuchasen. Quizá no tuviera intención de dar a la serie esta estampa, pero no podemos dudar de la necesidad inconfesada de que saliese a la luz, de comunicarla; de la necesidad de decir lo indecible, de publicar lo impublicable, de revelar su propia naturaleza hecha de deseo y oscuridad. Lo que rompe los límites del yo se expone a la comunidad, exige ser compartido, «mejor aún, se afirma como el compartimiento mismo».

Goya no oía nada y debía de hablar poco; por eso veía, se dedicaba todo el tiempo a ver y quería que sus visiones llegasen a sus semejantes. Para ello se inventó un lenguaje: un lenguaje totalmente otro con el que decir lo que solo en el silencio se podía decir.

En sus Disparates Goya extrae de la vida toda su absurdité métaphysique (lo que convertiría al artista aragonés, en palabras de André Malraux, en «el más grande intérprete de la angustia que ha conocido Occidente»), pero no para quedarse en ella, sino para contemplar lo que está más allá (o más acá) de cualquier forma de nihilismo o de absurdo, aunque también de toda categoría del ser y del sentido. Nuestra intención aquí no puede ser otra que corresponder a la voluntad que parece ocultarse en la que quizá sea la primera gran demonología de la Razón ilustrada y moderna; una voluntad extraña surgida del fondo de las imágenes mismas y que nace del «deseo de responder a lo inexplicable con lo inexplicable», en palabras de Gómez de la Serna. La caja en la que permanecieron guardados estos Disparates encierra un secreto terrible, el secreto de lo que nos une al extravío de nuestro origen, a lo que, estando fuera de nosotros, nos constituye. Ahora bien, si queremos empezar a comprender la inconmensurabilidad de este secreto es preciso asumir nuestra complicidad y arriesgarse (un riesgo que excede el propiamente hermenéutico), pues abrir una caja siempre resulta peligroso; equivale a renunciar a aquello que nos protege de lo excesivo y de lo desconocido, ya que, en último término, significa desprendernos de lo que nos ampara y nos pone al abrigo del más espantoso de los peligros: aquel que mora en el silencio que respiramos.

Hay que caer. Caer y caer hasta salir de nosotros mismos y del mundo para exponernos a la Intemperie de la que nace el mundo y sobre la que se sustenta nuestra existencia. Pero, para caer, primero hay que volar; para ello se hace necesario un medio, un medio tan fluido como invisible; ese elemento aire que la tradición convirtió en el campo favorito de las metamorfosis de los demonios y las brujas y en el cual Goya sitúa la escena donde actúa y opera la más vieja de las hechiceras: la imaginación.

Volando a lomos de la escoba de la fantasía que barre los escombros del mundo normal llegaremos, en la interminable y árida llanura del aguatinta (en la vecindad de aquel lugar sin lugar en el que se representa la apoteosis de la soledad y del dolor de las Pinturas negras), a ese aquelarre de la realidad que llamamos Disparates. El espacio del Disparate es uno de esos raros terrenos intermedios accesibles únicamente a la fantasía; uno de esos dispares lugares de visión en el que el sarcástico dislate de la muerte solo puede ser acogido y correspondido en silencio, con una sonrisa dibujada en los labios, como la de ese Viejo columpiándose que el artista dibuja al final de su vida (Nueva York, The Hispanic Society of America, GW 1816), quizá su último «autorretrato». Pues ¿quién mejor que un sordo, un solitario y doliente sordo ajeno ya a los ruidos de este mundo, para corresponder a las inaudibles impresiones del silencio y su devenir? En el mencionado dibujo se columpia el anciano (si no se trata del propio Goya, como sugieren Victor Ieronim Stoichiță y Anna Maria Coderch, sin duda es alguien con quien el viejo artista se identifica) sobre unas cuerdas que no están atadas a nada y que lo hacen pender del vacío.

En el aguafuerte con el mismo motivo (GW 1825), el viejo gravita sobre una tierra lejana en la que todavía pueden reconocerse las costas. Un impulso más y este hombre desaparecerá de escena. En los Disparates Goya aún se encuentra un salto más acá: las figuras todavía se mueven en los confines del mundo, aunque este apenas es ya una línea del horizonte, lo suficientemente descarnado y abstracto como para pensar que no le falta mucho para sobrepasar sus límites. En el Viejo columpiándose el artista se encuentra a punto de saltar del columpio para caer sobre esa Intemperie sin tierra ni cielo desde la que se contempla la panorámica de todo lo que nace y muere. Como si la extrema lucidez del viejo Goya lo hubiera llevado al extremo de salirse del mundo para, en el silencioso Afuera, tomar conciencia del disparate de este mundo, de este mundo por dentro en el que, como dijo Quevedo en los Sueños, «todo es figura», una frenética y violenta mascarada a la que acuden todos en procesión, el Deseo y la Fantasía, la Esperanza y la Muerte, Dios y el Diablo, la Razón y la Pasión, para enterrar a la sardina.

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