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F+ Un enfoque hegeliano hoy

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El presente artículo aborda el tema de la vigencia de la filosofía hegeliana en el pensamiento contemporáneo, interrogándose acerca de las posibles significaciones de la obra de Hegel en relación con algunas de las principales corrientes del siglo XX. Con tal fin, el artículo toma como punto de partida un análisis del libro de Paul Livingston The Politics of Logic, planteando un esquema de comprensión alternativo de las rupturas especulativas y metafísicas que repercuten en la filosofía contemporánea. A partir de la puesta en discusión de la hipótesis de Livingston se abre la posibilidad de una recuperación del pensamiento hegeliano. La rehabilitación de un enfoque hegeliano permite superar las limitaciones de los enfoques paradójico-crítico y genérico elaborados por Livingston. El enfoque hegeliano así entendido propicia una aproximación a la totalidad social que tenga en cuenta la necesidad de dar un paso atrás de la crítica directa al análisis del antagonismo inmanente en el fenómeno que se critica, centrándose en cómo nuestra propia posición crítica es parte del fenómeno que critica.

Por Slavoj Žižek, International Director The Birkbeck Institute for the Humanities Malet Street

Me defino a mí mismo como un hegeliano, pero ¿a qué Hegel me estoy refiriendo? ¿Desde dónde estoy hablando? Para simplificarlo al máximo, la tríada que define mi posición filosófica es la de Spinoza, Kant y Hegel. Posiblemente Spinoza sea la cumbre de la ontología realista: existe una realidad substancial ahí fuera y podemos llegar a conocerla a través de nuestra razón, disipando el velo de las ilusiones. El giro transcendental de Kant introduce aquí una brecha fundamental: nunca podemos tener acceso al modo en que las cosas son en sí mismas, nuestra razón está confinada en el dominio de los fenómenos y, si intentamos ir más allá de los fenómenos hacia la totalidad del ser, nuestras mentes quedan atrapadas en necesarias antinomias e inconsistencias. Lo que hace Hegel aquí es plantear que no hay realidad en sí misma más allá de los fenómenos, lo que no significa para nada que todo lo que hay sea la interacción de los fenómenos. El mundo fenoménico está marcado por la barrera de la imposibilidad, pero más allá de esta barrera no hay nada, ningún otro mundo, ninguna realidad positiva, así que no estamos volviendo al realismo pre-kantiano; es solo que lo que para Kant es la limitación de nuestro conocimiento, la imposibilidad de alcanzar la cosa-en-sí-misma, está inscrita en esta cosa misma.

Pero, de nuevo, ¿puede Hegel desempeñar todavía el papel del horizonte insuperable de nuestro pensamiento? ¿Acaso la ruptura con el universo metafísico tradicional, la ruptura que define las coordenadas de nuestro pensamiento, no tiene lugar posteriormente? La muestra más segura de esta ruptura es la reacción instintiva que nos invade cuando leemos algún clásico de la metafísica —algo nos dice que hoy en día sencillamente ya no podemos pensar de ese modo… ¿Y acaso esa reacción instintiva no nos invade también cuando leemos las especulaciones de Hegel acerca de la idea absoluta, etc.? Hay un par de candidatos para esta ruptura que hace que Hegel ya no sea nuestro contemporáneo, empezando por el giro post-hegeliano de Schelling, Kierkegaard y Marx, pero este giro puede fácilmente explicarse en términos de una inversión inmanente del tema idealista alemán. Respecto a los asuntos filosóficos que han predominado en las últimas décadas, una nueva y más convincente argumentación acerca de esta ruptura fue presentada por Paul Livingston, quien, en su The Politics of Logic, la sitúa en el nuevo espacio simbolizado por los nombres de «Cantor» y «Gödel», donde, por supuesto, «Cantor» está por la teoría de conjuntos que, por medio de procedimientos autorreferentes (conjuntos vacíos, conjuntos de conjuntos), nos obliga a admitir una infinidad de infinitos, y «Gödel» por sus dos teoremas de incompletitud que demuestran que —para simplificarlo al máximo— un sistema axiomático no puede demostrar su propia coherencia puesto que genera necesariamente afirmaciones que no pueden ser ni probadas ni refutadas por él.

Con esta ruptura entramos en un universo nuevo que nos obliga a dejar atrás la noción de una visión coherente de (toda) la realidad (hasta el marxismo, por lo menos en su forma predominante, puede verse todavía como una manera de pensar que pertenece al viejo universo: elabora una visión bastante coherente de la totalidad social, en algunas versiones hasta del todo de la realidad). Sin embargo, el nuevo universo no tiene nada en absoluto que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosophie, cuyo primer representante ha sido Schopenhauer, es decir, con la idea de que nuestra mente racional sea solamente una superficie sutil y que las verdaderas bases de la realidad sean impulsos irracionales. Nos quedamos dentro del dominio de la razón y este dominio es privado de su consistencia desde dentro: las inconsistencias inmanentes de la razón no implican que no exista alguna realidad más profunda que se escapa a la razón; estas incoherencias son en cierto sentido «la cosa misma». Nos encontramos en un universo en el cual las incoherencias no son una señal de nuestra confusión epistemológica, del hecho de que no alcanzamos «la cosa misma» (que, por definición, no puede ser incoherente), sino, al contrario, una señal de que tocamos la realidad.

El nuevo universo no tiene nada en absoluto que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosophie, es decir, con la idea de que nuestra mente racional sea solamente una superficie sutil y que las verdaderas bases de la realidad sean impulsos irracionales

Las raíces de todas estas inconsistencias son, por supuesto, las paradojas de la autorreferencia, de un conjunto que se vuelve uno de sus propios elementos, de un conjunto que incluye un conjunto vacío como uno de sus subconjuntos, como su propio suplente entre sus subconjuntos. La perspectiva hegelo-lacaniana concibe estas paradojas como una indicación de la presencia de la subjetividad: el sujeto puede emerger solamente en el desequilibrio entre un género y sus especies; el vacío de la subjetividad es, en última instancia, el conjunto vacío entendido como la especie en la cual un género se encuentra en su determinación opositora, tal como lo habría dicho Hegel. Pero, ¿cómo puede la misma característica ser la señal de la subjetividad y simultáneamente la señal de que hemos tocado lo real? ¿No tocamos lo real justamente cuando tenemos éxito al erosionar nuestro punto de vista subjetivo? La lección de ambos, Hegel y Lacan, es exactamente la opuesta: cada visión de la «realidad objetiva» ya se constituye a través de la subjetividad (trascendental) y solamente tocamos lo real cuando incluimos en el campo de nuestra visión el corte-en-lo-real de la subjetividad misma.

La metafísica de la subjetividad lidia con estas paradojas por medio de la noción de reflexividad como herramienta básica de la autoconciencia, de la habilidad de nuestra mente de referirse a sí misma, de ser consciente no solamente de los objetos sino también de sí misma, de cómo se refiere a los objetos. El gesto elemental de la reflexividad es el de dar un paso atrás e incluir dentro de la imagen o situación que se está observando o analizando la presencia de uno —solamente de este modo puede obtenerse la imagen completa. Cuando, en una novela policial, el investigador está analizando la escena del crimen, tiene que incluir en ella su propia presencia, su propia mirada— a veces, el crimen está literalmente puesto en escena para él, para atraer su mirada, para involucrarlo en el relato. En algunas películas el detective que investiga un asesinato descubre que él es directamente el destinatario, es decir, que el asesino entendió el crimen como una advertencia para él. De forma parecida, en una de las novelas de Perry Mason, Mason presencia el interrogatorio policial de una pareja sospechosa de un asesinato sin poder entender por qué el marido, más que de buena gana, narra todos los detalles de lo que la pareja estaba haciendo el día del asesinato, pero luego lo comprende —el verdadero destinatario del detallado relato del marido era su mujer, es decir, él utilizó la oportunidad de estar juntos (los dos se mantenían separados en la prisión) para contarle a ella su falsa coartada, la mentira a la que ambos debían de atenerse… Uno puede también imaginarse una historia en la que el relato que el sospechoso de asesinato cuenta a la policía es una amenaza de chantaje velada para uno de los detectives de policía presentes. Lo que todos estos casos comparten es el hecho de que, para comprender una declaración, uno ha de identificar el destinatario. Esta es la razón por la que un detective necesita de figuras como el Watson de Holmes o el Hastings de Poirot, alguien que represente el gran Otro en su aspecto de sentido común, la mirada que el asesino preveía cuando cometió el crimen

Lo que se vuelve palpable con la ruptura Cantor/Gödel es la cantidad total de paradojas autorreferenciales que pertenecen a la subjetividad: una vez incluida nuestra propia posición en la imagen del todo, no hay camino de vuelta a una visión del mundo consistente. Así, la ruptura Cantor/Gödel hace imposible una totalidad consistente —tenemos que elegir entre totalidad y consistencia, no podemos tener ambas al mismo tiempo, y esta elección se materializa en las dos orientaciones del pensamiento del siglo XX bautizadas por Livingston como genérica (la posición de Badiou de optar por la consistencia a expensas de la totalidad) y como paradójico-crítica (optar por la totalidad a expensas de la consistencia —en este saco Livingston, de manera no del todo convincente, mete a Wittgenstein, Heidegger, Lévi-Strauss, Foucault, Deleuze, Derrida, Agamben y Lacan). A esta altura notamos el primer hecho extraño en el edificio de Livingston, un sorprendente desequilibrio: si bien la paradójico-crítica y la genérica se presentan como dos maneras de lidiar con el nuevo universo que vuelve imposible una totalidad consistente, tenemos en un lado una multiplicidad de pensadores muy divergentes y en el otro lado un nombre solo, el de Badiou. La implicación de este desequilibrio está clara: demuestra que el verdadero tema del libro de Livingston es: ¿cómo proporcionar una correcta respuesta paradójico-crítica al enfoque genérico de Badiou? Livingston trata a Badiou con mucho respeto y es muy consciente de que los fundamentos lógicos y políticos de su posición genérica han sido elaborados de una manera mucho más precisa que las respectivas posiciones de los principales representantes del enfoque paradójico-crítico. Lo que vuelve a Badiou tan importante es el hecho que él elabora explícitamente su posición acerca del tema indicado en el título del libro de Livingston, «la política de la lógica»: las profundas implicaciones del tema filosófico-lógico de la consistencia, de la totalidad y de las paradojas de la autorreferencia. ¿Acaso semejantes paradojas no se encuentran en el corazón mismo de todo edificio de poder que tiene que imponerse de una manera ilegítima y luego legitimar retroactivamente el ejercicio de su poder?

Tenemos que elegir entre totalidad y consistencia, no podemos tener ambas al mismo tiempo, y esta elección se materializa en las dos orientaciones del pensamiento del siglo XX bautizadas por Livingston como genérica y como paradójico-crítica

Aunque aprecie profundamente el enfoque de Livingston, mis divergencias con él son múltiples. En primer lugar, la dualidad básica del universo del pensamiento que procede de la ruptura de Cantor/Gödel es, para mí, no la que se da entre ontoteológico y criteriológico, sino la que se da entre ontológico (en el sentido de una ontología realista universal) y trascendental —entre Spinoza y Kant, para dar dos nombres ejemplares. En segundo lugar, la verdadera ruptura con este universo se cumple ya con Hegel y el pensamiento post-hegeliano es una regresión con respecto a Hegel. La postura de Livingston hacia Hegel está clara: mientras que admite que la dialéctica de Hegel es un caso ejemplar de totalidad inconsistente, sin embargo afirma que en el
pensamiento de Hegel esta inconsistencia está finalmente «asimilada» en la totalidad más amplia del autodesarrollo racional, de manera tal que los antagonismos y las contradicciones quedan reducidos a momentos subordinados del Uno. Aunque esta visión pueda aparecer casi autoevidente, sin embargo, uno debería cuestionarla. Hegel no difiere de la postura paradójico-crítica porque en su pensamiento todos los antagonismos y las contradicciones quedan «asimilados» en el Uno de la totalidad dialéctica —la diferencia es mucho más sutil.

Para explicar esta diferencia, dirijámonos a Lacan. Para un lacaniano, es inmediatamente evidente que la dualidad de Livingston entre genérico y paradójico-crítico encaja perfectamente con la dualidad del lado masculino y femenino de las «fórmulas de la sexuación». La posición genérica de Badiou es claramente «masculina»: tenemos el orden universal del ser (cuya estructura ontológica está descrita en detalle en la obra de Badiou) y la excepción de los acontecimientos-verdad que pueden producirse ocasionalmente. El orden del ser es consistente y continuo, obedece a estrictas reglas ontológicas y no permite paradojas autorreferentes; es un universo sin una unidad preestablecida, un universo compuesto de multitudes de multitudes, de muchas palabras y muchos lenguajes. Badiou proporciona aquí una gran lección en contra de la sabiduría tradicional según la cual la vida es un movimiento circular y finalmente todo se vuelve polvo: este círculo cerrado de la realidad, su generación y corrupción, no es todo lo que hay, los milagros acontecen de vez en cuando, el movimiento circular de la vida queda suspendido por la irrupción de algo que la metafísica y la teología tradicionales han llamado eternidad, un momento de estasis en el doble sentido del término (fijación, congelación del movimiento de la vida y a la vez perturbación, agitación, la subida de algo que se resiste al flujo regular de las cosas). Pensemos en el enamoramiento: es una interrupción de mi vida habitual y mi vida se queda congelada por la fijación en el amado… En contraste con esta lógica del orden universal del Ser, y su excepción eventual, el enfoque paradójico-crítico se centra en las inconsistencias e interrupciones inmanentes del orden mismo del Ser. No existe una excepción del Ser; no porque el orden del Ser es todo lo que existe, sino porque, para ponerlo en términos especulativos, el análisis paradójico-crítico demuestra cómo este orden es ya en sí mismo su propia excepción, mantenida por la violación permanente de sus propias reglas. Aunque Badiou describa en términos precisos cómo los vacíos y las brechas (entre presencia y representación) en el orden del Ser hacen posible el Acontecimiento, sin embargo, define el Acontecimiento como una intrusión milagrosa que inquieta la continuidad del Ser, como algo que no es parte del Ser.

En contraste con esta lógica del orden universal del Ser, y su excepción eventual, el enfoque paradójico-crítico se centra en las inconsistencias e interrupciones inmanentes del orden mismo del Ser

Sin embargo, desde el punto de vista paradójico-crítico, el orden del Ser es pulverizado constitutivamente y perturbado desde su interior —en términos freudianos y en tanto que Badiou se refiere al orden del Ser humano considerándolo como la búsqueda de la supervivencia de los placeres, es posible afirmar que Badiou pasa por alto la dimensión de lo que Freud llama «pulsión de muerte», la fuerza perturbadora del no-ser en el corazón del Ser. De esta forma se pasa de la lógica «masculina» a la lógica «femenina»: en lugar del orden universal del Ser alterado por excepciones eventuales, el Ser mismo está marcado por una imposibilidad de fondo, el no-todo.

Livingston tiene la perspicacia de darse cuenta del precio que tiene que pagar por su ontología universal y coherentemente matemática: pues tiene que postular como componentes básicos de la realidad la multitud y el vacío, la «multitud de multitudes» que surge del vacío y no a través de la autodiferenciación de lo Uno. En el universo Cantor-Gödel, se puede obtener una universalidad coherente solo si se excluye de él lo Uno desde el nivel más básico —lo Uno aparece en un segundo momento, como resultado de la operación de conteo que constituye un mundo a partir de la multitud. A este nivel existe también una multiplicidad irreductible de mundos —cuerpos, mundos, lenguajes son todos múltiples e imposibles de totalizar bajo algún Uno. La sola y verdadera universalidad, la sola universalidad capaz de imponer un Uno que atraviese la multiplicidad de cuerpos y lenguajes (y también de «mundos») es la universalidad del Acontecimiento. En el ámbito político, el nivel del Ser es ocupado por una multiplicidad de cuerpos y lenguajes, o de «mundos» (culturas), de modo que lo único que se puede alcanzar a este nivel es una especie de multiculturalismo liberal y de tolerancia hacia una diferencia irreductible: cada plan que consiste en imponer un proyecto universal que uniría todas las culturas —como el comunismo— tiene que parecer como una forma de imposición opresiva y violenta. En contraste con el enfoque genérico de Badiou, el enfoque paradójico-crítico no acepta la prioridad ontológica de lo múltiple con respecto a lo Uno: por supuesto, cada Uno es minado, frustrado y fracturado por antagonismos e inconsistencias, pero está aquí desde el comienzo como la imposibilidad que abre el espacio para la multiplicidad. En relación con el lenguaje, tiene razón la Biblia con su parábola de la torre de Babilonia: la multiplicidad de las lenguas supone el fracaso de la Lengua del Uno. Eso es a lo que Hegel apunta con su noción de «universalidad concreta»: el encadenamiento de fracasos. Surgen muchas formas de estado porque el estado en sí mismo es una noción inconsistente/antagonista.

En el ámbito político, el nivel del Ser es ocupado por una multiplicidad de cuerpos y lenguajes, o de «mundos» (culturas), de modo que lo único que se puede alcanzar a este nivel es una especie de multiculturalismo liberal y de tolerancia hacia una diferencia irreductible

Para decirlo de forma diferente, el movimiento elemental de la universalidad concreta consiste en convertir la excepción con respecto a una universalidad en el elemento que funda la universalidad misma. Consideremos un ejemplo quizás un poco sorprendente, el de los judíos y el Estado de Israel. Alain Finkielkraut escribió: «Hoy los judíos han escogido el sendero del enraizamiento». Es fácil apreciar en esta afirmación un eco de Heidegger, quien decía, en su entrevista para la revista Der Spiegel, que todas las cosas esenciales y grandes pueden surgir solamente de nuestro tener una patria, de nuestro enraizamiento en una tradición. La ironía es que estamos ante un intento extraño de movilizar tópicos antisemitas para legitimar el sionismo: en relación con los reproches antisemitas hacia los judíos, acusados de no poseer raíces, parece que el sionismo constituya un intento de corregir esta falta al proporcionar a los judíos raíces, aunque tardíamente… No tiene que sorprender que muchos antisemitas conservadores apoyen implacablemente la expansión del Estado de Israel. Sin embargo, el problema actual con los judíos consiste en su intento de echar raíces en un lugar en el que ellos no han vivido a lo largo de miles de años, sino que ha sido habitado por otros pueblos. La solución no consiste entonces en renormalizar a los judíos todavía en otra nación enraizada, sino en dar una vuelta a la perspectiva: ¿qué pasa si los judíos, en cuanto excepción, constituyen en cambio una verdadera representación de la universalidad? ¿Qué pasa si, en el nivel más radical, «todos somos judíos»? ¿Qué pasa si la condición de desarraigo constituye el estado primordial de la condición humana y nuestras raíces son solamente un fenómeno secundario, un intento de ocultar nuestro desarraigo constitutivo?

Sin embargo, Hegel da aquí un paso más con respecto a lo que Livingston describe como la postura paradójico-crítica: según Hegel, lo Uno de la auto-identidad no es solo siempre inconsistente, fracturado, antagónico, etc., sino que la identidad misma es la afirmación de una (auto-)diferencia radical: decir que algo es idéntico a sí mismo significa que es distinto de todas sus propiedades particulares, que no puede ser reducido a ellas. «Una rosa es una rosa» significa que una rosa es algo más que todas sus características —existe una especie de je ne sais quoi que la hace ser una rosa, algo «más en una rosa que la rosa misma». Como muestra este último ejemplo, aquí nos estamos ocupando también de lo que Lacan llama objet petit a, la X misteriosa debajo de sus propiedades que hace que un objeto sea lo que es, que sostiene su identidad única. Para decirlo de forma más precisa, ese «más» oscila entre lo sublime y lo ridículo o lo vulgar, o incluso lo obsceno: decir «una ley es una ley» significa que, aunque se trate de algo injusto o arbitrario, o incluso de un instrumento de corrupción, una ley es una ley y tiene que ser respetada. La estructura mínima de la identidad (que es siempre autoidentidad puesto que, como Hegel reconocía, se trata de una categoría de reflexión) es así 1-1-a: una cosa es en sí misma en contraste con sus propiedades determinadas y objet a es el exceso insondable que sostiene esa identidad.

Finalmente, este aspecto nos conduce a la sutil diferencia entre Hegel y el enfoque paradójico-crítico: no se trata del hecho de que Hegel subordine contradicciones y antagonismos a una unidad más alta; para Hegel, en cambio, la identidad, la unidad de lo Uno, es una forma de autodiferenciación. Identidad es diferencia llevada al extremo de la autorreferencia. La unidad de lo Uno no está amenazada de forma permanente por las grietas y las inconsistencias, la unidad de lo Uno es una grieta como tal. Eso significa que la totalidad hegeliana es paradójica, inconsistente, pero no «crítica» en el sentido de algo que se opone al centro del poder; no está atrapada en la lucha eterna por socavar o desplazar al centro del poder, en búsqueda de grietas o «indecidibles» excesos que molesten o deconstruyan el edificio del poder. O, para expresarlo en los términos hegelianos de la identidad especular, el poder consiste en su misma transgresión, basada en las violaciones de sus propios principios fundacionales. Aunque la postura paradójico-crítica saque a la luz las inconsistencias que son constitutivas de nuestras identidades, su actitud crítica se compromete con el objetivo de superar esas inconsistencias; es evidente que este objetivo no se puede alcanzar, siempre falla o se aplaza, y por eso la postura paradójico-crítica se percibe a sí misma como un proceso sin fin —a Derrida, el principal pensador paradójico-crítico, le gusta hablar de la deconstrucción como una búsqueda infinita de la justicia y, en el ámbito político, de la «democracia por venir» (nunca ya existente).

Identidad es diferencia llevada al extremo de la autorreferencia. La unidad de lo Uno no está amenazada de forma permanente por las grietas y las inconsistencias, la unidad de lo Uno es una grieta como tal

En contraste con esta postura, Hegel NO es un pensador crítico: su postura básica es la de la reconciliación —no reconciliación como objetivo a largo plazo, sino reconciliación como un hecho que nos enfrenta con la inesperada y amarga verdad de lo Ideal actualizado. Si existe un lema hegeliano, podría ser algo como: ¡busca una verdad en cómo las cosas se vuelven equivocadas! El mensaje de Hegel no es «el espíritu de la confianza» (como reza el título del último libro de Brandom sobre la Fenomenología de Hegel), sino el espíritu de la desconfianza —su premisa es que cada gran proyecto humano se vuelve equivocado y solo así muestra su verdad. La Revolución Francesa quería la libertad universal y culminó en el Terror, el comunismo buscaba la emancipación global y generó el terror estalinista… De modo que la lección de Hegel es una nueva versión del célebre eslogan de 1984 de George Orwell, «libertad es esclavitud»: cuando intentamos imponer la libertad de forma directa, el resultado es la esclavitud. Por eso, sea lo que sea Hegel, no es sin duda un pensador de un ideal perfecto al cual nos acercamos infinitamente. Heinrich Heine (quien fue discípulo de Hegel en los últimos años de vida del filósofo) difundió la historia según la cual una vez le dijo a Hegel que no podía aprobar la fórmula hegeliana «todo lo que es real es racional». Hegel miró con cuidado a su alrededor y contestó a su estudiante en voz baja: «Quizás tendría que decir que todo lo que es real tendría que ser racional». Esta anécdota, aunque fuese objetivamente verdadera, desde el punto de vista filosófico es una mentira —si no se trata de una pura invención de Heine, constituye un intento de Hegel de ocultar a su estudiante la verdad dolorosa del mensaje de su pensamiento. Consideremos el caso delicado de la acogida de inmigrantes. Pia Klemp, la capitana del barco Iuventa, que socorría a refugiados en el Mediterráneo, terminó su explicación acerca de por qué decidió rechazar la medalla Grand Vermeil que la ciudad de París le entregaba con el eslogan: «¡Papeles y vivienda para todos! ¡Libertad de movimiento y de residencia!». Si esto significa, brevemente, que cada individuo tiene derecho a mudarse a un país de su elección y que ese país tiene el deber de proporcionarle la residencia, entonces nos encontramos aquí ante una visión abstracta en sentido estricto hegeliano: una visión que no tiene en cuenta el contexto complejo de la totalidad social. El problema no se puede resolver a este nivel: la única verdadera solución es el cambio del sistema económico global que genera inmigrantes. La tarea consiste entonces en dar un paso hacia atrás de la crítica directa al análisis del antagonismo inmanente en el fenómeno que se critica, fijando la mirada en cómo nuestra posición crítica es parte del fenómeno que critica.

Por eso, la lección hegeliana en relación con el intento de cambiar el mundo es desesperadamente optimista: estos intentos nunca alcanzan su objetivo, pero a través de su repetido fracaso puede nacer una nueva forma de ser. Sí, el chavismo ha fracasado en Venezuela, Syriza ha fracasado en Grecia, el comunismo chino no puede ser nuestro ideal, pero todos estos procesos contribuyen al tejido subterráneo del Espíritu, que puede dar origen a nuevas visiones imprevisibles… o a nuevos horrores.

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